Tansykbáyev no perdía el tiempo, le gustaba poner ritmo y energía en el trabajo. No le pasó por alto cómo había influido sobre el acusado abandonar el lugar de reclusión, con qué dolor y tristeza contemplaba a través de las rejas los poblados cercanos a las estaciones que pasaban ante la ventanilla. Tansykbáyev comprendió lo que ocurría en el alma de Kuttybáyev, y en lo posible intentó convencerle, empleando un tono confidencial, de que él, el juez, no le deseaba mal alguno, pues suponía que la culpa del propio Kuttybáyev no era tan grande como eso, que estaba claro, naturalmente, que el espía no era él, Abutalip Kuttybáyev, ni tampoco el jefe de la red de espionaje que los servicios especiales reservaban para el caso de una situación de emergencia en el país, y que si Kuttybáyev ayudaba a los investigadores a descubrir al espía-jefe, y sobre todo a desenmascararlo férreamente en un careo, podría aliviar su suerte. Y no poco. Sin darse cuenta, en cinco o siete años volvería a la familia y a los niños. En cualquier caso, si colaboraba en el curso objetivo de la investigación, evitaría la medida extrema de castigo –el fusilamiento–, y por el contrario, cuanto más quisiera obstinarse, enmarañar el asunto, ocultar la verdad a los órganos de represión, tanto peor para él, tanto mayor sería la desgracia que causara a su familia. Podría suceder que del juicio a puerta cerrada saliera incluso la horca...
Otra carta de triunfo en manos de Tansykbáyev consistía en lo que había sugerido al acusado: si colaboraba, sus notas sobre las leyendas de Sary-Ozeki –especialmente «La leyenda del mankurt» y «El castigo de Sary-Ozeki»– no serían incluidas en el sumario; por el contrario, si Abutalip no colaboraba, Tansykbáyev propondría al tribunal que considerara los textos escritos por él como una velada propaganda de la antigüedad nacionalista. «La leyenda del mankurt» era una llamada al renacimiento de la inútil y olvidada lengua de los antepasados, y una resistencia a la asimilación de la nación, mientras que «El castigo de Sary-Ozeki» era la condena de un poder fuerte, la subversión de la primacía de los intereses del Estado sobre los intereses de la personalidad, la compasión por el podrido individualismo burgués, la condena de la línea general de la colectivización, es decir, de la sumisión del colectivo a un objetivo común, y esto quedaba a un paso de la percepción negativa del socialismo. Como se sabe, cualquier infracción de los principios e intereses socialistas se castigaba severamente... No en vano se castigaba con diez años de campo de concentración a quienes, sin permiso, recogían una espiga del campo colectivo. ¡No hablemos ya del que recogiera «espigas» ideológicas! A éste, la sentencia del tribunal podía aplicar condenas complementarias a tenor de un artículo complementario. Para mayor persuasión, Tansykbáyev leyó en voz alta, varias veces, sus precisas consideraciones sobre los textos de Sary-Ozeki, que no por casualidad habían sido –como subrayaba cada vez– la primera señal para el arresto de Kuttybáyev y la apertura del sumario.
Hacía dos días que el tren estaba en marcha. Y cuanto más se acercaba a Sary-Ozeki más grande era la inquietud de Abutalip al contemplar los espacios en movimiento por la ventanilla enrejada. En las horas libres de interrogatorio, después de los duros aleccionamientos y las furiosas amenazas, podía quedarse a solas consigo mismo encerrado en su departamento-celda recubierto de plancha de hierro. Aquello también era una cárcel, como el semisótano de Alma-Atá, aquí la ventanilla también estaba enrejada y no menos sólidamente que allí, aquí el ojo duro del celador también observaba por la mirilla, mas pese a todo había el movimiento del camino, el lugar cambiaba, y finalmente, aquí estaba libre de la cruel luz del techo que le cegaba todo el día, y sobre todo, aquí acariciaba una esperanza que le hería el alma incesantemente, ora encendiéndose ora apagándose: la esperanza de ver aunque fuera un instante a su mujer y a sus hijos en el apartadero de Boranly-Buránny. En realidad, en todo este tiempo no había podido enviarles una sola carta, una sola noticia, y de ellos no había recibido una sola línea.
