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–En las orillas del mar de Aral hay unos lagos en los que crecen espesos cañaverales, y en ellos se esconden los cazadores con sus escopetas. En primavera, los patos acuden volando al mar de Aral. En invierno han vivido en otros mares más cálidos, pero apenas se funden los hielos del Aral, se ponen en camino con la mayor rapidez posible, de día y de noche, pues echan mucho de menos aquellos lugares. Vuelan en grandes bandadas, les gusta nadar en el agua, bañarse después del viaje, dar volteretas, y por eso cada vez vuelan más bajo hacia la orilla, pero entonces sale humo y fuego de las cañas: ¡pan-pan! Así disparan los cazadores. Los patos caen graznando al agua. Los demás, huyen asustados hacia el centro del mar y no saben qué hacer ni dónde vivir. Dan vueltas sobre las olas graznando. La verdad es que están acostumbrados a nadar junto a la orilla. Pero ahora tienen miedo de acercarse a ella.

–Tío Yediguéi, de todos modos hubo un pato que empezó a volar en seguida para volver al lugar de donde venía.

–¿Y para qué volvió hacia allí?

–Es que verás, mi pápikaes un marinero que navega por allí en un gran barco. Tú mismo nos lo dijiste, tío Yediguéi.

–Sí, claro que sí, cómo no –recordó Yediguéi, cogido en la trampa–. Bien, ¿y qué más?

–Pues que ese pato volaba de regreso y le dijo a mi pápikaque los cazadores estaban ocultos entre las cañas y que les disparaban. ¡Y que no tenían dónde vivir!

–Sí, sí, tienes razón.

–Y mi pápikale dijo a ese pato que él volvería pronto, que en el apartadero tenía dos hijos (Daúl y Ermek) y además al tío Yediguéi. Y que cuando llegue nos reuniremos todos juntos, iremos al mar de Aral y echaremos de las cañas a los cazadores que disparan contra los patos. Y de nuevo los patos se encontrarán a gusto en el mar de Aral... Nadarán y darán volteretas así, cabeza abajo...

Cuando se agotaban los relatos, Yediguéi recurría a la adivinación por las piedras. Llevaba siempre encima cuarenta y una piedrecitas del tamaño de un buen guisante. Este antiquísimo medio de adivinación tenía su complejo simbolismo y su antigua terminología. Cuando Yediguéi echaba las piedras, instándolas y conjurándolas a que respondieran con verdad y honestidad si aún vivía un hombre llamado Abutalip, dónde se encontraba y si pronto se extendería un camino ante él, así como qué tenía en su cuerpo y en su alma, los niños callaban concentrados, vigilando sin distracciones cómo se colocaban las piedras. Un día, Yediguéi oyó unos susurros, una conversación en voz baja tras la esquina. Miró con precaución. Eran los hijos de Abutalip. Ermek estaba adivinando con las piedras. Las arrojó como mejor supo, pero al propio tiempo se llevó cada piedra a la frente y a los labios, informando a cada una:

—Te quiero. Tú también eres inteligente, una piedrecita buena. No te equivoques, no tropieces, habla honrada y francamente, como hablan las piedrecitas de tío Yediguéi. —Luego empezó a interpretar a su hermano mayor el significado de la operación, repitiendo con exactitud el relato de Yediguéi—. Ya lo ves, Daúl, el cuadro general no es malo, no es malo en absoluto. Eso es el camino. Un camino algo nebuloso. Hay una cierta niebla en él. Pero no importa. Tío Yediguéi dice que eso son los inconvenientes del viaje. No hay camino que no los tenga. Papá está preparándose para partir. Quiere subirse a la silla, pero la cincha anda un poco floja. Lo ves, la cincha no está tensada. Hay que tensarla con más fuerza. Es decir, hay algo que todavía retiene a papá, Daúl. Habrá que esperar. Y ahora miremos qué hay en la costilla derecha y en la costilla izquierda. Las costillas están enteras. Eso está bien. ¿Y qué tiene en la frente? En la frente hay cierto fruncimiento. Está muy preocupado por nosotros, Daúl. En el corazón, ves esta piedrecita, en el corazón hay dolor y tristeza: echa mucho de menos su casa. ¿Se pondrá pronto en camino? Pronto. Pero la herradura del casco posterior del caballo anda suelta. O sea, habrá que volver a herrarle. Habrá que esperar aún. ¿Y qué lleva en las alforjas? ¡Oh, en las alforjas lleva las compras que ha hecho en el mercado! Y ahora: ¿tendrá una buena disposición de las estrellas? Ya lo ves, esta estrella es la Brida de Oro. Está dejando huellas. Aún no son muy claras. O sea, que pronto habrá que desatar al caballo y ponerse en camino...

Burani Yediguéi se alejó sin ser visto, conmovido, apesadumbrado y admirado por todo aquello. A partir de entonces empezó a evitar las adivinanzas con piedras...

Pero los niños niños son y de algún modo se les puede consolar y esperanzar, y si es preciso, cargar con el pecado y engañarlos por el momento. Pero otra cuita se había instalado en el alma de Burani Yediguéi. En aquellas circunstancias, en aquella cadena de acontecimientos, esa cuita debía surgir, y, como un derrumbamiento, en cierto momento debía empezar a deslizarse sin que él pudiera detenerla...

Sufría mucho por ella, por Zaripa. Aunque entre ambos no había habido otras conversaciones al margen de las habituales en la vida cotidiana, aunque Zaripa nunca le había dado pie a nada, Yediguéi pensaba continuamente en ella. No era simplemente la lástima y la compasión que sentían por ella todos y cada uno, no era simplemente una compasión nacida al conocer y ver las desgracias que la rodeaban, pues entonces no sería necesario hablar de ello. Pensaba en ella con amor, con el pensamiento incesantemente puesto en ella, y con la buena disposición interna de convertirse en la persona en que ella pudiera confiar en todo cuanto atañía a su vida. Y habría sido feliz si hubiera sabido que ella, supongámoslo, considerara que precisamente él, Burani Yediguéi, era en este mundo su amigo más fiel y el que más la quería.

Y lo doloroso era aparentar que no sentía nada especial por ella, ¡que entre ellos no había nada ni podía haberlo!

Camino de Kumbel, estuvo todo el trayecto sumido en estas reflexiones. Languidecía. Tenía muy diversos pensamientos. Experimentaba un raro estado de ánimo, muy variable, como si esperara la próxima llegada de una fiesta o una inevitable enfermedad. Y bajo este estado, a veces le parecía que de nuevo se encontraba en el mar. Allí el hombre siempre se siente de distinta manera que en la tierra, incluso cuando todo está tranquilo a su alrededor y al parecer nada le amenaza. Por libre y alegre que pueda ser a veces surcar las olas, aunque sea llevando a cabo el trabajo necesario a bordo, por hermosos que sean los reflejos de los crepúsculos matutino y vespertino sobre la lisa superficie de las aguas, de todos modos hay que volver a la orilla, a la que sea, pero a la orilla. Y en ella espera una vida completamente distinta. El mar es provisional, la tierra definitiva. Y si uno teme atracar en una orilla, tiene que buscar una isla, desembarcar y saber que allí está su sitio y que allí debe quedarse para siempre. Incluso lo imaginaba así: de encontrar semejante isla, se habría llevado a Zaripa y a los niños, y habría vivido allí. Habría acostumbrado a los niños al mar, y él habría vivido hasta el fin de sus días en la isla, en medio del mar, sin quejarse de su destino, sólo alegrándose de él. Con sólo saber que podría verla a cualquier hora, que podría ser para ella el hombre más querido, el más necesario y deseado...