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Abutalip bebía ahora hasta el fondo la amarga dulzura de aquel encuentro pasajero. Era lo único que quedaba al alcance de sus fuerzas, lo único que quedaba de su libertad: resucitar una y otra vez lo que había visto, detalladamente, hasta en las minucias. Que había visto primero a Kazangap, siempre el mismo, con su sempiterno banderín en la nervuda mano, en su puesto de siempre (la de trenes a los que habría dado paso en su vida, de pie en uno u otro extremo del apartadero); y que luego habían pasado las casitas de Boranly, los corrales del ganado, los humos de las chimeneas, y después, que estuvo a punto de atragantarle su propio grito, su desesperación, y que consiguió encerrar en la boca este grito al ver a Ermek entre la chiquillería, al lado de Burani Yediguéi, que construía algo para los niños y que era el hombre fiel que había quedado en el mundo como una roca, tal como era. Ermek entregaba una tabla y alguna otra cosa a Yediguéi, tan bien dispuesto con los niños, grueso, moreno de cara, con la chaqueta acolchada arremangada, con sus botas de cuero artificial, y el niño con la vieja gorra de invierno y sus botas de fieltro. Y Zaripa iba hacia ellos con Daúl. Pobre y querida Zaripa, la había visto muy de cerca, el pañuelo se le había caído sobre los hombros dejando al descubierto sus negros y ondulados cabellos, y su cara pálida, tan conmovedora y deseada. El abrigo desabrochado, las rudas botas que le había comprado él, la inclinación de la cabeza hacia su hijo –le estaba diciendo algo–, todo esto, infinitamente próximo, querido, inolvidable, continuó acompañando largo rato a Abutalip en su despedida mental después del encuentro... Y nada podía reemplazar esta pérdida, nada, nunca...

Estuvo nevando todo el camino, la ventisca barría y arremolinaba la nieve. En una de las estaciones, antes de Orenburg, el tren se detuvo una hora entera: limpiaban las vías de montones de nieve... Se oían voces, la gente trabajaba maldiciendo el mal tiempo y todo lo de este mundo. Luego el tren se puso de nuevo en marcha y anduvo envuelto en los torbellinos de la nevasca. Estuvieron largo rato para entrar en Orenburg, los árboles del camino se alzaban vagamente en forma de negros, silenciosos y retorcidos troncos, como el árbol seco de un cementerio abandonado. Prácticamente, no podía verse ni la ciudad. En la estación de clasificaciones volvieron a parar largo rato durante la noche: desenganchaban el vagón especial. Abutalip lo comprendió por los topetazos de los vagones, por los gritos de los enganchadores, por los silbidos de las locomotoras de maniobras. Luego, arrastraron el vagón a cierta parte, seguramente a una vía muerta.

Era ya muy avanzada la noche cuando el vagón especial fue colocado en el lugar que le habían destinado. El último topetazo, la última orden desde abajo: «¡Muy bien! ¡Dejadlo!». El vagón quedó como clavado en el suelo.

–¡Bueno, eso es todo! ¡Prepárate! ¡Sal, preso! –ordenó el celador jefe a Abutalip abriendo la puerta del departamento–. ¡No te demores! ¡Sal! ¿Te has dormido? ¡A tragar aire fresco!

Abutalip se levantó lentamente, fue hacia él, acercándose hasta casi tocarlo, y dijo con aire. de renuncia:

–Estoy dispuesto. ¿Dónde hay que ir?

–Si estás dispuesto, ¡camina! La escolta te indicará dónde hay que ir –el vigilante dejó que Abutalip saliera al pasillo, pero luego, sorprendido e indignado, chilló deteniéndolo–: ¿Y te dejas la mochila, eh? ¿Dónde vas? ¿Por qué no tomas la mochila? ¿O quieres que llamemos a un mozo de cuerda para ti? ¡Vuelve y toma tu equipaje!

Abutalip volvió al departamento y tomó a disgusto la mochila olvidada. Cuando volvió a salir al pasillo a punto estuvo de tropezar con dos miembros del servicio local que iban por el vagón con aire apresurado y preocupado.

–¡Deténte! –el vigilante empujó a Abutalip contra la pared–. ¡Deja paso! Que pasen los camaradas.

Al salir del vagón, Abutalip oyó que aquellos dos hombres llamaban a la puerta del departamento de Tansykbáyev.

–¡Camarada Tansykbáyev! –llegaron sus voces agitadas–. ¡Bienvenido! ¡Le esperábamos con impaciencia! ¡Con qué impaciencia! Tenemos aquí una buena nevada. ¡Disculpe! ¡Permita que nos presentemos, camarada comandante!

La escolta armada –tres hombres con gorras de orejeras y uniforme de soldado– estaba abajo esperando al preso, a quien tenían orden de conducir a un coche cerrado a través de las vías.

–¡Anda, baja! ¿Qué esperas? –le apresuró uno de los hombres de escolta.

Acompañado por el vigilante, Abutalip descendió en silencio los peldaños del vagón. Se respiraba un aire frío muy vivo, caía polvo de nieve. Las manillas heladas le cortaban cruelmente la mano. Oscuridad rota por las luces de las vías de una estación desconocida, maraña de raíles barridos por la ventisca, inquietantes silbidos de las máquinas de maniobras.

–¡Entrego al preso número noventa y siete! –informó el vigilante a la escolta.

–¡Tomo al preso número noventa y siete! –respondió como un eco el jefe de la escolta.

–¡Listos! ¡Andando donde te manden! –dijo a Abutalip el vigilante como despedida. Y luego añadió sin saber por qué–: Allí te meterán en un coche y te llevarán...

Abutalip avanzó bajo escolta por las vías, saltando al azar los raíles y las traviesas. Caminaban hundiéndose en la nieve. Abutalip llevaba la mochila al hombro. Ora aquí, ora allá, sonaban los silbidos de las locomotoras del turno de noche.

Los colegas de Orenburg habían acudido al departamento de Tansykbáyev para llevarlo a un hotel; no obstante, se quedaron un poco para celebrar su llegada. Dispuestos a entablar amistad, los colegas propusieron beber y tomar alguna cosa allí mismo, en el departamento, tanto más por ser de noche y hora no laboral. Quién no habría aceptado. Durante la conversación, Tansykbáyev juzgó posible decir que el asunto estaba en vías de arreglo, que podían estar seguros del éxito del careo, motivo por el cual habían venido de Alma-Atá.

Los colegas pronto se hicieron amigos. Estaban conversando animadamente cuando sonaron en el exterior unas voces excitadas y el ruido de pasos por el pasillo del vagón. El vigilante y un soldado de escolta irrumpieron en el departamento. El soldado estaba ensangrentado. Con la cara horrorosamente alterada, saludó a Tansykbáyev y gritó:

–El preso número noventa y siete ha muerto!

–¿Cómo que ha muerto? –saltó fuera de sí Tansykbáyev–. ¿Qué significa muerto?

–¡Se ha arrojado bajo una locomotora! –precisó el vigilante jefe.

–¿Qué significa que se arrojó? ¿Cómo se arrojó? –Tansykbáyev sacudió furioso al vigilante.

Cuando llegamos a las vías, las máquinas de maniobras se movían a derecha e izquierda –empezó a explicar confusamente el soldado–. Estaban moviendo un convoy. De acá para allá... Nos detuvimos a esperar que pasara... Y el preso blandió de pronto la mochila, me golpeó en la cabeza y se echó directamente bajo la máquina, bajo las ruedas...