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Cuando apareció, Daúl y Ermek, llorosos y con los ojos hinchados hasta lo irreconocible, se echaron a llorar con nueva fuerza, se precipitaron hacia él gimiendo, ahogados en lágrimas, sollozando, llorando, y procuraron explicarle, interrumpiéndose uno a otro, que el tren se había detenido en el apartadero, pero que su padre no había tenido tiempo de bajar, y que él, el tío Yediguéi, parara el tren...

Saguindim papikamdi [25]. ¡ Saguindim papikandi! –gritaba Ermek suplicándole con su aspecto, con su confianza, con su esperanza, con su pena.

–En seguida voy y me entero de todo. Calma, calma, no lloréis. –Yediguéi intentó hacerlos entrar en razón, tranquilizar de alguna manera a aquellos niños deshechos en llanto. Y aún le resultaba más difícil contenerse, no dejarse abatir, no alterar su rostro, para que los niños no vieran en él a un hombre débil e impotente–. Ahora mismo iremos, ¡ahora iremos! –«¿Adónde iremos? ¿Adónde? ¿A quién acudiremos? ¿Qué haremos? ¿Qué hacer?», pensaba al mismo tiempo–. Ahora saldremos y lo pensaremos, hablaremos –prometió Yediguéi algo vago, y murmuró unas palabras incoherentes.

Se acercó a Zaripa. Estaba echada sobre la cama con la cara hundida en la almohada.

–¡Zaripa, Zaripa! –le tocó el hombro Yediguéi.

Pero ella no levantó la cabeza.

–Ahora vamos a salir, caminaremos, vagaremos un poco porlos alrededores y luego echaremos un vistazo a mi casa –le dijo–. Voy a salir con los niños.

Fue lo único que se le ocurrió para tranquilizarlos de alguna manera, para distraerlos, y al propio tiempo para poder reflexionar él mismo. Se montó a Ermek sobre la espalda y tomó a Daúl de la mano. Y echaron a andar sin rumbo a lo largo de la línea del ferrocarril. Burani Yediguéi nunca había experimentado tanta compasión por la desgracia ajena. Sentado sobre sus espaldas, Ermek continuaba sollozando, echando sobre su nuca una respiración apenada y húmeda. Aquel pequeño ser humano, enfermo de tristeza, se pegaba tan confiadamente a él, se agarraba tan confiadamente a sus hombros, y el otro ser se cogía también tan confiado de su mano, que Yediguéi estaba a punto de lanzar un aullido de dolor y compasión por ellos.

Y así caminaron a lo largo de la vía férrea, en medio del desierto Sary-Ozeki, y sólo pasaban los trenes, retumbando, ora en una dirección ora en otra... Llegaban y se marchaban...

Y otra vez Yediguéi se vio obligado a decirles a los niños una mentira. Les dijo que se habían equivocado. Aquel tren que se había detenido casualmente en el apartadero iba en otra dirección, y su pápika tenía que llegar de la parte opuesta. Pero, seguramente, no iría tan pronto. Le habían mandado de marinero a no sé qué mar, y cuando el barco llegara de este pequeño viaje, él volvería a casa. De momento era preciso esperar. En su interior esperaba que esta mentira los ayudaría a resistir hasta que se convirtiera en realidad. Yediguéi no dudaba que Abutalip volvería. Pasaría cierto tiempo, entenderían su caso, y él volvería, no perdería ni un segundo apenas le liberaran. Un padre tan amante de sus hijos no se retrasaría ni un segundo... Y por eso Yediguéi dijo aquella mentira... Conociendo bastante bien a Abutalip, Yediguéi se imaginaba mejor que nadie cómo lo había de pasar aquel hombre separado de su familia. Otra persona quizá no lo sintiera de una forma tan aguda, quizá no sufriera tan duramente aquella separación temporal, ajena a su voluntad, con la esperanza de volver pronto a casa. Sin embargo, para Abutalip –Yediguéi no tenía ninguna duda de ello– representaba el castigo más terrible. Y Yediguéi temía por él. ¿Resistiría? ¿Esperaría a que las cosas siguieran su cauce?

