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Para el gran público, la intención era declarar que los trabajos del programa «Demiurg» se detenían por un tiempo indeterminado debido a la necesidad de prospecciones y correcciones básicas en el planeta Iks.

Todo estaba cuidadosamente previsto. Y todo debía ponerse en práctica inmediatamente después del urgente establecimiento del «Anillo» alrededor del globo terrestre.

Antes de ello, inmediatamente después de la reunión de las comisiones, todos los documentos, todos los códigos, toda la información de los ex paritet-cosmonautas, todas las actas, todos los filmes y papeles que tuvieran cualquier relación con aquella triste historia, fueron destruidos.

En el océano Pacífico, al sur de las Aleutianas, iba muriendo el día. El tiempo continuaba siendo, como antes, relativamente soportable. Sin embargo, la agitación del océano iba creciendo gradualmente. Se oía ya el retumbar de las olas, que hervían por todas partes.

El personal del ala de aviación del portaviones esperaba tensamente la salida de los miembros de la comisión plenipotenciaria hacia los aviones al terminar la reunión. Al fin, salieron todos. Se despidieron. Unos fueron a uno de los aviones y otros a otro.

El despegue fue perfecto a pesar del balanceo. Uno de los aviones salió rumbo a San Francisco; el otro hacia la parte opuesta, hacia Vladivostok.

Bañándose en los vientos de las alturas, la Tierra seguía sus eternos círculos. La Tierra flotaba... Era un pequeño granito de arena en la inconmensurable infinitud del universo. Granitos de arena como ése los había en gran cantidad en el universo. Pero sólo en éste, en el planeta Tierra, vivía y existía gente. Vivían como podían y como sabían, y a veces, traspasados de curiosidad, intentaban conocer si había en otros lugares seres semejantes a ellos. Discutían, elaboraban hipótesis, desembarcaban en la Luna, enviaban aparatos automáticos a otros cuerpos celestes, pero cada vez se convencían con amargura de que en ninguna parte de los alrededores del sistema solar había nadie ni nada semejante a ellos, ni ningún tipo de vida. Luego se olvidaron de ello, tenían otras preocupaciones, no era fácil vivir y estar de acuerdo entre sí, y además, costaba trabajo conseguir el pan de cada día... Muchos consideraban que aquél no era su problema. Y la Tierra iba rodando por sí misma...

Todo aquel mes de enero había sido muy frío y brumoso. ¿De dónde vendría tanto frío a Sary-Ozeki? Los trenes iban con los bujes helados, puestos al rojo blanco por el crudo frío. Tras la ventisca y la helada resultaba curioso ver las negras cisternas de petróleo detenerse en el apartadero formando una fila completamente blanca. Para los trenes tampoco resultaba fácil ponerse en marcha. Enganchadas a pares, las locomotoras, como arrimando los dos hombros, estaban un rato dando tirones para, literalmente, arrancar las ruedas, pegadas por el hielo a los raíles. Y estos esfuerzos de las locomotoras, se oían en el aire desde muy lejos en forma de chirriante retumbar de hierro. Por las noches, los niños de Boranly despertaban asustados por ese ruido.

Y entonces también empezaron las obstrucciones de nieve en las vías. Todo se conjuraba. Los vientos andaban locos. En Sary-Ozeki todo el espacio era abierto y nadie podía adivinar por qué lado golpearía la ventisca. Y a los de Boranly les parecía que el viento intentaba echar la nieve precisamente sobre la línea del ferrocarril. No hacía sino esperar el menor descanso para caer sobre ellos, levantar la ventisca y cubrir las vías con pesados montones de nieve.

Yediguéi, Kazangap y otros tres obreros no hacían otra cosa que correr de un lado para otro limpiando las vías del tramo, ora aquí, ora allá, ora de nuevo acá. Los trineos de camellos les sacaban de apuros. Trasladaban la pesada capa superior del obstáculo al borde de la vía; el resto tenía que hacerse a mano. Yediguéi no le ahorraba trabajos a Karanary estaba contento con la posibilidad de agotar sus fuerzas, de apaciguar su tumultuoso ímpetu y le enganchaba emparejado con otro de su talla. De esta suerte, arreándolos con el látigo, trasladaba los montones de nieve. Los camellos tiraban de una tabla transversal provista de un contrapeso sobre el que se ponía Yediguéi de pie para sujetar con su propio peso el sistema de arrastre. Entonces no disponían de otros aparatos. Se decía que habían salido ya de las fábricas unos quitanieves especiales, unas locomotoras que lanzaban los montones de nieve por los lados. Les habían prometido enviar pronto esas máquinas, pero de momento las promesas se habían quedado en palabras.

