Los dobulbasycontinuaban redoblando en la colina, helando la sangre en las venas, provocando en las almas el embotamiento del terror, y con ello también la aceptación, e incluso la aprobación, de lo que iba a pasar por voluntad de Gengis Kan.
Y he aquí que bajo el tronar incesante de los dobulbasytransportaron a la colina un palanquín de oro donde estaba el propio kan, el que ordenaba el castigo de la peligrosa desobediente, de la que ni siquiera había confesado el nombre de aquel de quien había parido. Despositaron el palanquín en la parda colina, en medio de las banderas que se bañaban en los primeros rayos del sol y ondeaban al viento con dragones escupiendo fuego bordados en seda. El símbolo del kan era un dragón dando un poderoso salto, pero nadie sospechaba que la bordadora, al dar vida al bordado, no tenía presente al kan sino a otro. A otro que era un dragón impetuoso e intrépido en sus brazos. Y a nadie de los presentes se le ocurrió que era esto lo que ahora pagaba con su cabeza.
El momento se acercaba. Los tambores disminuían poco a poco sus redobles para callar completamente en el instante del castigo, caldeándolo con el tenso silencio de la terrible espera, cuando el tiempo se dilata, se disgrega e inmoviliza, y para luego tronar furiosa y ensordecedoramente de nuevo, acompañando el proceso de cortar la vida con un salvaje retumbar que cautive y provoque en la embriagada conciencia de cada espectador el éxtasis de una venganza ciega, y la alegría maligna y secreta que siente al ver que el castigo de la horca no se le aplica a él sino a otro.
Los tambores se apaciguaron. Todos los reunidos estaban tensos, incluso los caballos se habían quedado inmóviles bajo los jinetes. Pétreamente tenso era también el rostro de Gengis Kan. Sus labios, fuertemente apretados, y la mirada fría y nunca parpadeante de sus estrechos ojos, tenían algo de viperino.
Los tambores dejaron de sonar cuando sacaron a la bordadora de banderas Dogulang de unayurta cercana al lugar del suplicio. Unos fornidos zhasaulosla agarraron por los brazos y la arrastraron a un carro enganchado a un par de caballos. Dogulang iba de pie en el carro, un joven y sombrío zhasaulopermanecía a su lado y la sostenía por detrás.
La gente de la formación empezó a zumbar, especialmente las mujeres: ¡Allí estaba la bordadora! ¡La puta! ¡La esposa de nadie! ¡Por su juventud y su belleza habría podido ser la segunda o tercera mujer de algún noion! Y si hubiera sido algún vejestorio, todavía mejor. No habría sabido qué son penas. ¡Pero no, se lió con un amante y parió, la desvergonzada! ¡Como si le hubiera escupido en la cara al mismo kan! Pues que lo pagara. ¡Que la colgaran de la giba de un camello! ¡Terminó tu juego, maja! La condena implacable de la voz popular era una continuación del iracundo tronar de los dobulbasy, para eso retumbaban los tambores de piel de buey, tan insistentes y ensordecedores, para pasmar, para despertar el odio contra lo que odiaba el propio kan.
–¡Ahí está la sirvienta con el niño! ¡Mirad! –gritaban con gozo maligno las mujeres de los carros. Efectivamente, era la sirvienta Altun. Llevaba al recién nacido envuelto en unos harapos. Acompañada de un zhasaulode mala catadura, acurrucada, mirando temerosa a su alrededor, Altun se dirigió al carro como confirmando con su carga la criminalidad de la bordadora, condenada a muerte.
Así las condujeron, era el aterrador espectáculo que precedía al suplicio. Dogulang comprendía que ahora ya no podía haber ninguna salida: ningún perdón, ninguna gracia.
