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¡Ah, días que no habían de volver! Todo eso se había ido, se había alejado suavemente, como un sueño. Y ahora tenía ante él a un hombre adulto que sólo le recordaba muy vagamente al que fue en la niñez: sonriente y de ojos saltones; ahora, en cambio, llevaba gafas, sombrero aplastado y corbata ajada. Ahora trabajaba en la capital de la provincia y sentía grandes deseos de parecer un ejecutivo importante, pero la vida es algo muy pérfido, no es tan sencillo llegar a jefe, como él mismo solía quejarse, cuando no se dispone de apoyos, ya sean conocidos o parientes; y qué era éclass="underline" el hijo de un tal Kazangap de no sé qué apartadero Boranly-Buránny. ¡Un desgraciado! Ahora no tenía ni a ese padre, y el más insignificante padre vivo es mil veces mejor que un célebre padre muerto, pero ahora ni a éste tenía.

Luego desaparecieron las lágrimas. Pasaron a la conversación, al asunto. Y entonces se puso de manifiesto que el simpático hijito, el sabelotodo, no había ido a enterrar a su padre, sino sólo a salir del paso cavando un poco de tierra y largándose cuanto antes. Empezó a exponer esta clase de ideas: para qué arrastrarse hasta un lugar tan lejano como Ana-Beit habiendo tanto espacio alrededor: la estepa desierta de Sary-Ozeki desde su mismo umbral hasta el fin del mundo. Se podía cavar una tumba en algún lugar cercano, en un pequeño montículo, a un lado de la línea del ferrocarril para que yaciera allí el viejo ferroviario y escuchara cómo corren los trenes por el apartadero en el que trabajó toda su vida. Recordó incluso un viejo proverbio que venía al caso: «La liberación del difunto radica en su rápido entierro». A qué esperar, a qué tantas reflexiones, acaso no daba igual dónde estuviera enterrado. En esos asuntos cuanto antes mejor.

Así razonaba, y parecía justificarse a sí mismo diciendo que en el trabajo tenía asuntos urgentes e importantes que le esperaban, que andaba corto de tiempo y ya se sabe lo que les importa a los jefes que el cementerio esté lejos o cerca, la orden es la de presentarse al trabajo tal día a tal hora, y eso es todo. Los jefes son los jefes y la ciudad es la ciudad...

Interiormente, Yediguéi se increpó de ser un viejo tonto. Le avergonzó y dolió haber llorado a lágrima viva, emocionado, por la aparición de aquel tipo, aunque fuera el hijo del difunto Kazangap. Se levantó –había unas cinco personas sentadas en unas viejas traviesas colocadas a guisa de bancos junto a la pared– y tuvo que hacer acopio de no poca fuerza sólo para contenerse, para no decir en público, en un día como aquél, algo ofensivo y agraviante. Tuvo compasión de la memoria de Kazangap y sólo dijo:

–En los alrededores, naturalmente, hay tanto sitio como quieras. Pero por alguna razón la gente no entierra a sus allegados en cualquier parte. Seguramente será por algo. Porque de otro modo, ¿a quién le podría doler gastar un poco de tierra? –Y se calló, y los de Boranly le escucharon en silencio–. Decididlo, pensadlo, yo me voy a ver cómo van las cosas.

Y se fue con cara hosca y despreciativa para no meter la pata. Sus cejas se juntaron en el entrecejo. Era un hombre dificil, ardiente. Le llamaban Burani porque su carácter estaba a la altura de aquella tierra. De haber estado a solas con Sabitzhán en aquel mismo momento le habría dicho ante sus desvergonzados ojos lo que aquel hombre merecía. ¡Porque sí, para que se acordara toda la vida! Pero no quiso entrar en conversaciones propias de mujeres. Éstas murmuraban por lo bajo, se indignaban.

–Ha venido a enterrar a su padre –decían– como quien va a una fiesta. Con las manos en los bolsillos. Por lo menos podría haber traído un paquete de té, y no hablemos ya de otras cosas. Además, su esposa, esa nuera de ciudad, podría haberse mostrado respetuosa y haber venido a llorar y a clamar como está establecido. Ni vergüenza, ni conciencia. Cuando el viejo vivía y tenía cierta prosperidad, un par de camellas lecheras y una docena y media de ovejas y corderos, entonces sí era bueno. Entonces ella vino por aquí hasta conseguir que se vendiera todo. Pareció llevarse al anciano a su casa, pero se compraron los muebles y el coche a la vez, y después el anciano ya resultó inútil. Ahora, no asoma ni la nariz.

