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Mientras, la condenada a la horca recorría la formación de las tropas y los carros con la ropa desgarrada en el pecho y los cabellos en desorden: los negros y espesos mechones, que centelleaban al sol matutino con brillo de carbón, ocultaban su cara pálida y exangüe. Dogulang, sin embargo, no inclinaba la cabeza, miraba a su alrededor con una mirada ausente y afligida: ya no tenía que esconder nada a los demás. ¡Sí, aquí estaba la mujer que había amado a un hombre más que a su propia vida, aquí estaba su prohibido hijo, nacido de este amor!

Pero la gente deseaba saber, y gritaba:

–Eh, yegua, ¿dónde está tu garañón? ¿Quién es?

Y autoexcitándose y encarnizándose bajo un subconsciente complejo de culpabilidad, la muchedumbre gritaba para librarse cuanto antes de este ruin pecado:

–¡Colgad a esta perra! ¡Colgadla inmediatamente! ¿A qué esperáis?

Los organizadores de la ejecución contaban seguramente con el furor de la multitud para quebrar el ánimo de la bordadora.

Del séquito del kan se separó un jinete, uno de los noiones, un gallardo guerrero de voz penetrante, dispuesto por el kan para este menester. Galopó hacia la fúnebre comitiva: el carro con la bordadora condenada y la sirvienta que iba a su lado con el niño en brazos.

A ver, alto –les detuvo, y dirigiéndose a las filas de jinetes gritó con voz fuerte–: ¡Escuchad todos! ¡Esta desvergonzada criatura debe confesar de quién parió al niño! ¡Con quién se lió! Dime, ¿se encuentra entre estos hombres el padre de tu hijo?

Dogulang respondió que no. Un vivo rumor recorrió las filas.

El carro avanzaba de escuadrón en escuadrón, y los sótnik se gritaban unos a otros:

¡Entre los míos no está! ¿No estará en tu escuadrón ese listillo?

Al mismo tiempo, el de la voz penetrante exigía una y otra vez a la bordadora que le indicara quién era el padre del recién nacido.

Y de nuevo se detenía el carro ante un pelotón de jinetes, y de nuevo la pregunta:

Señala, puta, al hombre de quien pariste.

En una de las formaciones se encontraba el sótnik Erdene sobre su estrellado corcel Akzhuldús al frente de un pelotón. Las miradas de Dogulang y de Erdene se encontraron. En medio del alboroto y el revuelo nadie prestó atención ni advirtió con qué dificultad separaban los ojos uno de otro, ni cómo temblaba Dogulang al apartar de su frente los desparramados cabellos, ni cómo se encendía instantáneamente su rostro para apagarse acto seguido. Sólo el propio Erdene pudo imaginarse lo que le costaba a Dogulang este instantáneo encuentro de sus ojos, qué alegría y qué dolor representaba para ella este momento. A la pregunta del noion de la voz penetrante, Dogulang, vuelta a la realidad, se dominó y respondió de nuevo con firmeza:

–¡No, aquí no está el padre de mi hijo!

Y, de nuevo, nadie prestó atención al sótnik Erdene, que dejó caer la cabeza, pero que al instante, con un esfuerzo de voluntad, se obligó a adoptar un aspecto imperturbable.

Los verdugos estaban preparados. Tres hombres vistiendo negras hopalandas con las mangas remangadas llevaron al centro de la colina a un dromedario tan enorme que un jinete montado en su silla sólo llegaba con la cabeza a la mitad del vientre del animal. A falta de bosque, en los espacios esteparios los nómadas recurrían de antiguo a este procedimiento de ejecución: colgaban a los condenados del espacio situado entre las dos gibas del dromedario, a pares en una misma cuerda, o bien con un contrapeso que solía ser un saco de arena. Este contrapeso estaba ya preparado para la bordadora Dogulang.

Con gritos y palos, los verdugos obligaron al dromedario, que bramaba irritado, a bajarse y a tenderse recogiendo bajo el cuerpo las largas y huesudas patas. La horca estaba preparada.

Revivieron los tambores retumbando ligeramente para tronar con fuerza en el momento necesario ensordeciendo y elevando el ánimo.

