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–Yediguéi se estremeció.

–No es mi esposa sino mi hermana, buena mujer. La llevo al hospital.

–Sí, claro; ya veo que la pobre está sufriendo. Que lo pasa muy mal. En los ojos se refleja un lúgubre pesar. Seguramente, tiene miedo en su interior. Temerá que en el hospital le encuentren alguna terrible enfermedad. ¡Ay, qué vida esta! Si no naces no verás la luz, si naces, no evitarás el sufrimiento. Así son las cosas. Pero el Señor es misericordioso, ella es joven y saldrá adelante, creo yo –dijo, captando y comprendiendo de alguna manera la confusión y la tristeza que se apoderaban de Zaripa cada vez con mayor fuerza a medida que se aproximaban a la estación.

Había una hora y media de viaje hasta Kumbel. A los pasajeros del tren les tenía sin cuidado por qué parajes viajaban aquel día. Sólo preguntaban cuál era la próxima estación. Y el majestuoso Sary-Ozeki se extendía cubierto de nieve aún como un reino silencioso e infinito de espacios desiertos. Pero ya iban apareciendo los primeros reflejos del retroceso del invierno. Mostraban su negrura las calvas de los lugares deshelados de las pendientes, emergían los desiguales bordes de los barrancos, aparecían manchas fugaces en las estribaciones de los montículos, y en todas partes la nieve empezaba a asentarse a efectos del viento húmedo y tibio que se había levantado en la estepa desde la llegada de marzo. Sin embargo, el sol todavía se encerraba tras compactos y bajos nubarrones, grises y acuosos incluso por su aspecto. El invierno aún tenía vida: todavía podía nevar, y hasta podía levantarse una ventisca de última hora...

Yediguéi miraba por la ventanilla sin moverse de su sitio frente a la compasiva anciana y hablando de vez en cuando con ella, pero no se acercó a Zaripa. «Que esté sola –pensó–, que permanezca junto a la ventanilla y reflexione sobre su situación. Quizá algún presentimiento interior le sugiera algo. Es posible que recuerde el otro viaje, el que hicimos a principios del otoño del año pasado, cuando todos juntos, las dos familias con toda la chiquillería, subimos a un mercancías y fuimos a Kumbel a por sandías y melones, y nos sentimos muy felices, pues para los niños aquello fue una fiesta inolvidable.» Parecía haber pasado muy poco tiempo desde entonces. En aquel viaje, Abutalip y Yediguéi se sentaron junto a la puerta entreabierta del vagón, en la corriente de aire, y hablaron de toda clase de temas; los niños revoloteaban a su alrededor, contemplaban las tierras que pasaban volando frente a ellos, mientras las esposas, Zaripa y Ukubala, sostenían también una íntima conversación. Luego fueron de tiendas, pasearon por la plazuela de la estación, estuvieron en el cine, en la peluquería. Los niños comieron helado. Pero lo más tragicómico fue cuando todos juntos no pudieron convencer a Ermek para que se cortara el cabello, el niño temía sin saber por qué el contacto de la maquinilla con su cabeza. Y Yediguéi recordó que en aquel momento apareció Abutalip en la puerta, y que su hijito se precipitó hacia él, y él lo agarró y lo estrechó contra su pecho como protegiéndole instintivamente del peluquero, diciendo que ya cobraría ánimo y lo harían la próxima vez, que de momento podía esperar. El Ermek de los negros rizos continuaba, incluso ahora, con el cabello sin cortar desde que había nacido, pero ahora ya sin padre...

Y de nuevo, por enésima vez, Burani Yediguéi intentó comprender por qué Abutalip Kuttybáyev había muerto sin esperar la solución de su caso. Y otra vez llegó a la única conclusión explicable: la añoranza de sus hijos le había roto el corazón. La separación, cuyo peso no todo el mundo es capaz de comprender, la amarga conciencia de que sus hijos –sin los cuales no sólo no imaginaba la vida sino ni siquiera la respiración– quedaban separados de él, abandonados a los caprichos del destino en un apartadero, en el desierto Sary-Ozeki, sin agua, sólo eso le mató...