Las mujeres querían alborotar, pero Yediguéi no lo consintió. –No oséis ni abrir la boca en un día como éste –les dijo–, no es cosa nuestra, que se arreglen...

Echó a andar hacia el cercado donde permanecía atado, chillando de vez en cuando con furia, el camello Karanarque había traído de los pastos. Dejando aparte que Karanariba un par de veces con la manada a beber a la bomba del pozo, casi toda la semana se paseaba en completa libertad de día y de noche. Se había independizado, el malandrín, y ahora expresaba su descontento mascando furiosamente el pasto con los dientes y aullando de vez en cuando: era una vieja historia, de nuevo la esclavitud, y debía acostumbrarse a ella.

Yediguéi se le acercó muy disgustado por la conversación con Sabitzhán, aunque sabía por anticipado que las cosas irían así. Parecía que éste les hacía un favor por asistir al entierro de su propio padre. Para él, eso era un estorbo del que había que librarse cuanto antes. Yediguéi no quiso gastar palabras superfluas, no valía la pena ya que todo lo debía hacer él mismo, y tampoco los vecinos se quedarían al margen. Todo el que no estaba trabajando en la línea prestó su ayuda en los preparativos del entierro y convite funerario del día siguiente. Las mujeres recogieron vajilla por las casas, pulieron los samovares, prepararon la masa y estaban a punto ya de cocer el pan; los hombres llevaron agua y cortaron leña de unas viejas traviesas que ya habían prestado su servicio, pues en la desierta estepa el combustible y el agua son siempre de primera necesidad. Sólo Sabitzhán vagaba por allí distrayendo a los demás del trabajo, charlando por los codos sobre esto y aquello, sobre quién ocupaba cada cargo en la capital de la provincia, sobre quién había sido destituido y quién ascendido. Pero no le importaba ni poco ni mucho que su esposa no hubiera ido a enterrar a su suegro. ¡Sorprendente, por Dios! Su mujer, sabéis, tenía no sé qué conferencia a la que debían asistir unos invitados extranjeros. Y de los nietos ya ni se hablaba. Ellos luchaban por el aprovechamiento y asistencia regular a la escuela, para conseguir un mejor diploma y poder ingresar en un instituto. «¡Qué hombres suben ahora, qué gente! –se indignaba en su interior Yediguéi–. ¡Para ellos, en este mundo, todo es importante menos la muerte!» Y esto no le dejaba en paz: «Si la muerte no es nada para ellos, resulta que tampoco la vida tendrá ningún valor. ¿Qué sentido tiene? ¿Para qué y cómo vivirán allí?».

Malhumorado, Yediguéi le chilló a Karanar.

–¿Qué ruges tú, cocodrilo? ¿A qué chillarle al cielo como si el propio Dios pudiera oírte? –Yediguéi sólo llamaba «cocodrilo» a su camello en los casos más extremos, cuando estaba completamente fuera de sí. Fueron los ferroviarios forasteros los que le sacaron a Burani Karanareste mote por sus fauces dentadas y su talante arisco–. ¡Te cansarás de gritar, cocodrilo, te voy a romper los dientes!

Había que armar la silla sobre el animal, y al ponerse manos a la obra Yediguéi se calmó y dulcificó un poco. Se recreó mirándole. Burani Karanarera hermoso y fuerte. Con la mano no le llegaba a la cabeza, aunque Yediguéi era bastante alto. Se las apañó para doblar el cuello del animal, y golpeando con el mango del látigo sus encallecidas rodillas y ordenándoselo con voz severa, consiguió que se arrodillara. Pese a todo, aunque protestando ruidosamente, el camello, se sometió a la voluntad de su dueño, y cuando al final, ya tranquilo, dobló las patas bajo el cuerpo y apoyó el pecho en tierra Yediguéi empezó su trabajo.