Y entonces, el noion de la voz penetrante se dirigió de nuevo a la bordadora, seguramente ya por regodeo:

–Te lo pregunto por última vez. ¡De todos modos vas a morir, puta tonta, y tu aborto tampoco va a vivir! ¿Cómo hemos de interpretarlo? ¿Es posible que no sepas de quién quedaste preñada? Quizá, si te esfuerzas, puedas recordarlo.

–No recuerdo de quién. Fue hace tiempo, lejos de aquí –respondió la bordadora.

Rodó por la estepa la grave y grosera carcajada de los hombres y el maligno chillido de las mujeres.

El noionno se daba por satisfecho.

–¿Hemos de entender, por lo que dices, que te lo agenciaste en el mercado?

–¡Sí, fue en el mercado! –respondió Dogulang con aire de reto.

–¿Un mercader o un vagabundo? ¿O quizá se trataba de un ladrón de mercado?

–No sé si era un mercader, un vagabundo o un ladrón de mercado –repitió Dogulang.

Nuevo estallido de risas y chillidos.

¡Qué importancia tiene para ella que fuera un mercader, un vagabundo o un ladrón, lo importante es que se ocupara de este asunto en un mercado!

Y entonces, inesperadamente, sonó una voz entre las filas de los guerreros. Alguien gritó con voz fuerte y sonora:

–¡Yo soy el padre del niño! ¡Sí, soy yo, por si queréis saberlo!

Todos se callaron al instante, todos quedaron petrificados: ¿Quién sería? ¿Quién respondía, en el último minuto, a la llamada de la muerte que se habría llevado el secreto no revelado de la bordadora?

Y todos quedaron impresionados: el sótnik Erdene salió de las filas espoleando su caballo de frente estrellada. Reteniendo a Akzhuldúsen el sitio, se volvió sobre los estribos hacia la multitud y repitió con voz sonora:

–¡Sí, soy yo! ¡Éste es mi hijo! ¡El nombre de mi hijo es Kunán! ¡La madre de mi hijo se llama Dogulang! ¡Soy el sótnik Erdene!

Con estas palabras, saltó del caballo a la vista de todos y dio un manotazo al cuello del animal, que se apartó de un salto. Quitándose las armas por el camino y echándolas a un lado apresuradamente, se dirigió a la bordadora, que aún retenían los verdugos por los brazos. Caminaba en medio de un completo silencio, y todos veían a un hombre que iba libremente a la muerte. Al llegar a su amada, preparada para la ejecución, el sótnik Erdene cayó de rodillas ante ella y la abrazó. Ella le puso una mano sobre la cabeza y ambos quedaron inmóviles, reunidos de nuevo ante la faz de la muerte.

En este mismo instante redoblaron los dobulbasy, redoblaron todos a la vez y retumbaron bramando insistentemente como un rebaño de bueyes alborotados. Los tambores rugían exigiendo la obediencia general y el éxtasis general de las pasiones. Y todos volvieron de pronto a la realidad, todo volvió a su cauce, sonaron unas órdenes: que todos estuvieran dispuestos para la marcha, para la campaña. Y los tambores proclamaban: ¡Todos como un solo hombre, todos debían cumplir con su deber! Y los verdugos se pusieron inmediatamente manos a la obra. Tres zhasaulosse precipitaron en ayuda de los verdugos. Derribaron al sótnik y le ataron rápidamente las manos a la espalda, hicieron lo mismo con la bordadora, y los arrastraron hacia el dromedario acostado. Les colocaron acto seguido la cuerda común: un lazo para el sótnik, y el otro –pasando entre las gibas del dromedario– al cuello de la bordadora; con una prisa terrible, bajo el incesante tronar de los tambores, empezaron a levantar al dromedario. El animal no deseaba ponerse en pie, se rebelaba. Bramaba, enseñaba los dientes y los hacía chascar con ira. Sin embargo, los golpes y los palos le obligaron a poner en pie toda su enorme estatura. Y por los lados del dromedario colgaron de una sola cuerda, en medio de mortales convulsiones, aquellas dos personas que se habían amado verdaderamente hasta la tumba.