Estas esperanzas e inquietudes llenaban el alma de Abutalip desde que le llevaron, en coche celular cerrado, a la estación de salidas de Alma-Atá y le metieron en el vagón especial, en un departamento bajo vigilancia. Apenas comprendió, por el curso del movimiento, que el tren iba en dirección a Sary-Ozeki, su alma empezó a gemir y a lamentarse con nueva fuerza: si pudiera ver, aunque fuera por el rabillo del ojo, aunque fuera por un instante, a los niños, a Zaripa. Le daba igual lo que pasara después con tal de poder ver, observar, de pasada...
Los añoraba hasta tal punto que no podía pensar en ninguna otra cosa, sólo rezaba a Dios que el tren pasara por Boranly-Buránny de día, que no fuera de noche, que no fuera en la oscuridad, y que el tren cruzara el apartadero necesariamente cuando Zaripa y los niños estuvieran a la vista y no entre las paredes de la barraca.
Esto era todo lo que le pedía al destino. Era poco, y era mucho. Pero, pensándolo bien, qué le costaba realmente al azar disponerlo así y no de otra manera, por qué los niños y Zaripa no habían de encontrarse en aquel momento al aire libre; los niños podrían jugar a sus juegos, Zaripa podría colgar la ropa de una cuerda y volver la cabeza en mitad de su trabajo para ver el tren que pasaba, mientras que los niños podrían quedarse inmóviles en su sitio mirando las luces de los vagones que pasaban fugazmente. Y podía ocurrir algo que sucedía raramente, pero que sucedía: ¡El tren se detenía en el apartadero algunos minutos! Y en este punto, el alma de Abutalip se deshacía en pedazos: deseaba que aquella felicidad se convirtiera de pronto en realidad, pero mejor que no, no podría soportar la terrible prueba, se moriría, y además le daban lástima los niños: qué sentirían al ver a su padre tras la ventana enrejada, cómo se echarían a llorar... No, no, era mejor no verse...
Y para fortalecerse, para convencer y conjurar al destino a ser benévolo, para que se cumplieran aquellas cosas que deseaba, empezaba una y otra vez a calcular y a contar –orientándose por algunas señales ferroviarias y por las estaciones del camino– las diferentes variantes del avance del tren: era importante establecer en qué parte del día pasarían por el apartadero Boranly-Buránny de Sary-Ozeki. Sin embargo, las dudas y las inquietudes no le abandonaban ni siquiera cuando los cálculos eran favorables, pues el tren podía demorarse, salirse del horario, retrasarse, lo que a menudo sucedía en invierno durante las grandes nevadas. Lo más desagradable sería que el tren atravesara el apartadero de noche, cuando Zaripa y los niños durmieran sin sospechar que su padre pasaba por su lado a unas decenas de metros de la casa. Esta probabilidad no se podía excluir, y Abutalip sufría aún más al reconocer su total indefensión, su completa dependencia del azar.
Abutalip temía también, y rogaba a Dios que le librara de esta desgracia, que el juez Tansykbáyev, de ojos de halcón, le llamara al interrogatorio de turno precisamente en el momento en que atravesaran el apartadero de Boranly-Buránny.
Cuántos obstáculos y peligros se oponían del modo más maligno al deseo de un hombre que sólo anhelaba ver fugazmente a sus seres queridos: era el precio de la privación de libertad, y solamente una cosa le alegraba y le infundía la esperanza de que tendría suerte: la ventanilla de la celda estaba a la derecha en el sentido de la marcha, precisamente del lado en que se alzaba la barraca ferroviaria del apartadero de Boranly-Buránny.
Todos estos pensamientos, temores y dudas arrastraban a Abutalip hacia un remolino de sufrimientos y le distraían de su propio destino; ahora estaba completamente inmerso en una tensa espera, ya no pensaba en sí mismo, ya no deseaba comprender la razón de lo que estaba sucediendo, ya no se daba cuenta de la amenaza que representaban las monstruosas acusaciones presentadas contra él, levantadas contra él por el juez Tansykbáyev, que exigía confesiones sistemáticamente, que iba consiguiendo fanática y cínicamente el objetivo propuesto: descubrir la red de espionaje enemigo que se había fabricado él mismo pero que decía que existía en reserva desde los años de la guerra, descubrirla para liquidarla y defender así la seguridad del Estado.