Si durante el verano hubo dos meses en los que el calor tostaba hasta hacer perder el entendimiento, en aquellos momentos respirar el aire helado era terrible, parecía que los pulmones iban a estallar. Y sin embargo, los trenes circulaban y era preciso hacer el trabajo. Aquel invierno, la cara de Yediguéi se cubrió de pelo que, por primera vez, brillaba con algunas motas blancas. Los ojos aparecían abotagados a causa del sueño mal satisfecho. Daba asco verse la cara en el espejo: negra como hierro colado. No se quitaba la pelliza, y encima llevaba continuamente la capa impermeable con capucha. Y botas de fieltro en los pies.

Pero fuera cual fuese el trabajo de Yediguéi, por mal que lo pasara, no se quitaba de la cabeza la historia de Abutalip Kuttybáyev. Era un grito doloroso clavado en su mente. A menudo, Kazangap y él razonaban y hacían elucubraciones sobre cómo había sucedido todo aquello y sobre cómo terminaría. Kazangap solía callarse las más de las veces, con el ceño fruncido, pensando tensamente en sus cosas. Pero un día dijo:

Siempre ha sido así. Hasta que no hayan examinado el asunto... No en vano decían en tiempo antiguo: «El kan no es Dios. No siempre sabe qué hacen los que le rodean, y los que le rodean nada saben de los que piden limosna en el mercado». Siempre ha sido así.

–¡Pero qué dices! ¡Vaya, hombre! Pues sí que eres sabio –se burló de él Yediguéi–. ¡Ya les dieron un buen palo a todos esos kanes! ¡No se trata de eso!

–¿Pues de qué? –preguntó juiciosamente Kazangap.

–¡De qué! ¡De qué! –rezongó irritado Yediguéi, pero al fin no respondió. E iba con esta pregunta atorada en su cerebro sin encontrar respuesta.

Como se sabe, una desgracia nunca viene sola. El mayor de los Kuttybáyev, Daúl, sufrió un fuerte enfriamiento. El niño tenía fiebre y deliraba, le atormentaba la tos, le dolía la garganta. Zaripa decía que tenía anginas. Le trataba con todo género de tabletas. Pero no podía permanecer constantemente junto al niño: trabajaba de guardagujas, tenía que vivir. Estaba de servicio, ora de noche, ora de día. Ukubala tuvo que tomar sobre sí esos cuidados. Con sus dos hijos, más otros dos, ella se arreglaba con los cuatro, pues comprendía en qué terrible situación se encontraba la familia de Abutalip. Yediguéi también ayudaba como podía. A primera hora de la mañana, llevaba a su barraca el carbón del cobertizo, y si le quedaba tiempo, encendía la estufa. Para prender el carbón de piedra hay que tener cierta habilidad. Echaba de una vez un cubo y medio de carbón para que el calor se mantuviera todo el día, para los niños. También llevaba agua del vagón-cisterna, detenido en la vía muerta, y partía la leña para encender el fuego. No le costaba mucho hacer todo esto, lo más difícil era otra cosa. Le resultaba imposible, atormentador e insoportable mirar a los ojos a los hijos de Abutalip y responder a sus preguntas. El mayor estaba enfermo y era un chico con un carácter muy comedido, pero el menor, Ermek, que se parecía a su madre, era vivo, afectuoso, muy sensible y fácil de herir, y con éste todo resultaba difícil. Cuando Yediguéi entraba el carbón por la mañana y encendía la estufa, procuraba no despertar a los niños. Sin embargo, raras veces conseguía salir sin ser notado. Ermek, con su cabecita rizada y negra, en seguida se despertaba. Y su primera pregunta, apenas abría los ojos, era: