El papel está en su sitio, en la estación –empezó a relatar Kazangap–. Bien, yo estuve en el internado y me dije, vamos, echaremos un vistazo a la estación, a la tiendecita esa de la sala de espera, Bukéi me ha pedido que compre jabón. Apenas llego a la puerta, me sale al encuentro el propio jefe de la estación, Chernov. Bueno, nos saludamos, nos conocemos de antiguo, y él va y me dice: «Ha sido una suerte encontrarte; pasa a mi despacho, tengo una carta, te la llevarás al apartadero». Abrió el despacho y entramos. Sacó de la mesa un sobre con letras de imprenta. «¿Trabajaba Abutalip Kuttybáyev con vosotros en el apartadero?» «Sí», le dije, «¿qué pasa?». «Pues que hace tres días llegó este papel y no tenía con quién mandarlo a Boranly‑Buránny. Toma, entrégalo a su esposa. Es la respuesta a su petición de informes. Según ahí está escrito, el hombre ha muerto», y me dijo una palabra incomprensible. «De un infarto», dijo. «¿Y qué es eso de infarto», le pregunté yo. Y él respondió: «Que se rompe el corazón». Ya veis, estalló su corazón. Me quedé pasmado. Al principio no lo creía. Tomé el papel. Decía: al jefe de la estación de Kumbel que comunique al apartadero de Boranly-Buránny la respuesta oficial para la ciudadana fulana de tal en respuesta a su petición, y seguía diciendo que el procesado Abutalip Kuttybáyev, etc., etc., había muerto de un ataque al corazón. Así estaba escrito. Lo leí, miré al jefe de la estación y no sabía qué hacer. «Ya ves qué cosas», dijo Chernov, y se encogió de hombros. «Toma, llévaselo.» Yo le dije: «No, no tenemos esas costumbres. No quiero ser un mensajero negro. Tiene hijos pequeños, no me atrevo a darles ese golpe, no. Nosotros, los de Boranly, primero nos lo consultamos entre todos y luego decidimos. Alguno de nosotros vendrá especialmente a por este papel y lo llevará como debe llevarse tan dura noticia, que no ha muerto un gorrión sino un hombre, o bien será su propia esposa, Zaripa Kuttybáyev, la que venga en persona a recibir el papel de vuestras manos. Y usted explíquele y cuéntele cómo sucedió todo». Y él me dijo a mí: «Eso es cosa tuya, como quieras. Sólo que yo nada tengo que contar ni que explicar. No conozco ningún detalle. Mi deber es entregar este papel a su destinatario. Eso es todo». «Bien», dije yo, «disculpe, pero que de momento el papel se quede aquí, yo ya lo transmitiré de palabra, y allí nos reuniremos para estudiar la cuestión». «Bien, ten cuidado», me dijo, «tú sabrás mejor que nadie lo que haces». Con eso le dejé, y todo el camino estuve arreando al camello y sufriendo con el corazón: «¿Qué vamos a hacer? ¿Quién tendrá suficiente ánimo para decírselo?».
Kazangap guardó silencio. Yediguéi se encorvó como si la pena se hubiera depositado sobre sus espaldas.
–¿Qué pasará ahora? –preguntó Kazangap, pero nadie le respondió.
–Ya lo sabía yo –movió amargamente la cabeza Yediguéi–. No soportó la separación de los niños. Eso era lo que yo más temía. No soportó la separación. Y la añoranza es algo terrible.
Los niños también echan tanto de menos a su padre que nos faltan las fuerzas para mirarlos. Si hubiera sido otro hombre, digamos, que le hubieran condenado no sé por qué, bueno, pero que le hubiesen condenado, pues nada, habría estado en prisión un año, o dos o lo que fuera, y habría vuelto. Él había estado prisionero de los alemanes, en los campos de concentración había sufrido lo suyo, tampoco fue dulce su permanencia con los guerrilleros, y todos aquellos años estuvo luchando en tierra extraña y no se dejó abatir, porque entonces estaba solo, seguía su camino, no tenía familia. Y ahora, como suele decirse, le han arrancado en carne viva de algo vivo, de lo más querido, de los niños. Y ha sucedido la desgracia...
