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Y la música de la radio que se derramaba por la estación era, como si lo supiera, una música fúnebre, infinitamente angustiosa. El cielo de marzo, gris y húmedo, colgaba sobre sus cabezas, el viento fastidiaba el alma con sus ráfagas. Los transeúntes miraban por el rabillo del ojo a la pareja, a Zaripa y a Yediguéi, y pensaban, naturalmente, en su interior: vaya escándalo esa gentecilla. Él la habrá ofendido, seguramente, muy en serio... Pero por lo visto no todos pensaban así.

–Llorad, buena gente... Llorad –sonó a su lado una voz compasiva–. ¡Hemos perdido a un padre querido! ¿Qué va a ser ahora de nosotros?

Yediguéi levantó la cabeza y vio pasar por su lado a una mujer con un viejo uniforme y unas muletas. Una de las piernas se la habían cortado por la misma cadera. La conocía. Había estado en el frente y trabajaba ahora en la taquilla de la estación. La taquillera tenía la cara llena de lágrimas, y caminaba llorando y diciendo: «Llorad. Llorad. ¿Qué va a ser ahora de nosotros?». Y se alejó llorando, moviendo las muletas como de costumbre, con sordo golpeteo, bajo sus hombros anormalmente levantados; después de cada par de golpes, arrastraba la suela de su único pie, que iba desgastando hasta el fin una vieja bota de soldado...

El sentido de sus palabras llegó a Yediguéi cuando vio que se congregaban muchas personas a la entrada de la estación. Con la cabeza levantada, contemplaban cómo varios hombres colocaban una escalera de mano y colgaban muy alto, por encima de la puerta, un gran retrato militar de Stalin en un marco negro de luto.

También comprendió por qué la música de la radio era tan melancólica. En otras circunstancias se habría levantado y mezclado entre la gente, enterándose de qué le había sucedido a aquel gran hombre sin el cual nadie imaginaba que pudiera girar la Tierra, pero en aquel momento tenía bastante con su dolor. No pronunció una sola palabra. Tampoco Zaripa estaba para nadie ni para nada...

Y los trenes seguían pasando como estaba dispuesto que ocurriera, sucediera lo que sucediera en el mundo. Media hora después, tenía que pasar por la vía un tren de larga distancia que llevaba el número diecisiete. Como todos los trenes de pasajeros, no se detenía en apartaderos como Boranly-Buránny. Con esta idea se puso en marcha. A nadie podía pasarle por la cabeza que esta vez el diecisiete tendría que detenerse en Boranly-Buránny. Así lo había decidido Yediguéi en su interior, y además lo había decidido firme y tranquilamente. Dijo a Zaripa:

–Tenemos que volver pronto, Zaripa. Queda media hora. Ahora tienes que pensar qué conviene, qué hacer, si comunicarles a los niños la muerte de su padre o esperar por el momento. No voy a consolarte ni a sugerirte nada, tú riges tu propio destino. Ahora eres para ellos un padre y una madre. Pero tienes que pensar en ello durante el viaje. Si decides no decírselo de momento a los niños, tendrás que dominarte. No debes derramar lágrimas ante ellos. ¿Podrás, tendrás suficientes fuerzas? También nosotros tenemos que saber cómo debemos conducirnos con ellos. ¿Lo comprendes? Ése es el problema, ya lo ves.

–Bien, lo comprendo todo –respondió Zaripa entre lágrimas–. Antes de que lleguemos habré concentrado mis pensamientos y te diré qué debemos hacer. Vuelvo en seguida, procuraré dominarme. Vuelvo en seguida...

En el tren de vuelta, las mismas cosas. La gente viajaba amontonada, en una nube de tabaco, surcando el enorme país de extremo a extremo.

Zaripa y Yediguéi fueron a parar a un vagón de compartimentos. Allí había menos pasajeros y se instalaron en el pasillo, junto a la ventanilla, en un extremo, para no molestar a los demás y poder hablar de sus cosas. Yediguéi se sentó en un abatible del pasillo y Zaripa se quedó de pie mirando por la ventana aunque él le había ofrecido el asiento.

–Así estaré mejor –dijo la joven.

