–Tío Yediguéi, ¿vendrá pápikahoy?
Y el niño corría hacia él, sin vestirse, descalzo, con una inextirpable esperanza en los ojos, como si bastara con que Yediguéi dijera «sí» para que su padre volviera sin falta y de nuevo estuviera con ellos en casa. Yediguéi lo cogía de una brazada, flacucho, calentito, y de nuevo lo metía en la cama. Le hablaba como a un adulto:
Hoy no sé, Ermek, si vendrá o no tu pápika; desde la estación nos han de comunicar por teléfono en qué tren volverá. Porque los trenes de pasajeros no se detienen aquí, eso ya lo sabes. Sólo cuando lo ordena el jefe de circulación del ferrocarril. Yo creo que dentro de unos días enviará un telegrama. Y entonces, tú y yo, y Daúl, si para entonces ya está curado, iremos a ese tren a recibirle.
–Le diremos: « pápika, aquí estamos nosotros!». ¿No es así? –desarrollaba el niño la invención del adulto.
–¡Claro que sí! Lo haremos de esta manera –le apoyaba con tono animado Yediguéi.
Pero no era tan fácil engatusar al imaginativo niño.
–Tío Yediguéi, podríamos ir, como aquella vez, en un tren de mercancías, todos, a ver al jefe de circulación. Y decirle que detenga aquí el tren en que venga pápika.
Había que salir del paso.
–Pero entonces era verano y hacía calor. ¿Cómo quieres viajar ahora en un tren de mercancías? Hace mucho frío. Y viento. Fíjate cómo se han helado las ventanas. No llegaríamos, nos congelaríamos como carámbanos. No, es muy peligroso.
El niño se callaba, muy triste.
–De momento, quédate en la cama, yo voy a ver a Daúl –encontró la excusa Yediguéi, y se acercó a la cama del enfermo y puso su pesada y nudosa mano sobre la ardiente frente del niño... Éste abrió con dificultad los ojos y sonrió débilmente con los labios pegados por la fiebre. La fiebre se mantenía–. No te destapes. Estás sudando. ¿Me oyes, Daúl? Te vas a enfriar aún más. Y tú, Ermek, tráele el orinal cuando quiera orinar. ¿Me oyes? Para que no se levante. Pronto llegará mamá del servicio. Y tía Ukubala vendrá inmediatamente y os dará de comer. Y cuando Daúl se restablezca vendréis a casa a jugar con Saule y Sharapat. Tengo que ir a trabajar, pues hay tanta nieve que los trenes no pueden pasar –dijo Yediguéi a los niños antes de marcharse.
Pero Ermek era implacable.
–Tío Yediguéi –le dijo cuando éste se encontraba ya en el umbral–. Si hay mucha nieve cuando el tren de pápikase detenga, yo también iré a quitarla. Tengo una pala pequeñita.
Yediguéi salió de la casa con el corazón dolorido y oprimido. Sentía el agravio, la impotencia, la piedad. En aquel momento estaba furioso contra todo el mundo. Y descargó su rabia contra la nieve, el viento, los obstáculos y los camellos, a los que no ahorraba esfuerzos en el trabajo. Trabajaba como una fiera, como si él solo pudiera detener toda la ventisca de Sary-Ozeki...
Y los días pasaban como gotas de agua cayendo con irreversible uniformidad una tras otra. Enero quedaba atrás, y los fríos empezaban a ceder. No había ninguna noticia de Abutalip Kuttybáyev. Perdiéndose en suposiciones Yediguéi y Kazangap, opinando cada cual a su modo los demás hombres. Tanto a uno como a otro les parecía que debían soltarle pronto, no había pasado nada tan terrible, sólo escribía algo para sí mismo, no para ningún otro. Ésta era su esperanza, y la que, como podían, infundían en Zaripa, para que aguantara firme y no se desmoralizara. Ella también comprendía que, por los niños, tenía que ser de piedra. Se encerró en sí misma, sin despegar los labios, y sólo sus ojos brillaban de inquietud. Quién sabe hasta cuándo bastaría su aguante.
En aquel momento, Burani Yediguéi estaba libre del trabajo. Decidió pasear por la estepa y echar una ojeada para ver cómo pastaba la manada de camellos y, sobre todo, cómo se comportaba Karanar. ¿No habría maltratado a algún otro animal del rebaño? Se volvía loco, era la estación. Fue con los esquís, no estaban muy lejos. Volvió temprano. Y se disponía a informar a Kazangap de que todo estaba en orden. Los animales pastaban en el valle de Lijosvost, donde casi no había nieve, pues se la llevaba el viento, y por ello el pasto estaba abierto, no había motivo de inquietud. Pero Yediguéi decidió pasar por su casa para dejar los esquís. La hija mayor, Saule, asomó asustada por la puerta.
–¡Papá, mamá está llorando! –exclamó, y desapareció.
Yediguéi, alarmado, arrojó los esquís y se apresuró a entrar en casa. Ukubala lloraba a lágrima viva, y a Yediguéi se le cortó la respiración.
–¿Qué? ¿Qué ha pasado?
–¡Así sea todo maldito en este maldito mundo! –empezó a recitar ahogándose en sollozos Ukubala.
Yediguéi nunca había visto a su mujer en aquel estado. Ukubala era una mujer fuerte y vivaracha.
–¡Tú, tú tienes la culpa de todo!
–¿De qué? ¿De qué tengo la culpa? –preguntó impresionado Yediguéi.
–Les has contado una sarta de mentiras a esos desgraciados niños. Y hace un momento, ahora mismo, acaba de detenerse un tren de pasajeros para cruzarse con otro que venía en dirección opuesta. Se detuvo y le dejó pasar. ¿Y por qué habrán tenido que cruzarse en nuestro apartadero? Pero los niños de Abutalip, ambos, cuando vieron que se detenía el tren de pasajeros, se precipitaron hacia allí gritando: «¡Papá! iPa'pika! ¡Ha llegado pápika!». ¡Y al tren! Y yo tras ellos. Y ellos corrían de vagón en vagón deshaciéndose en gritos: «¡Papá, pa'pika! ¿Dónde está nuestro pápika?». Pensé que iban a caer bajo el tren. ¡Y ellos corrían por todo el convoy llamando a su padre! Y mientras los alcanzaba, mientras cogía a ése, al pequeño, y agarraba al segundo por la mano, el tren se puso en marcha y partió. Y ellos querían liberarse: «¡Allí va nuestro pápika, no ha tenido tiempo de bajar del tren!». ¡Y lanzaban cada grito! Se me oprimió el corazón, pensé que iba a volverme loca, tales eran sus gritos y su llanto. ¡Ermek lo pasa muy mal! ¡Ve a tranquilizar al niño! ¡Ve! Tú les dijiste que su papá volvería cuando se detuviera un tren de pasajeros. ¡Si hubieras visto lo que ha pasado cuando el tren ha partido sin que apareciera su padre! ¡Si lo hubieras visto! ¿Por qué la vida será de esta manera, por qué une tan terriblemente a un padre con su hijo y a un hijo con su padre? ¿Por qué esos sufrimientos?
Yediguéi fue a verlos como quien va a un suplicio. Y una sola cosa le pedía a Dios: que condescendiera a perdonarle, antes de castigarle por haber engañado involuntariamente a aquellas almas pequeñas y confiadas. Él no les quería causar ningún daño. ¿Qué les diría ahora, cómo responder a sus acusaciones?