Mientras pensaba en estas cosas, Abutalip iba mirando por la ventanilla. De nuevo un lugar conocido: unas colinas con una depresión en medio. En otro tiempo había soñado con ir allí con los niños de Boranly, para que se hartaran de correr de colina a colina, como de ola en ola, chillando alegremente.
En aquel momento retumbó con decisión la llave de la puerta del departamento celular, se abrió de par en par, y en el umbral aparecieron dos guardianes.
–¡Ven al interrogatorio! –ordenó el de más autoridad. –¿Cómo al interrogatorio? ¿Para qué? –se le escapó a Abutalip involuntariamente.
Uno de los guardias, perplejo, incluso se acercó a éclass="underline" no fuera que estuviera enfermo:
–¿Qué significa «para qué»? ¿No lo comprendes? ¡Que vengas al interrogatorio!
Abutalip, desesperado, bajó la cabeza. Se habría precipitado por la ventanilla sin reflexionar, la habría roto como una piedra lanzándose hacia fuera, pero en la ventana había una reja... tuvo que someterse. Era evidente que no vería, pegado a la ventana, lo que tanto ansiaba ver. Abutalip se levantó lentamente como el hombre que lleva una pesada carga y, acompañado por el guardia, fue al departamento de Tansykbáyev como quien va a la horca. Pese a todo, centelleaba fugazmente una última esperanza: había por delante hora y media de camino, quizá el interrogatorio terminara antes. Era la única esperanza que le quedaba. Hasta el departamento de Tansykbáyev no había más que cuatro pasos. Abutalip empleó largo tiempo en recorrer estos cuatro pasos. El otro ya le esperaba.
–Entra, Kuttybáyev, charlaremos, trabajaremos –dijo Tansykbáyev manteniendo la severidad en el rostro y en la voz, aunque, pese a ello, acariciándose satisfecho la cara recién afeitada, frotada con agua de colonia. Y fijó en Abutalip sus ojos penetrantes–. Siéntate. Te permito que te sientes. Será más cómodo para ti y para mí.
Los guardias se quedaron tras la puerta cerrada, dispuestos a presentarse inmediatamente a la primera llamada. Matar a Ojos de Halcón era imposible. Aunque por ninguna parte se veían botellas ni vasos, Ojos de Halcón, como es natural, no desdeñaba beber cuando se presentaba la ocasión. Lo atestiguaba el olor a vodka y a entremeses que reinaba en el departamento.
Por su parte, el tren seguía su marcha como antes, cortando con su movimiento la estepa de Sary-Ozeki, y cada vez quedaba menos camino hasta el apartadero de Boranly-Buránny. Tansykbáyev no tenía prisa, releía sus notas, revolvía sus papeles. Abutalip no podía contenerse, languidecía, y en pocos minutos se encontró desfallecido, tan dura era para él esta llamada al interrogatorio. Y dijo a Tansykbáyev:
–Estoy esperando, ciudadano jefe.
Tansykbáyev levantó asombrado los ojos:
–¿Estás esperando? –preguntó desconcertado–. ¿Qué esperas?
Espero el interrogatorio. Las preguntas...
–¡Ah, conque es eso! –Tansykbáyev alargó las palabras ahogando la sensación de triunfo que se encendía en él–. Bueno, eso no está mal, Kuttybáyev, te diré una cosa: no está nada mal que un acusado, por propia iniciativa, como suele decirse, por propia voluntad, arrepentido, espere el interrogatorio para responder a la encuesta... O sea, que tienes algo que decir, tienes algo que descubrir a los órganos de la investigación. ¿No es así? –Tansykbáyev comprendió que aquel día era conveniente llevar de este modo el interrogatorio, cambiando el tono amenazador por otro de falsa benevolencia–. O sea que ya eres consciente –prosiguió– de cuál es tu culpa, y deseas ayudar a los órganos de la investigación en su lucha contra los enemigos del régimen soviético aun en el caso de que tú mismo hayas sido uno de estos enemigos. Lo importante es que para todos nosotros, tú incluido, el régimen soviético sea ante todo lo más apreciado, más que el padre y la madre, aunque, naturalmente, cada uno lo apreciará a su manera –hizo una pausa, satisfecho, y añadió–: Siempre he pensado que eras un hombre sensato, Kuttybáyev. Siempre he tenido la esperanza de que tú y yo encontraríamos un lenguaje común. ¿Por qué guardas silencio?