En la yurta, de donde la habían sacado a rastras hacia el deshonor, había tenido tiempo de amamantar al bebé por última vez. Sin comprender nada, la desgraciada criatura chupaba con tesón sumido en un ligero sueño letárgico bajo el ruido de los tambores que iba calmándose de un modo insinuante. La sirvienta Altun estaba a su lado. Conteniendo el llanto, evitando los sollozos sonoros, se tapaba una y otra vez la boca con la palma de la mano. En aquellos momentos consiguieron intercambiar algunas palabras.
–¿Dónde está él? –murmuró suavemente Dogulang pasándose apresuradamente el niño de un pecho a otro, aunque comprendía que Altun no podía saber lo que ella misma no sabía.
–No lo sé –respondió ésta sumida en lágrimas–. Creo que lejos.
–¡Ojalá! ¡Ojalá! –suplicó Dogulang.
La sirvienta asintió amargamente con la cabeza. Ambas pensaban lo mismo: ojalá consiguiera el sótnik Erdene esconderse, huir al galope lo más lejos posible, desaparecer de la vista.
En la yurta oyeron pasos, voces:
–¡Venga, sacadlas! ¡Arrastradlas!
La bordadora estrechó por última vez al niño, inspiró tristemente su olor dulzón y lo entregó a la sirvienta con manos temblorosas:
–Cuida de él mientras viva...
–¡No pienses en esto! –una bola de lágrimas atragantó a Altun, que ya no pudo contenerse más. Se echó a llorar con fuerza y desesperación.
Entonces, los zhasaulosla arrastraron hacia el exterior.
El sol ya se había levantado en la estepa y colgaba sobre el horizonte. Sary-Ozeki extendía sus grandes llanuras esteparias por todas partes, más allá de las tropas y carros congregados, prestos para la marcha después de la ejecución de la bordadora. En una de las colinas brillaba el dorado palanquín del kan. Al salir de la yurta, Dogulang consiguió ver por el rabillo del ojo este palanquín en el que se sentaba el propio kan, inaccesible como Dios, y alrededor del palanquín ondeaban al viento de la estepa las banderas que bordara con sus manos, las banderas con dragones que escupían fuego.
Gengis Kan, sentado solemnemente bajo un baldaquín, lo divisaba todo perfectamente desde la colina: la estepa, el ejército, la gente de los carros. En las alturas, como siempre, flotaba sobre su cabeza la fiel nube blanca. Aquella mañana, la ejecución de la bordadora retrasaba la marcha. Pero era preciso hacer una cosa para proseguir la otra. La ejecución que iba a tener lugar no era la primera ni la última ejecución que presenciaba: los más diversos casos de desobediencia se castigaban por aquel procedimiento, y el kan se convencía cada vez más de que la ejecución pública era necesaria para someter al pueblo a un solo orden de cosas establecido por un personaje supremo, pues tanto el temor como la alegría ruin de que la muerte violenta no le alcanzara a él obligaba a los guerreros a considerar el terrible suplicio como la medida de castigo debida, y por lo tanto no sólo a justificar sino también a aprobar las acciones de la autoridad.
Y esta vez, también, cuando sacaron a la bordadora de la yurta y la obligaron a subir al carro para el deshonroso recorrido, la gente se puso a zumbar y a rebullir como un enjambre. Pero en la cara de Gengis Kan no tembló un solo músculo. Estaba sentado bajo el baldaquín, rodeado de ondeantes banderas y de kesegulos, firmes junto a las astas como ídolos de piedra. El castigo anunciado se calculaba precisamente para esto: todo el mundo sabría que el mínimo obstáculo en el camino de la gran campaña de occidente era intolerable. En su fuero interno, el kan comprendía que habría podido no aplicar un castigo tan cruel a una mujer joven, a una madre, que habría podido perdonarla, pero no veía razón alguna para hacerlo: toda magnanimidad acaba siempre mal, el poder se debilita, los hombres se insolentan. Sí, no se arrepentía de nada, de lo único que estaba descontento era de no haber podido descubrir quién había sido el amante de la bordadora.