Выбрать главу

En medio del tumulto de los tambores no todos advirtieron que el palanquín del kan era retirado de la colina. El kan abandonaba el lugar de la ejecución, para él era suficiente; el castigo había conseguido su objetivo, es más, había superado las expectativas: al final se había descubierto al desconocido que poseyera a la bordadora, al que había puesto por encima de todo los placeres de la cama; había resultado ser un sótnik, uno de los sótnik se había descubierto al fin a los ojos de todo el mundo y había recibido el condigno castigo, quizá como desquite por aquel otro, por el antiguo desconocido en cuyos brazos estuviera en otro tiempo su Borte, madre de un primogénito que el kan odió en el fondo de su alma toda la vida...

Los tambores zumbaban, tronaban furiosa e insistentemente acompañando con su rumor el paso del dromedario con los cuerpos ahorcados de los amantes que compartían una sola cuerda atravesada entre las gibas del animal. El sótnik y la bordadora se bamboleaban inanimados en los flancos de la bestia de carga: eran la ofrenda al sangriento pedestal del futuro amo del mundo.

Los dobulbasyno callaban, helaban el alma, ensordecían y embotaban a todos, y cada uno pudo ver con sus propios ojos lo que habría podido sucederle si hubiera actuado contra la voluntad del kan, que marchaba indeclinablemente hacia su objetivo...

Los verdugos zhasaulosdesfilaron con su dromedario –horca móvil– ante las tropas y los carros, y mientras enterraban los cuerpos de los ejecutados en una fosa abierta con antelación, los dobulbasyno callaban, sus servidores trabajaban con los rostros sudorosos.

Al propio tiempo, el ejército se había puesto en camino, y de nuevo la armada esteparia de Gengis Kan avanzaba hacia occidente. La horda a caballo, los carros, los rebaños conducidos como alimentación complementaria, los talleres sobre ruedas de los armeros y otros auxiliares, todos cuantos iban en la campaña, del primero al último, levantaron apresuradamente el campo y abandonaron con la misma prisa aquel lugar maldito de la estepa de Sary-Ozeki; todos se marcharon sin demora, y en el lugar abandonado sólo quedó un alma desconcertada que no sabía dónde meterse ni se atrevía a que recordaran su presencia: la sirvienta Altun con el niño en brazos. Todos la habían olvidado en un instante, todos se apartaban de ella como avergonzándose de que aún existiera, y aparentaban no verla, huían de ella como de un incendio, tenían otras cosas que hacer.

Pronto se hizo el silencio a su alrededor, ya no había dobulbasy, ni arengas, ni banderas... Sólo las huellas de los cascos, y un camino de estiércol indicando la dirección de la campaña, un rastro que desaparecía en la estepa de Sary-Ozeki...

Abandonada por todos en medio de la soledad ensordecedora, la sirvienta Altun iba de un lado a otro recogiendo restos de alimentos chamuscados y abandonados en las hogueras de la víspera, almacenando en una bolsa, como reserva, algunos huesos medio roídos. Entre otras cosas, tropezó con una piel de oveja que alguien había olvidado. Altun se echó la piel sobre los hombros: serviría de yacija nocturna para ella y el niño, cuya madre ahora era ella a su pesar...

Verdaderamente, Altun no sabía qué hacer, qué camino tomar, cómo seguir adelante, dónde buscar cobijo ni cómo alimentar al niño. Mientras lució el sol todavía pudo esperar algún milagro: quizá le sonreiría la suerte, quizá de pronto encontraría algún alojamiento, ayuda de un pastor perdida en la estepa. Así pensaba, así intentaba darse esperanzas esta esclava que por descuido había recibido la libertad y una carga del destino en la que temía pensar. Ciertamente, el recién nacido no tardaría en tener hambre, exigiría leche y moriría de hambre ante sus ojos. Esto la aterrorizaba. Y era impotente para emprender cualquier acción.

En lo único –poco probable– que podía contar Altun era encontrar gente en la estepa, si tal gente existía en semejantes lugares desiertos; si había entre ellos una madre lactante, podía entregarle al niño y ofrecerse como esclava voluntaria...

La mujer erraba desconcertada por la estepa, caminaba al azar, unas veces a oriente, otras a occidente y otras de nuevo a oriente... Iba con el niño en brazos, sin descanso. La jornada se acercaba a mediodía cuando el niño empezó a agitarse cada vez más, a gimotear, a llorar, a pedir el pecho... La mujer le cambió los pañales y siguió adelante acunándolo durante la marcha. Pero pronto el niño se echó a llorar con más fuerza, y ya no se calmaba, lloraba hasta ponerse azul, y entonces Altun se detuvo y gritó desesperada:

–¡Socorro! ¡Socorro! ¿Qué voy a hacer ahora?

En todo el espacio estepario visible no había el más leve humo, la más leve luz. La estepa se extendía a su alrededor, desierta, el ojo no encontraba en qué detenerse... Una estepa sin límites y un cielo sin límites, sólo una pequeña nube blanca girando suavemente sobre sus cabezas...

El niño se retorcía en su llanto. Altun empezó a implorarle y a lamentarse:

–¡Pero bueno, qué quieres de mí, desgraciado! ¡Si no tienes más que siete días! Apareciste en este mundo para tu desgracia... ¿Qué puedo darte para comer, huerfanito? ¿No ves que a tu alrededor no hay un alma? Sólo tú y yo en todo el mundo, sólo tú y yo, desdichados, y sólo una nubecilla blanca en el cielo, ni siquiera algún pájaro, sólo revolotea una nube blanca... ¿Dónde vamos a ir? ¿Con qué te voy a alimentar? Estamos solos, abandonados, tus padres han sido ahorcados y enterrados. ¿Dónde van los hombres con su guerra, por qué la fuerza lucha contra la fuerza con banderas y tambores, qué gana la gente haciéndote desgraciado a ti, que eres un recién nacido?

Altun corrió de nuevo por la estepa estrechando fuertemente al lloroso bebé. Corría para no estar inmóvil, para no estar inactiva, para no deshacerse en vida, de tanto dolor... Y el pequeño no comprendía, se atragantaba en su llanto, exigía lo suyo, exigía la tibia leche materna. Presa de desesperación, Altun se sentó en una piedra, se arrancó el cuello del vestido con lágrimas e ira, y le dio su propio pecho, ya viejo, que nunca conociera niño alguno.

–¡Anda, toma! ¡Convéncete! ¡De haber algo para comer, crees que no te dejaría chupar leche, huérfano desgraciado! ¡Anda, convéncete! ¡Quizá me creas y dejes de atormentarme! ¡Pero qué digo! ¡A quién se lo digo! ¡Qué te importan mis palabras, tontín! ¡Oh, Cielo, qué castigo me has deparado!

El niño calló al instante apenas se apoderó del pecho, adaptó todo su ser a la esperada felicidad, empezó a trabajar y a poner en juego las encías abriendo y cerrando al mismo tiempo los ojitos que resplandecían de gozo.

–¿Y ahora qué? –reprochó la mujer al pequeño sin ira, con cansancio–. ¿Te has convencido? ¿Te has convencido de que chupas sin resultado? La verdad es que ahora vas a llorar mucho más que antes. ¿Y qué haré entonces contigo en esta maldita estepa? Dirás que es un engaño, pero ¿crees que te habría engañado por gusto? He sido esclava toda la vida y nunca he engañado a nadie, mi madre ya me lo decía en la infancia, decía que en China, nosotros, los de nuestra estirpe, nunca engañamos a nadie. Anda, anda, diviértete un poco, pronto sabrás la amarga verdad...