–No lo sé –respondió vagamente Abutalip–, no comprendo de qué soy culpable –añadió mirando a hurtadillas la ventanilla del vagón. El tren corría con energía, y la estepa de Sary-Ozeki huía para atrás bajo el sombrío cielo a una velocidad de vértigo, como en el cine mudo.
–Te diré una cosa. Seremos sinceros –continuó Tansykbáyev–. Si te llevamos como un rey en un vagón especial no es por casualidad. No se suele hacer porque sí. Por un quítame allá esas pajas no se lleva a la gente en un departamento aparte. Por lo tanto, eres una persona importante en el sumario. Mucho es lo que depende de ti. Y tienes una responsabilidad especial. Piénsalo. Piénsalo y no poco. Y ahora escucha lo que voy a decirte. Avanzada la noche llegaremos a Orenburg, es decir, a Chkálov. Nos están esperando. Es el primer punto. Allí, sabes, viven dos de tus cómplices: Aleksandr Ivánovich Popov y el tártaro Jamid Seifulin. Ambos se encuentran ya bajo arresto. Por cierto, gracias a tus declaraciones. Y ambos han confesado que estuvieron presos contigo en Baviera y que luego os fugasteis juntos, por cierto en extrañas circunstancias: por alguna razón, sólo vuestra brigada consiguió huir de la cantera, en esto todavía hemos de atar cabos. Luego trabajasteis en Yugoslavia. Ambos han declarado que estuvisteis en el encuentro con la misión inglesa. Sabes muy bien de qué estoy hablando. Lo has escrito en tus memorias. Hay que confesar que están escritas de un modo muy curioso. Sabemos que Popov era el espía residente y Seifulin su sustituto, su mano derecha. Naturalmente, tú, Kuttybáyev, no eras el primer violín en la red de espionaje, por esto se aliviará tu suerte si cooperas en la investigación.
–¿Qué red de espionaje? Ya he dicho que no los he visto desde el año cuarenta y cinco, desde que terminó la guerra –intervino Abutalip.
Esto no importa. No importa nada. No era necesario verse personalmente, cara a cara. Alguien actuaba de enlace. Bueno, ese amante de la verdad, por ejemplo, ese Yediguéi Zhangueldín, ¿no viajaba a Orenburg o a alguna otra parte? Pues bien, pudo ser que os relacionarais a través de alguien. Piénsalo.
–Si digo que Yediguéi iba a Orenburg en su camello, ¿será suficiente? –no pudo contenerse Abutalip.
–Ya vuelves a las andadas, Kuttybáyev. Te estoy tratando con mucha consideración, pero tú ya me haces ascos. La resistencia sólo puede perjudicarte. Por lo que respecta a Yediguéi puedes estar tranquilo. Si es necesario lo detendremos, camello incluido. Si quieres que no lo toquemos no te andes con rodeos durante el careo.
La locomotora dio una larga y fuerte señal al tren que venía a su encuentro. Su poderoso silbido pasó penosamente por el corazón de Abutalip. Cada vez quedaba menos tiempo hasta el apartadero de Boranly-Buránny. El curso de los razonamientos de Ojos de Halcónhorrorizaba a Abutalip. Con una fuerza como aquélla nada había imposible en el país. Pero en aquel momento lo que más agobiaba a Abutalip era la extraordinaria locuacidad que se había apoderado de Tansykbáyev, el cual no se disponía a terminar el interrogatorio.
–Muy bien –rompió el silencio Tansykbáyev apartando los papeles y levantando los ojos hasta Abutalip–. Estoy seguro de que nos comprenderemos, en ello estriba tu salvación. El careo en Orenburg determinará lo principaclass="underline" o cooperas conmigo o haré que lo lamentes cuando te impongan una reclusión cuádruple, o quizá la horca. Tú ya comprendes el porqué de las cosas. Llegaremos hasta el mismo Tito, al que servisteis todos estos años. El propio Iósif Vissariónovich estará al tanto de los procesos. Nadie quedará sin castigo, vamos a extirparlos implacablemente. De modo que, amigo mío, da gracias al destino de que yo no te quiera mal. Pero tú también debes corresponder. ¿Comprendes de lo que estoy hablando?