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Yediguéi la escuchaba atentamente. Que Zaripa le comunicara estos pensamientos íntimos como a la persona más querida le provocaba un sincero deseo de corresponder de alguna manera, de protegerla, de ayudarla, pero la conciencia de su propia impotencia le oprimía, le producía una irritación sorda, secreta.

Se acercaban ya al apartadero de Boranly-Buránny. Pasaban por lugares conocidos, por el tramo donde Burani Yediguéi había trabajado muchos veranos e inviernos...

–Prepárate –dijo a Zaripa–. Estamos llegando. O sea, que hemos decidido no decir de momento a los niños una sola palabra. Muy bien, así lo haremos. Tú, Zaripa, procura no delatarte. Y ahora, arréglate un poco. Ven a la plataforma. Quédate junto a la puerta. Así que el tren se detenga, baja tranquilamente del vagón y espérame. Bajaré y nos iremos.

–¿Qué quieres hacer?

–Nada. Déjamelo a mí. A fin de cuentas, tienes derecho a bajar del tren.

Como siempre, el tren de pasajeros número diecisiete cruzaba sin parar el apartadero, si bien, es verdad, que aminorando la velocidad ante el semáforo. En ese momento preciso, a la entrada de Boranly-Buránny, el tren frenó bruscamente con terrible chirrido de ruedas. Sonaron exclamaciones y toques de silbato por todo el tren.

–¿Qué pasa?

–¡Han tirado de la alarma!

–¿Quién?

–¿Dónde?

–¡En el vagón de compartimentos!

Mientras, Yediguéi abrió la puerta a Zaripa y ésta bajó del tren. Él esperó a que irrumpieran en la plataforma el maquinista y el revisor.

–¡Alto! ¿Quién ha tirado de la alarma?

–Yo –respondió Burani Yediguéi.

–¿Quién eres? ¿Con qué derecho?

–Era preciso.

–¿Cómo que era preciso? ¿Quieres que te lleven a juicio?

Nada de eso. Escriba en su acta, en la que enviará al tribunal o adonde sea. Aquí está mi documentación. Escriba que el antiguo soldado, el ferroviario Yediguéi Zhangueldín tiró de la alarma y paró el tren en el apartadero de Boranly-Buránny en señal de luto el día de la muerte del camarada Stalin.

–¿Cómo? ¿Ha muerto Stalin?

–Sí, lo han anunciado por la radio. Hay que escucharla.

Bueno, entonces es otra cosa –quedaron confundidos los otros, que ya no retuvieron a Yediguéi–. Entonces vete, siendo así.

Unos minutos después, el tren número diecisiete continuaba su camino...

Y de nuevo iban los trenes de oriente a occidente y de occidente a oriente.

Y a ambos lados del ferrocarril, en esas tierras, se extendían los mismos espacios desérticos, nunca tocados, de Sary-Ozeki, y las tierras Centrales de las estepas amarillas.

El cosmódromo Sary-Ozeki-t no existía entonces ni por asomo en aquellos confines. Es muy posible que sólo se perfilara en la mente de los futuros creadores de los vuelos cósmicos.

Pero los trenes continuaban yendo de oriente a occidente y de occidente a oriente...

El verano y el otoño del año cincuenta y tres fueron los más dolorosos en la vida de Burani Yediguéi. Nunca, ni antes ni des-pués, hubo obstáculos en las vías, ni calores tórridos en SaryOzeki, ni sequías, nunca hubo adversidades ni desgracias, ni aun la guerra –y eso que llegó hasta Kiinigsberg y pudo mil veces caer muerto, herido o mutilado– que causaran, que proporcionaran a Yediguéi tanto sufrimiento como aquellos días...