En aquel momento, sollozando aún de tarde en tarde, venciéndose a sí misma y asumiendo la desgracia que había caído sobre sus espaldas, Zaripa intentaba concentrarse; mirando por la ventanilla, procuraba pensar por lo menos en el principio de su nueva vida y condición, de su viudez. Si antes tenía la esperanza de que todo aquello se acabaría un buen día como una pesadilla, que tarde o temprano Abutalip regresaría, porque no era posible que no se deshiciera aquel malentendido, y que de nuevo estarían juntos, toda la familia, y que lo demás ya se arreglaría, que encontrarían el medio de sobrevivir por difícil que fuera, de resistir y de educar a sus hijos, ahora carecía de toda esperanza. Tenía ciertamente en qué pensar...

Burani Yediguéi pensaba en lo mismo, porque no podía dejar de preocuparse por la suerte de aquella familia. Así era a fin de cuentas. Sin embargo, consideraba que ahora tenía que estar más sereno y tranquilo que nunca para infundir alguna seguridad en la joven. No la apresuró. E hizo bien. Agotadas las lágrimas, ella misma inició la conversación.

–De momento, tendré que ocultar a los niños que su padre ya no existe –dijo ella con voz entrecortada, tragándose y reteniendo el llanto–. Ahora no podría. Especialmente Ermek... Para qué ese gran afecto, es terrible... ¿Cómo privarlos de sus sueños? ¿Qué será de ellos? Porque sólo viven con esta idea... Esperan, esperan día a día, cada minuto... Con el tiempo, habrá que alejarse de aquí, cambiar de lugar... Que crezcan un poco más. Temo mucho por Ermek. Que crezca, aunque sea sólo un poquito más... Entonces se lo diré, y también ellos lo irán adivinando poco a poco... Pero ahora no, no tengo fuerzas... Porque yo misma... Escribiré una carta a nuestros hermanos y hermanas, a los suyos y a los míos. ¿Por qué habrían de temernos ahora? Responderán, espero, y nos ayudarán a partir... Luego, ya veremos... Ahora, lo único que tengo que hacer es criar a los hijos de Abutalip, dado que él ya no existe...

Así razonaba, y Burani Yediguéi la escuchaba en silencio, comprendiéndola y captando el sentido de cada una de sus palabras, sabiendo con toda seguridad que aquello era sólo una pizca pequeñísima, únicamente la parte superficial de aquello que, como una tromba, había pasado y pasaba por su pensamiento. En casos así no se puede expresar todo... Por ello, procurando no ensanchar en absoluto los límites de la conversación, dijo:

–Puede que tengas razón, Zaripa... Si no conociera a los niños, lo dudaría. Pero en tu lugar, tampoco me atrevería a comunicarles una cosa así. Hay que esperar un poco. Y mientras responden tus parientes, no tengas ninguna duda por lo que respecta a nosotros. Nos comportaremos como siempre. Trabaja como antes y tus hijos estarán con los nuestros. Ya lo sabes, Ukubala los quiere tanto como a los suyos. Lo demás ya se verá...

Y Zaripa, con un profundo suspiro, aún añadió a la conversación:

–Ya ves cómo parece estar organizada la vida. De una manera muy terrible, muy sabia y muy interrelacionada. El fin, el principio, la continuación... De no ser por los niños, palabra, Yediguéi, ahora ya no viviría. Incluso llegaría a este extremo. ¿Para qué vivir? Pero los niños nos obligan, me constriñen, me retienen. Y en ello está la salvación, en ello está la continuación... Y ahora pienso con terror no ya en cuando sepan la verdad, que en eso no hay escapatoria, sino en lo que pasará después. Lo que le sucedió a su padre siempre será una herida sangrante para ellos. En cualquier caso, cuando se dediquen al estudio, al trabajo, o deban manifestarse de alguna manera a los ojos de la sociedad, su apellido les cerrará todas las puertas... Y cuando pienso en ello, creo que existe una barrera infranqueable para nosotros. Abutalip y yo evitábamos estos temas de conversación. Yo se los ahorraba, y él a mí también. Con él, estaba segura, nuestros hijos se habrían convertido en personas plenamente realizadas. Y esto nos salvaguardaba de las calamidades, de la adversidad... Ahora, ya no sé... Yo no puedo sustituirle... Porque él era él... Él lo habría conseguido todo. Él quería algo así como trasladarse, como reencarnarse en sus hijos. Por eso ha muerto, porque le arrancaron de ellos...