–Sí, también pienso así –manifestó Kazangap–. No creía que la separación pudiera matar a un hombre. De no ser por eso, con lo joven, inteligente y leído que era, habría esperado a que se arreglara el asunto y le pusieran en libertad. En realidad, no era culpable de nada. Con la mente debió de comprenderlo, pero por lo que se ve, el corazón no resistió. El amor que sentía por sus hijos ha caído sobre su cabeza...
Luego estuvieron aún largo rato sentados examinando la situación, buscando el modo de preparar a Zaripa para aquella noticia, pero por más que pensaron e hicieron suposiciones, todo convergía en un solo punto: la familia había perdido al padre, los niños eran huérfanos, Zaripa viuda, y a eso nada se podía añadir ni quitar. Sin embargo, la proposición más sensata acabó por presentarla Ukubala:
–Que sea la misma Zaripa la que reciba ese papel en la estación. Que sufra este golpe allí, y no aquí con los niños. Y que decida allí, en la estación, lo que tiene que hacer, y también tendrá tiempo de pensarlo en el camino de regreso sobre si los niños deben saberlo, o de momento no es conveniente. Quizá decida esperar a que crezcan un poco más y se olviden un poco de su padre. Es difícil decirlo...
–Dices bien –la apoyó Yediguéi–. Es la madre. Que decida ella misma si tiene que comunicar o no a los niños la muerte de Abutalip. Yo, personalmente, no puedo...
Y Yediguéi no pudo continuar, la lengua no le obedecía,
carraspeó para disolver un acceso de compasión que le oprimía la garganta.
Y cuando llegaron a un acuerdo general, Ukubala le dijo a Kazangap:
–Es preciso, kazajo, que digáis a Zaripa que el jefe de la estación tiene unas cartas para ella. Que han llegado unas respuestas a su demanda de información. Pero que os han pedido que vaya ella personalmente. Y en segundo lugar –continuó–, no es posible enviar a Zaripa sola en un día así. Allí no tiene ni parientes ni amigos. Y el dolor más terrible es la soledad. Tú, Yediguéi, viajarás con ella y estarás a su lado en aquel momento. Quién sabe qué puede suceder con una desgracia tan grande. Dile que tienes que ir a la estación por tus asuntos, y viajáis juntos. Los niños se quedarán aquí en nuestra casa.
–Muy bien –aceptó Yediguéi los argumentos de su mujer–. Mañana le diré a Abílov que es preciso trasladar a Zaripa al hospital de la estación.
En eso quedaron. Pero sólo consiguieron partir para Kumbel dos días después en un tren que se detuvo a petición del jefe del apartadero. Era el 5 de marzo. Burani Yediguéi siempre recordaría aquel día.
Viajaron en un vagón general. Iba lleno de gente diversa, con sus familias, con el inevitable quehacer de un viaje, el hedor de aguardiente, el desordenado deambular, el jugar a cartas hasta el embrutecimiento, los cuchicheos medio ahogados de las mujeres, que se comunicaban unas a otras sus confesiones sobre lo difícil que es la vida, la embriaguez de los maridos, los divorcios, las bodas, los entierros... Aquella gente viajaba lejos. Y les acompañaba todo lo que constituía su vida cotidiana... Zaripa y su acompañante Burani Yediguéi se adhirieron por poco tiempo a sus desgracias y penas.
Naturalmente, Zaripa no se sentía muy tranquila. Sombría e inquieta, guardó silencio durante todo el camino, pensando seguramente qué respuestas la esperarían en el despacho del jefe de la estación. Yediguéi también guardó silencio la mayor parte del tiempo.
Hay, en efecto, gente compasiva y sensible capaz de advertir a primera vista que algo malo le sucede a una persona. Cuando Zaripa se levantó de su sitio y se dirigió a la plataforma, donde permaneció junto a la ventanilla, una mujer rusa, sentada en el banco frente a Yediguéi, dijo mirando con ojos bondadosos, otrora azules y ahora descoloridos por la edad:
–¿Qué pasa, hijito, tienes a tu mujer enferma?