Hablando así, la sirvienta Altun se preparaba para su amargo destino, pero el bebé no parecía tener intención de renunciar al pecho vacío, al contrario, en su diminuta cara se reflejaba una expresión de beatitud...
Altun sacó cuidadosamente el pezón de la boca del pequeño y lanzó una muda exclamación cuando le salpicó un chorrito de leche blanca. Impresionada, dio de nuevo el pecho al niño, volvió a sacar el pezón y otra vez vio la leche. ¡Tenía leche! Ahora sentía claramente la afluencia de cierta fuerza en todo su cuerpo.
–Oh, Dios! –exclamó involuntariamente la sirvienta Altun–. ¡Tengo leche! ¡Leche auténtica! ¡Lo oyes, pequeñín, voy a ser tu madre! ¡Ahora no perecerás! ¡El Cielo nos ha escuchado, eres mi niño martirizado! Tu nombre es Kunán, así te llamaban tus padres, tu padre y tu madre, que se amaron uno a otro para sacarte a la luz y morir por ello. Agradéceselo, niño, a Aquel que ha hecho este milagro: darme leche para ti...
Impresionada por lo sucedido, Altun guardó silencio, hacía calor, el sudor apareció en su frente. Al mirar a su alrededor no observó ni vio nada en aquel espacio sin límites, ni un alma, ni una criatura viviente, sólo el reluciente sol y una solitaria nube blanca que giraba sobre su cabeza.
El bebé se durmió saciando el apetito y paladeando la leche, su cuerpecito se relajó y descansó confiado en el brazo semiarqueado de la mujer. Su respiración era uniforme, y Altun, olvidando cuanto había padecido y venciendo el implacable ruido de los dobulbasyque todavía zumbaba en sus oídos, se entregó a la dulce sensación –antes desconocida– de la madre lactante, descubriendo con ello cierta feliz unidad entre la tierra, el cielo y la leche...
Mientras, la campaña continuaba... El gran ejército de la estepa, del conquistador del mundo, avanzaba cada vez más hacia occidente llevando la marcha prevista. Ejército, carros,yurtas...
Acompañado de la escolta, del séquito y de los abanderados, portadores de ondeantes estandartes en los que figuraban dragones furiosos bordados en seda y escupiendo fuego, avanzaba Gengis Kan montado en su invariable e incansable caballo amblador, de un pelaje que asombraba como el destino mismo: crines blancas y cola negra.
La tierra se deslizaba para atrás crepitando bajo los duros cascos del amblador, la tierra corría para atrás, pero el espacio no disminuía, se extendía continuamente en forma de nuevos y nuevos espacios hasta un horizonte nunca alcanzable. Y no había fin ni límite. Aunque no era más que un granito de arena comparado con la infinitud y grandeza de la tierra, el kan codiciaba poseer todo cuanto era visible e invisible, conseguir que se le reconociera como Soberano de los Cuatro Puntos Cardinales. Por eso iba a la conquista y conducía a su ejército en la campaña...
El kan era severo y taciturno. Por lo demás, así debía ser. Pero nadie suponía lo que estaba pasando en su alma. Tampoco nadie comprendió nada cuando de pronto sucedió algo completamente inesperado: el kan hizo dar súbitamente la vuelta a su caballo en un giro completo hasta ponerlo en dirección contraria, y el giro fue tan redondo que quienes le seguían apresuradamente a punto estuvieron de tropezar con él, y justo pudieron desviarse a un lado. El kan observó inquieta y vanamente los cielos colocándose la temblorosa mano sobre los ojos: no, no se había retrasado, la nube blanca no se había rezagado por el camino, no estaba delante ni detrás...
Tan inesperadamente había desaparecido la nube blanca que invariablemente le acompañaba. Aquel día no volvió a aparecer, ni a la mañana siguiente ni a los diez días. La nube había abandonado al kan.
Al llegar al Itil, Gengis Kan comprendió que el Cielo le había vuelto la espalda. No siguió adelante. Envió a sus hijos y a sus nietos a la conquista de Europa, y él se volvió a Ordos para morir allí y ser enterrado no se sabe dónde...
En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...
A mediados de febrero de 1953, entre los trenes de pasajeros que atravesaban la estepa de Sary-Ozeki de oriente a occidente pasó uno con un vagón especial complementario a la cabeza del convoy. Este vagón sin número, enganchado inmediatamente después del de equipajes, no se diferenciaba de los demás por su aspecto externo, pero sólo por su aspecto externo. Una parte del vagón especial era el departamento de correos, y la otra mitad, separada a cal y canto del bloque postal, servía de celda –incomunicada, ferroviaria y judicial– para aquellos individuos que suscitaban el interés especial de los órganos de seguridad del Estado. Esta vez, el individuo en cuestión –gracias al sumario imaginado por Tansykbáyev, juez superior de uno de los distritos operativos de la seguridad del Estado– resultaba ser Abutalip Kuttybáyev. Era él a quien llevaban en el departamento-celda en compañía del propio Tansykbáyev y de una fuerte escolta. Lo llevaban para unos careos en otras ciudades.
Tansykbáyev se mostraba incansable en la consecución del objetivo propuesto: los interrogatorios continuaban durante el camino. Su tarea consistía en descubrir paso a paso la red subversiva creada por los servicios especiales enemigos utilizando a quienes habían huido del cautiverio alemán en circunstancias sospechosas, habían estado en Yugoslavia y habían entrado allí en contacto no sólo con los futuros revisionistas yugoslavos sino también con el espionaje inglés. Era indispensable descubrir a los enemigos de la Unión Soviética, a los que habían reclutado y escondido hasta el momento oportuno, y sólo podía hacerse mediante incansables interrogatorios, confrontación de declaraciones, pruebas directas e indirectas, y sobre todo mediante el triunfo rey de la investigación: la confesión completa de los acusados y el arrepentimiento de sus actos.
La primera fase ya se había llevado a cabo: en el curso de los interrogatorios, Abutalip Kuttybáyev había recordado cerca de una decena de nombres de prisioneros de guerra que habían luchado en Yugoslavia; al comprobarlo, resultó que la mayoría de ellos vivían sanos y salvos en diferentes puntos del país. Aquellos hombres habían sido arrestados, y a su vez, habían dado otros muchos nombres durante los interrogatorios, completando considerablemente la lista de los traidores yugoslavos. En una palabra, el sumario se recubría de carne viva y llegaba a una fase muy seria con la bendición de las autoridades superiores. Éstas eran de la opinión que la profiláctica de descubrir elementos enemigos nunca es perjudicial. Sobre el fondo del conflicto internacional que había estallado con el Partido Comunista Yugoslavo, de la traición de Tito y del anatema ideológico del propio Stalin, en caso de obtener un éxito, éste podía resultar muy provechoso y prometía una «gran cosecha» no sólo al iniciador del proceso, a Tansykbáyev, sino también a muchos de sus colegas de otras ciudades que habían puesto de manifiesto un celo extraordinario, todos por el mismo motivo: deseaban aprovechar la situación para promocionarse. De ahí la coordinación de las actuaciones. En todo caso, en capitales de distrito como Chkálov (antes Orenburg), Kuíbyshev o Sarátov, donde debían llevar a Abutalip Kuttybáyev para careos e interrogatorios cruzados, la llegada de Tansykbáyev era esperada con impaciencia.