Mientras, Zaripa había escrito varias cartas a los correspondientes organismos pidiendo noticias de su marido y rogando que le comunicaran si podía tener una entrevista con él. De momento no había llegado ninguna respuesta. Kazangap y Yediguéi también se devanaban los sesos. Sin embargo, la gente sencilla se inclinaba a explicar esta situación por el hecho de que en el apartadero de Boranly-Buránny no había servicio postal directo. Era preciso entregar las cartas en la estación de Kumbel a través de otra persona o llevándolas personalmente. La llegada del correo también era a través de Kumbel, y asimismo gracias a los buenos oficios de otra persona... Y este medio de comunicación, como se sabe, no siempre es el más rápido.

Así pues, un día sucedió...

En los últimos días de febrero, Kazangap fue a Kumbel a visitar a Sabitzhán en el internado. Fue a lomos de su camello. En invierno se pasaba demasiado frío en los trenes de mercancías. No se podía entrar en los vagones, estaba prohibido, y en las plataformas abiertas el viento era insoportable. En camello, en cambio, bien abrigado, se podía con buena marcha ir y volver tranquilamente en un día, y hacer allí lo necesario.

Aquel día, Kazangap regresó al caer la tarde. Mientras se apeaba, Yediguéi pensó que Kazangap estaba de malhumor, que parecía sombrío, y que seguramente su hijo habría hecho alguna de las suyas en el internado; además, seguramente estaría cansado de trotar con el camello de acá para allá.

–¿Qué tal el viaje? –le interpeló Yediguéi.

–Bien –respondió sordamente Kazangap, ocupado en sus paquetes. Luego se volvió, y después de pensarlo, dijo–: ¿Estarás dentro de un rato en casa?

–Sí.

–Tengo que hablar contigo. En seguida pasaré a verte.

–Hazlo.

Kazangap no se hizo esperar. Llegó con su Bukéi. Él iba delante, la esposa detrás. Ambos estaban muy preocupados por algo. Kazangap tenía un aspecto cansado, su cuello estaba más alargado, los hombros caídos, el bigote marchito. La gruesa Bukéi respiraba con ahogo, como si el corazón se acelerara tanto que no la dejara respirar.

–Pero qué caras ponéis, ¿no os habréis peleado? –se burló Ukubala–. Habéis venido a hacer las paces. Sentaos.

Si sólo fuera eso –dijo con voz más voluminosa Bukéi, que continuaba respirando pesadamente.

Después de echar una mirada a su alrededor, Kazangap preguntó con interés:

–¿Dónde están vuestras hijas?

–Están con Zaripa, jugando con los niños –respondió Yediguéi–. ¿Qué quieres de ellas?

Traigo malas noticias –anunció Kazangap mirando a Yediguéi y a Ukubala–. Es mejor que de momento no lo sepan los niños. Una gran desgracia. ¡Nuestro Abutalip ha muerto!

Pero ¿qué dices? –exclamó Yediguéi, mientras Ukubala, después de un breve chillido, se tapaba la boca con la mano y se ponía más blanca que la pared.

¡Ha muerto! ¡Ha muerto! ¡Desgraciados niños, desgraciados huérfanos! –recitó Bukéi en un tono medio susurro medio ronquido.

¿Cómo ha muerto? –se aproximó Yediguéi a Kazangap, asustado, sin creer aún lo que oía.

Ha llegado un papel a la estación.

Y todos hicieron entonces una pausa sin mirarse unos a otros.

–¡Ay qué pena! ¡Ay qué pena! –Ukubala se llevó las manos a la cabeza y empezó a gemir balanceándose de un lado a otro. –¿Dónde está ese papel? –preguntó finalmente Yediguéi.