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Abutalip callaba. Contaba mentalmente, con el frío en el corazón, los minutos que faltaban para llegar al apartadero. Por lo visto no tendría ocasión de ver a los suyos ni siquiera por la ventanilla. Este pensamiento le taladraba el cerebro.

–¿Por qué te callas? Te he preguntado si sabías de lo que te estaba hablando –inquirió Tansykbáyev.

Abutalip asintió con la cabeza. Naturalmente, comprendía de lo que le estaban hablando.

–¡Bueno, así debiste hacerlo hace tiempo! –Tansykbáyev interpretó el movimiento de cabeza como signo de aceptación, se levantó, se dirigió a Abutalip y hasta le puso la mano sobre el hombro–. Ya sabía que eras un buen mozo nada tonto, que encontrarías el verdadero camino. O sea, que estamos de acuerdo. No te quepa la menor duda. Hazlo todo como yo te diga. Lo más importante es que no te pongas nervioso en el careo, mírales a los ojos y dilo todo tal como es. Popov es espía residente desde mil novecientos cuarenta y cuatro, reclutado por el espionaje inglés, antes de su repatriación estuvo en una reunión con el propio Tito, tiene una tarea a largo plazo para el caso de que haya agitación. Es todo, con esto basta. Bien, y por lo que respecta al tártaro Seifulin, pues lo siguiente: Seifulin es la mano derecha de Popov. Es todo, con esto basta. El resto lo haremos nosotros. Haz esta declaración y no tengas dudas. Nada te amenaza. Absolutamente nada. No te fallaré. Las cosas son así. Con los enemigos gastamos pocas palabras, a los enemigos los liquidamos. Pero con los amigos cooperamos, les hacemos una rebaja. Recuérdalo. Y recuerda también que soy poco amigo de bromas. ¿Por qué estás tan pálido? Pareces sudoroso, ¿qué te pasa, te encuentras mal? ¿Hace demasiado calor aquí?

–Sí, me siento mal –dijo Abutalip venciendo un ataque de mareo y náusea, como si le hubiera intoxicado una comida en mal estado.

–Bueno, si es así, no te retengo más. Ve a tu celda y descansa hasta Orenburg. Pero en Orenburg que estés tieso como un palo. ¿Lo has comprendido? Que no haya vacilaciones durante el careo. Nada de «no recuerdo, no sé, lo he olvidado» y demás... Expónlo todo tal como es y basta. Lo demás no debe preocuparte. El resto lo haremos nosotros. Eso. Ahora no vamos a escribir nada, ve a descansar, y en el resumen del careo de Orenburg ya firmaremos los papeles como es debido. Firmarás tus declaraciones. Y ahora ve. Considero que nos hemos puesto de acuerdo en todo –con estas palabras Tansykbáyev envió a Abutalip a su departamento-celda.

A partir de este momento empezó para Abutalip una vida un tanto especial, como una nueva etapa. Le parecía que el tren había acelerado la marcha. Ante la ventanilla pasaban fugaz e impetuosamente lugares muy conocidos; hasta Boranly-Buránny faltaban contados minutos. Era preciso tranquilizarse, dominarse y esperar, estar preparado para cualquier eventualidad que se le presentara, pero ante todo era preciso medir la velocidad del tren. «Conviene que el tren vaya más lentamente», pensó Abutalip, como conjurando a cierta fuerza, y pronto advirtió, o por lo menos se lo pareció, que el tren disminuía su velocidad: el irritante centelleo de la ventana había cesado. Y entonces se dijo: «¡Todo ocurrirá como yo pida!», y se tranquilizó un poco, dejó de jadear; se dispuso a esperar pegado a la ventanilla enrejada.

El tren, efectivamente, se acercaba al apartadero de BoranlyBuránny, donde la marginación empujara a Abutalip, donde se aclimatara y donde soñara pasar las adversidades de la historia mientras crecían sus hijos. Pero tampoco esto se realizaría. La familia había quedado abandonada al arbitrio de la suerte, y él pasaba ahora por su lado en un vagón celular.