Afanasi Ivánovich Elizárov contó un día a Burani Yediguéi el porqué de los desprendimientos de tierra, de esos deslizamientos irreparables que provocan la caída y cambio de lugar de pendientes enteras, y a veces de toda una montaña que se derrumba hacia un lado abriendo ocultas capas de tierra. Y la gente se horroriza al pensar que semejante desgracia se oculta bajo sus pies. El peligro de los derrumbamientos está en que la catástrofe va madurando imperceptiblemente, día a día, ya que las aguas subterráneas van erosionando gradualmente desde el interior los apoyos del terreno, y basta una pequeña sacudida de la tierra, un trueno o un fuerte aguacero, para que la montaña empiece a deslizarse lenta e irreparablemente hacia abajo. El desplome habitual tiene lugar de una vez y de forma inesperada. El desplome por deslizamiento avanza amenazadoramente, a la vista de todos y no hay fuerza que pueda detenerlo...

Algo semejante puede sucederle al hombre que se queda solo frente a contradicciones insuperables y se agita con el alma afligida sin atreverse a comunicárselo a nadie, pues no hay nadie en el mundo que esté en condiciones de ayudarle y de comprenderle. Él lo sabe, y eso le aterroriza. Y es algo que avanza sobre él...

La primera vez que Yediguéi experimentó este deslizamiento, y concibió claramente lo que significaba, fue dos meses después del viaje a Kumbel con Zaripa, cuando tuvo que ir de nuevo allí por sus asuntos. Había prometido a Zaripa pasar por Correos a ver si había cartas para ella, y, en caso de no haberlas, mandar tres telegramas a tres direcciones diferentes que ella le había dado. Hasta entonces, Zaripa no había recibido respuesta a ninguna de las cartas a sus parientes. Y ahora quería saber sencillamente si las habían recibido o no, eso es lo que decía en los telegramas: «Ruego encarecidamente comuniquen si han recibido mis cartas. Sólo sí o no. No es obligado responder a las cartas». Al parecer, los hermanos y hermanas no querían relacionarse con la familia de Abutalip ni por carta.

Yediguéi salió por la mañana en su Burani Karanarcon la intención de estar de vuelta a la caída de la tarde. Naturalmente, cuando salía de viaje solo, sin bagaje, cualquier maquinista conocido le habría recogido con mucho gusto y le habría dejado en Kumbel una hora y media después. Sin embargo, Yediguéi empezó a evitar esta clase de viajes por culpa de los hijos de Abutalip. Ambos, tanto el mayor como el menor, continuaban esperando cada día, en el ferrocarril, el regreso de su padre. En sus juegos, conversaciones, adivinanzas, dibujos, en toda su simple vida cotidiana infantil, la espera del padre era la esencia de su vida. Y es indudable que la personalidad más autorizada para ellos en aquel período era tío Yediguéi, el cual, así lo creían, tenía que saberlo todo y ayudarlos.

El propio Yediguéi comprendió que sin él los niños aún lo pasarían peor y se sentirían todavía más huérfanos en el apartadero, y por eso dedicaba casi todo su tiempo libre en buscarles ocupación, en distraerlos gradualmente de las inútiles esperas. Recordando el testamento de Abutalip referente a que hablara a los niños del mar, sacaba a relucir más y más detalles de su propia infancia y de su juventud de pescador, y de todos los hechos y leyendas del mar de Aral. Adaptaba a los niños estos relatos como podía, y cada vez se admiraba de su capacidad de inventiva, de su sensibilidad, de su memoria. Y estaba muy contento al ver que ponían de manifiesto la educación que recibieron de su padre. Al contar algo, Yediguéi se orientaba principalmente hacia el menor, hacia Ermek. Sin embargo, el pequeño no se quedaba atrás ni con respecto al mayor ni con respecto a ninguno de los cuatro oyentes –los hijos de ambas casas– y para Yediguéi era el más querido, aunque procuraba no distinguirle. Ermek era el oyente más interesado, el mejor interpretador de sus relatos. Tratárase de lo que se tratara, él relacionaba con su padre cualquier acontecimiento, cualquier giro interesante de la acción. Para él, su padre tomaba parte en todas las cosas y estaba en todas partes. Un ejemplo es la siguiente conversación: