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Abutalip Kuttybáyev estaba inquieto, no podía dormir. Encerrado en el departamento forrado de chapa, se sentía nervioso, iba de un rincón a otro, suspiraba, y una y otra vez pedía ir al retrete sin necesidad, provocando la irritación del vigilante. Éste ya le había avisado varias veces entreabriendo la portezuela del departamento:

portezuela del departamento:

–¿Qué agitación es ésa, detenido? ¡No está permitido! ¡Siéntate pacíficamente!

Pero Abutalip no era capaz de tranquilizarse, y al final suplicó al guardia:

–Oye, centinela, te lo ruego, dame algo para dormir o me moriré. ¡Palabra de honor! ¿De qué os serviré muerto? Dile a tu jefe de qué le voy a servir muerto. ¡De verdad, no puedo dormir!

Por extraño que parezca (el motivo de tal solicitud lo comprendió Abutalip a la mañana siguiente), el vigilante fue al departamento de Tansykbáyev y trajo dos tabletas de somnífero, y sólo entonces, después de tomarlas, Abutalip se aletargó en mitad de la noche, aunque no consiguió conciliar un verdadero sueño. Bajo el monótono golpeteo de las ruedas y el zumbido del viento en el exterior, figurábase en su duermevela que corría delante de la locomotora, que corría hasta no poder más, jadeando roncamente, temeroso de caer bajo las ruedas, mientras el tren volaba tras él a todo vapor. Aquella noche loca corría de tal modo por las traviesas, delante de la locomotora, que no parecía un sueño, tan terrible y verosímil era. Quería beber, tenía la garganta seca. Y la locomotora le perseguía iluminando con los faros ardientes el camino que tenía por delante. Corría entre los raíles mirando tensamente la ventisca que le rodeaba, echando ojeadas a los lados, clamando, llamando lastimeramente: «Zaripa, Daúl, Ermek, ¿dónde estáis? ¡Corred a mí! ¡Soy yo, vuestro padre! ¿Dónde estáis? ¡Responded!». Nadie respondía. Por delante la furia de las oscuras tinieblas; por detrás, le daba alcance la retumbante locomotora, dispuesta a destrozarlo y aplastarlo; y no tenía fuerzas para escapar, para ocultarse de la locomotora que le perseguía, cada vez más cerca, pisándole los talones... Y esto empeoraba su estado: el miedo y la desesperación aherrojaban sus movimientos, las piernas le desobedecían, la respiración se le cortaba...

Por la mañana temprano, Abutalip, pálido y abotagado, estaba ya junto a la ventanilla enrejada contemplando la estepa con la chaqueta acolchada sobre los hombros. Fuera, todo estaba aún frío y oscuro, pero la tierra iba aclarándose gradualmente, la mañana cobraba fuerza.

El día prometía ser nuboso, posiblemente con nieve, aunque en el cielo se veían algunos claros...

Sí, habían llegado ya a las tierras de Sary-Ozeki, nevadas en invierno, cubiertas de montones de nieve, pero que el ojo atento podía reconocer por sus perfiles –colinas, barrancos, poblados, los primeros humos sobre los tejados– conocidos por viajes anteriores. Aquellos techos ajenos, con humo invernal saliendo por las chimeneas, le parecían familiares. Pronto debía llegar la estación de Kumbel, y de allí, en unas tres horas, el apartadero de Boranly-Buránny. Podía decirse que estaba muy cerca; hasta aquí, hasta estos lugares, viajaban Yediguéi y Kazangap en camello cuando era necesario: funerales, bodas... En esta hora temprana, por ejemplo, alguien iba montado en un camello pardo con una gran gorra de pieles, un gran gorro de orejeras de piel de zorra, y Abutalip se pegó a la reja: y si fuera alguno de los suyos... ¿Y si, por alguna razón, Yediguéi se encontrara allí con su Karanar? No le costaría nada recorrer un centenar de kilómetros en su poderoso camello, que corría como deben de correr las jirafas en algún lugar de África...

Sin darse cuenta, Abutalip cedió a las exigencias de su estado de ánimo y empezó a prepararse como si debiera bajar del tren. Se calzó las botas un par de veces, se enrolló incluso las bandas de los pies, recogió las cosas en la mochila. Y se dispuso a esperar. Pero no podía quedarse sentado: consiguió que la escolta le permitiera lavarse en el retrete antes de la hora establecida, y de nuevo, al volver al departamento, no sabía en qué ocuparse.

El tren corría por las estepas de Sary-Ozeki... Abutalip permanecía sentado con las manos juntas, estrechadas entre las rodillas, intentando calmarse. Sólo de vez en cuando se permitía mirar por la ventanilla.

En la estación de Kumbel el tren hizo una parada de siete minutos. Allí todo era familiar. Incluso los trenes de mercancías y de pasajeros que se cruzaban con el suyo en las vías de esta estación, y que luego partían en diferentes direcciones, le parecían queridos y familiares, pues hacía poco que habían pasado por Boranly-Buránny, donde vivían sus hijos y su esposa. Eso bastaba para que amara aun a los objetos inanimados.

Mas he aquí que su tren se puso de nuevo en camino, y mientras iba a lo largo del andén, mientras salía de los límites de la estación, Abutalip tuvo tiempo de contemplar las caras de los habitantes del lugar, que le parecían conocidas. Sí, sí, no había duda que los conocía, que conocía a estos habitantes de Kumbel que acababa de ver, sí, y ellos con toda seguridad conocían a los antiguos habitantes de Boranly, a Kazangap, a Yediguéi y a sus hijos, pues el hijo de Kazangap, Sabitzhán, había sido alumno de la escuela local y ahora estudiaba en el instituto...

Dejando atrás las vías de la estación, el tren iba adquiriendo velocidad y corría cada vez más deprisa. Abutalip recordó el día que estuvo allí con los críos en busca de sandías, el que fue en busca del árbol de Año Nuevo y por otros diversos asuntos...

Casi no tocó la comida que le dieron por la mañana. Pensaba continuamente que faltaba muy poco para llegar al apartadero de Boranly-Buránny, un par de horas y pico, y temía que nevara, que se levantara la ventisca, y entonces Zaripa y los niños estarían en casa, y naturalmente no los vería ni siquiera de lejos...

«Dios mío –pensaba Abutalip–, déjate de nieve por esta vez. Espera un poco. Tiempo tendrás después para ello. ¿Me oyes? ¡Te lo suplico!» Hecho un ovillo, embutiendo las manos juntas entre las rodillas, Abutalip intentaba concentrarse, hacer acopio de paciencia, recluirse en su interior para no obstaculizar su petición, para esperar lo que había pedido al destino: ver por la ventanilla del vagón a su esposa y a sus hijos. Y si ellos pudieran verle... Por la mañana, cuando se lavaba en el retrete con un guardia tras la puerta, se había mirado en el verdoso espejo colocado encima de la pila y había advertido que estaba pálido y amarillo como un difunto, ni en el cautiverio estuvo tan amarillo, y tenía canas, y sus ojos ya no eran los mismos, estaban apagados de dolor, y profundas arrugas rayaban su frente... Y en realidad, no cabía pensar aún en la vejez... Si le vieran sus hijos Daúl y Ermek, o su esposa Zaripa, difícilmente lo reconocerían, se asustarían, quizá. Pero luego con toda seguridad se alegrarían, y le bastaría volver con la familia, encontrar la paz junto a los niños y la esposa, para volver a ser de nuevo como antes...