Yediguéi pensaba continuamente sobre todo esto, sentado en un banco de la plazuela de la estación, mientras esperaba a Zaripa. Habían convenido que la esperaría allí, en aquel banco, mientras ella iba a buscar los papeles al despacho del jefe de la estación.

Era ya mediodía, pero el tiempo era malo. El cielo bajo y nublado no se había aclarado. De las alturas iban cayendo de vez en cuando cristalitos de nieve, o bien gotas de humedad, que rozaban la cara. Soplaba el viento húmedo de la estepa que olía ya a nieve antigua en fase de deshielo. Yediguéi sentía frío e incomodidad. Habitualmente, gustaba de codearse con la gente, cuando había ocasión, en medio del tumulto y alboroto de la estación; él no iba a ninguna parte ni le preocupaba nada, pero allí contemplaba los trenes, veía cómo descendían los viajeros y cruzaban rápidamente por el andén dando vida a algo semejante al cine: ahora estaba –había llegado un tren–, ahora no estaba –se había marchado el tren.

Pero aquel día nada de eso le interesaba. Se admiraba de la cara firme de las personas, de que fueran tan vulgares, tan indiferentes, tan cansados, tan alejados unos de otros... Además, la música retransmitida por radio, que roncaba por toda la plaza de la estación, provocaba tristeza y abatimiento por su invariable y monótona fiuidez. ¿Qué música era aquélla? Qué lata. Y no se oía la pomposa y majestuosa voz de los locutores. ¡Machacaban sólo con música!

Habían pasado ya veinte minutos, y quizá más, desde que Zaripa desapareciera en el edificio de la estación. Yediguéi empezó a inquietarse, y aunque habían concertado que él la esperaría en aquel banco, precisamente el mismo en el que la última vez se habían sentado con Abutalip y los niños y habían comido helado, decidió ir a buscarla y ver qué pasaba.

Y entonces la vio en la puerta y se estremeció involuntariamente. Su figura destacaba entre la multitud que entraba y salía por su aislamiento de todo cuanto la rodeaba. Su cara estaba mortalmente pálida; caminaba sin mirar a parte alguna, como en sueños, sin tropezar con nada ni con nadie, como si no existiera nada a su alrededor, como en el desierto, manteniendo la cabeza erecta y afligida, como una ciega, y con los labios fuertemente apretados. Yediguéi se levantó al acercarse ella. Daba la impresión de que estaba largo rato acercándose y que aquello era como en sueños, tan horrible y extraña era su aproximación con la mirada vacía. Pasó quizá toda una eternidad, un frío abismo, una oscura distancia de insoportable espera, hasta quellegó a él llevando en la mano aquel mismo papel de sobre compacto con letras de imprenta, como había dicho Kazangap, y una vez allí, dijo despegando los labios:

–¿Lo sabías?

Él bajó lentamente la cabeza.

Zaripa se dejó caer sobre el banco, se tapó la cara con las manos apretándose la cabeza con fuerza como si se le hubiera podido caer deshecha en pedazos y se echó a llorar amargamente, encerrada en sí misma, en su dolor y en su pérdida. Lloraba recogida en un doloroso y convulso ovillo, desaparecía, se hundía y caía cada vez más profundamente en sí misma, en su inconmensurable sufrimiento, y él, sentado a su lado, habría estado dispuesto, como cuando se llevaron a Abutalip, a cambiarse por él y a aceptar sin vacilaciones cualquier tormento con tal de proteger, de librar a aquella mujer de semejante golpe. Comprendía al mismo tiempo que de ninguna manera podía consolarla ni sosegarla hasta que se agotara la primera ensordecedora ola de su desgracia.

Y así estuvieron sentados en el banco de la plaza de la estación. Zaripa lloraba, sollozaba convulsamente, y en cierto momento arrojó sin mirar el arrugado sobre con el malhadado papel. ¿Quién necesitaba ahora aquel papel si él ya no estaba entre los vivos? Pero Yediguéi recogió el sobre y se lo puso en el bolsillo. Luego sacó un pañuelo, y por la fuerza, abriéndole los dedos, obligó a la llorosa Zaripa a tomarlo y a enjugarse las lágrimas. Pero de nada sirvió.