Abutalip miraba por la ventanilla con tanta tensión como si lo que viera fuera algo que debiera recordar toda su vida, hasta el último suspiro, hasta la última luz de sus ojos. Y todo cuanto veía en aquella hora, poco antes del mediodía de un febrero invernal –montones de nieve, claros junto al ferrocarril, estepa desnuda en ciertos lugares y nevada en otros– lo percibía como una visión sagrada, con palpitaciones, súplicas y amor. Una colina, una quebrada, el sendero que recorrían Zaripa y él con la pala al hombro cuando iban a reparar los caminos, el pequeño despoblado por donde en verano corría la chiquillería de Boranly, y también sus hijos Daúl y Ermek... Un grupo de camellos, y más allá otra pareja de estos animales; uno de ellos, el Karanarde Yediguéi, que se podía distinguir de lejos, siempre tan poderoso, se dirigía sin prisas a alguna parte. Pero qué es esto, de pronto empezaba a nevar, los copos de nieve se agitaban en el aire ante la ventanilla, sí, claro, en realidad el cielo estaba ya hinchado de nubes por la mañana, por lo tanto haría mal tiempo, pero la nieve podía haber esperado un poquito, sólo un poquito, pues ya se divisaban los corrales de los camellos y el primer techo con su chimenea humeante, y allí estaba la aguja y el tren pasaba a la vía de reserva, las ruedas repiqueteaban en las juntas, y el guardagujas de la garita, con el banderín en la mano, pero si era Kazangap, nudoso como un árbol seco; oh Dios, pasaba rápidamente la garita de Kazangap, el tren seguía adelante, junto al poblado: allí estaban las casitas, sus techos y ventanas, alguien entraba en una casa, Abutalip sólo vio su espalda, y alguien manejaba unas perchas y unas tablas construyendo algo para los niños. Yediguéi, sí, era él, Yediguéi, con su chaqueta acolchada, arremangado, a su lado la hijita, y con ella Ermek, sí, mi Ermek querido, mi querido hijo le entregaba algo recogido del suelo, oh Dios, su cara sólo había aparecido fugazmente, y dónde estaba Daúl, dónde Zaripa. Pasaba una mujer embarazada, la esposa de Saúl, el jefe del apartadero, y allí estaba también Zaripa con el pañuelo de la cabeza caído sobre los hombros, Zaripa y Daúl, ella llevaba al hijo mayor de la mano, iban donde Yediguéi y los chicos construían algo, caminaban sin saber que Abutalip se cerraba convulsa-mente la boca con el puño para no gritar, para no aullar salvaje y desesperadamente: «¡Zaripa! ¡Querida! ¡Daúl! ¡Daúl, hijo mío! ¡Soy yo! ¡Os veo por última vez! ¡Adiós! ¡Daúl! ¡Ermek! ¡Adiós! ¡No me olvidéis! ¡No puedo vivir sin vosotros! ¡Me moriré sin vosotros, sin mis queridos hijos, sin mi amada esposa!

»¡Adiós!»

Y cuando el tren ya hacía rato que había dejado atrás el tan esperado apartadero de Boranly-Buránny, todo lo visto en el centelleo de un instante surgía de nuevo, una y otra vez, ante la vista de Abutalip. Y ante la ventanilla nevaba ya densa y abundantemente, todo había quedado atrás hacía rato, pero para Abutalip Kuttybáyev el tiempo se había detenido en el espacio recorrido, en aquel fragmento de camino que contenía todo el dolor y todo el sentido de su vida.

Y ya no pudo separarse de la ventanilla, aunque era absurdo mirar por ella a causa de la nieve. Y se quedó pegado a la ventanilla, impresionado al constatar que, aunque no aceptaba la injusticia que le imponían, se veía forzado a someterse a la voluntad de otro, a pasar junto a su esposa y sus hijos calladamente, a hurtadillas, pues a ello le obligaba esa fuerza que le había privado de la libertad, y él, en lugar de saltar del tren, de presentarse, de correr abiertamente hacia la familia que le echaba de menos, había estado mirando por la ventanilla, humillado y mísero, y había permitido que Tansykbáyev le tratara como a un perro al que se ordena que se siente en un rincón y no se mueva. Y para sosegarse de alguna manera, Abutalip se dio palabra de algo que no pronunció pero sí comprendió...