Выбрать главу

Ni Dios ni Satán fiscalizaban la labor de Tansykbáyev, y éste todo lo calculaba y determinaba como Dios y Satán, sólo faltaba actuar. Con este fin, trasladaba a Abutalip Kuttybáyev en el departamento celular para enfrentarlo a unos careos y poner los últimos puntos sobre las «íes».

Por su parte, Abutalip sólo rogaba a Dios una cosa: que nada le impidiera ver por la ventanilla del vagón, aunque sólo fuera un instante, a sus hijos Ermek y Daúl, que pudiera ver a Zaripa por última vez, para siempre. No le pedía ya más a la vida. ¡Comprendía, en secreto, amargamente, que así estaba escrito desde que naciera! Que éste sería el último instante de felicidad, que no volvería más a la familia, pues aquello de que lo inculpaba Tansykbáyev –ante el que se encontraba absolutamente indefenso y sin derecho alguno, y por lo tanto igualmente indefenso y sin derechos ante el todopoderoso régimen– no podía amenazar más que con la muerte en un campo de concentración; sería más tarde o más temprano, pero sería la muerte. Abutalip llegó a una conclusión inevitable: era una víctima condenada en manos de Tansykbáyev. A su vez, Tansykbáyev no era más que un pequeño tornillo de aquel absurdo sistema represivo en continuo perfeccionamiento, de un sistema destinado a luchar incesantemente contra los enemigos que intentaban detener el movimiento mundial del socialismo impidiendo el triunfo del comunismo en la tierra.

Cuando esta formulación mágica se aplicaba a cualquiera en forma de acusación, ya no había camino de regreso. Sólo podía enjugarse con algún castigo: el fusilamiento, la privación de libertad por veinte años, por quince, por diez. Otra salida no estaba prevista. En semejantes casos, nadie esperaba otra salida. Tanto la víctima como el represor comprendían igualmente que, una vez en vigor la formulación mágica, no sólo quedaba justificado el represor sino más aún, quedaba obligado a recurrir a cualquier medio para extirpar a los enemigos; el represa-liado, por su parte, era entregado como víctima propiciatoria al sangriento Moloch que aniquilaba todo pensamiento discordante, y quedaba obligado a reconocer que su perdición era una congruente necesidad.

Y así había sido. El tren se deslizaba por la estepa de SaryOzeki, las ruedas giraban, Tansykbáyev y su acusado iban en el mismo vagón para hacer en común –cada uno a su manera–todo lo necesario en bien de la causa trabajadora: desenmascarar una vez más a los enemigos ideológicos ocultos, sin lo cual el socialismo sería impensable, se desharía por sí mismo, se agotaría en la conciencia de las masas. Por ello era indispensable luchar continuamente contra alguien, desenmascarar a alguien, liquidar a alguien...

Y el tren seguía en marcha. Abutalip no podía cambiar su destino de ninguna manera, de ningún modo, y había aceptado forzadamente su amarga suerte como un mal inevitable. Ahora aceptaba lo sucedido tan sumisa y desesperanzadamente como dolorosa y desesperadamente se resistiera al principio. Cada vez estaba más convencido de que aunque se le concediera nacer de nuevo tampoco dejaría de tropezar con la fuerza impersonal e inhumana que estaba detrás de Tansykbáyev. Esta fuerza era mucho más terrible que la guerra y mucho más terrible que el cautiverio, pues era un mal que no tenía plazo, un mal que duraba, quizá, desde la creación del mundo. Posiblemente, Abutalip Kuttybáyev, modesto maestro de escuela, era uno de aquellos individuos del género humano que pagan la prolongada languidez ociosa del diablo en los espacios del universo a la espera de que, en medio de todas las criaturas terrestres, aparezca un hombre que se alíe inmediatamente con él en el culto al triunfo del mal, de día en día y de siglo en siglo. Sí, sólo el hombre puede ser tan celoso portador del mal. Para Abutalip, Tansykbáyev era, en este sentido, el primigenio portador demoníaco. Por ello viajaban en un mismo tren, en un mismo departamento especial, por un mismo asunto extremadamente importante.

Cuando, en diferentes estaciones, los colegas locales de Tansykbáyev venían a saludarle y le traían –quién por amistad, quién por norma del servicio– toda clase de comida y bebida para el viaje, Abutalip incluso se alegraba: así le quedaba menos tiempo para martirizarle con interrogatorios. Que se regalara durante el viaje. En la estación de Kyzyl-Ordá, los colegas dispensaron a Tansykbáyev una acogida especialmente alegre: trajeron al vagón un plato humeante cubierto con una toalla blanca. Los guardias, que también tomaban parte en el convite, iban y venían por el pasillo, tras la puerta: « yasi kabirga! –dijo uno de ellos a media voz, satisfecho–. ¡Qué aroma! En la ciudad no hay nada semejante. ¡Es carne de la estepa!».

Por el borde de la ventanilla enrejada, Abutalip vio a Tansykbáyev cuando salía a despedirse al andén con la guerrera echada sobre los hombros. Los hombres formaban círculo, robustos, bien cebados, seleccionados, con gorras de astracán y caras resplandecientes de rojas mejillas, sonrientes, gesticulando animadamente y soltando la carcajada al unísono –posiblemente con motivo de un chiste– mientras sus bocas vertían un ardiente vapor en el aire helado y los tacones crujían, seguramente, sobre la fina capa de nieve. La policía, siempre alerta, no permitía el acceso a aquella parte, a la cabeza del convoy, pero junto al vagón especial estaban ellos, los amigos de Tansykbáyev, solos, contentos, seguros, felices, y a nadie le importaba que cerca de allí, en el departamento celular, languideciera un hombre encarcelado gracias a sus esfuerzos, un hombre que no era un ladrón, ni un violador, ni un asesino, sino por el contrario un hombre honrado y decente que había sufrido la guerra y el cautiverio, y no había profesado otra fe que la del amor a sus hijos y a su esposa, y que veía en este amor el sentido principal de su vida. Pero necesitaban tener encerrado precisamente a ese hombre –que no formaba parte de ningún partido del mundo y que por ello no juraba nada ni confesaba nada– para que el pueblo trabajador pudiera vivir feliz...

Después de Kyzyl-Ordá vinieron los lugares conocidos y queridos. Caía la tarde. Zigzagueando lentamente por los nevados valles brillaba el Syr-Daria, y pronto, ya en la puesta del sol, se divisó en medio de la estepa el mar de Aral. Al principio, el mar daba razón de su existencia con algún recoveco lleno de juncos, con el borde lejano del agua limpia, con alguna islilla, pero pronto Abutalip vio las olas sobre la arena húmeda casi junto al ferrocarril. Era sorprendente ver todo esto en un solo instante: la nieve, la arena, las piedras de la orilla, el mar azul bajo el viento, un rebaño de camellos pardos en una península pedregosa, y todo esto bajo un cielo muy alto con las dispersas manchas blancas de las nubes.

Abutalip recordó que Burani Yediguéi era natural del mar de Aral, que Kazangap recibía paquetes de pescado curado del mar de Aral –que tanto les gustaba– enviado por pescadores conocidos a través de los conductores de los trenes de mercancías, y sintió inquietantes punzadas y dolores en su corazón: no quedaba ya mucho hasta el apartadero de Boranly-Buránny, sólo una noche de viaje; alrededor de. las diez de la mañana, o un poco más tarde, el tren de pasajeros, con el vagón especial en cabeza del convoy, silbaría al pasar velozmente junto a las casitas de Boranly, arañadas por los vientos, junto a los cobertizos y corrales de camellos vallados con punzante ramaje, dejaría tras de sí un camino que huía veloz y desaparecería de la vista. Llegaría y se marcharía. Con tantos trenes como pasaban de oriente a occidente y de occidente a oriente, ¿le sugeriría el corazón a Zaripa que Abutalip pasaba por allí aquella mañana en dirección a occidente, en el departamento celular del vagón especial? ¿Sentirían los niños en su alma algo inexplicable y alarmante que les impulsaría a contemplar, en aquella hora precisa, el tren que pasaba? Oh Creador, ¿por qué la gente ha de vivir tan dura y amargamente? El sol de febrero ya se eclipsaba, se apagaba a lo lejos como una fría franja de púrpura rojiza entre el cielo y la tierra, empezaba a anochecer y a extenderse gradualmente la noche invernal. Se diluían en el crepúsculo las visiones fugaces, se encendían las luces de las estaciones. Y el tren se abría camino serpenteando hacia las profundidades de la noche esteparia...