Pero estos deseos le avergonzaban ante los suyos, sentía que le subían los colores a la cara, aunque no hubiera alma humana en cien verstas a la redonda. Soñaba como un niño, quería una isla, ¿y a santo de qué?, cabía preguntarse. Y era él quien se atrevía a soñar, él, que estaba atado de pies y manos por toda su vida, por la familia, por los hijos, por el trabajo, por el ferrocarril, y finalmente, por Sary-Ozeki, donde había crecido en alma y cuerpo sin que él mismo se diera cuenta... Además, ¿qué falta le hacía él a Zaripa, por mal que ésta lo pasara? ¿Por qué se figuraba esas cosas? ¿Por qué le había de resultar atractivo a ella? Por lo que respecta a los niños, no tenía ninguna duda, él los quería con toda el alma y ellos sentían afecto por él. Pero ¿por qué había de desearlo Zaripa? Además, él no tenía derecho a pensar de aquella manera porque la vida le había clavado fuertemente, desde hacía tiempo, en un lugar en donde seguramente tendría que vivir hasta el fin de sus días...
Burani Karanarconocía el trayecto, lo había recorrido muchas veces y como sabía el camino que tenía por delante adoptaba un trote ligero sin necesidad de que su amo lo estimulara. Gritando y gimiendo profundamente, el camello cubría con paso vivo las nunca medidas distancias de Sary-Ozeki, por barrancos y cañadas, junto al lago salado que hubo en otro tiempo. Yediguéi, montado en él, sufría y se afligía ocupado en sus pensamientos... Y estaba tan lleno de estos sentimientos contradictorios que se sentía sumamente incómodo y su alma no encontraba asilo en los inconmensurables espacios de Sary-Ozeki... Tan superior a sus fuerzas le resultaba...
Con este estado de ánimo llegó a Kumbel. Como es natural, quería que Zaripa recibiera finalmente una respuesta de sus parientes, pero ante la idea de que éstos pudieran ir a recoger a la familia huérfana y llevársela a su tierra, o bien llamarla a su casa, Yediguéi se sentía muy mal. En la administración, en la ventanilla de la lista de correos, le dijeron de nuevo que no había llegado ninguna carta para Zaripa Kuttybáyev. Y él se sorprendió de alegrarse tanto. Fulguró incluso en su mente un pensamiento, absurdo y malo, contra su conciencia: «Me alegro de que no haya nada». Luego, cumplió honradamente su encargo: envió los tres telegramas a las tres direcciones. Hecho esto, regresó al caer la tarde...
El verano había sucedido a la primavera. Sary-Ozeki estaba seco, descolorido. La hierbezuela desapareció como un tranquilo sueño. La estepa fue de nuevo amarilla. El aire se recalentaba, día a día se acercaba la época tórrida. Los parientes de los Kuttybáyev continuaban sin dar señales de vida. No, no habían respondido ni a las cartas ni a los telegramas. Mas los trenes continuaban pasando por Boranly-Buránny, y la vida seguía su curso...
Zaripa ya no esperaba respuesta, había comprendido que no podía contar con la ayuda de sus parientes, que no valía la pena molestarlos con nuevas cartas en demanda de ayuda... Convencida de ello, la mujer cayó en una silenciosa desesperación. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Cómo decir a los niños lo de su padre? ¿Cómo reconstruir su arruinada vida? De momento, no tenía la respuesta.
Es posible que Yediguéi sufriera por ellos no menos que la propia Zaripa. Todos los de Boranly los compadecían, pero Yediguéi conocía de sobra el precio que tenía que pagar por la tragedia que afectaba a aquella familia. Ya no podía separarse de ellos. Día a día, vivía el destino de aquellos niños y de Zaripa. Y le dominaba una tensa espera, la de pensar qué les pasaría, y también una silenciosa desesperación, la de saber qué haría él, pero por encima de todo todavía pensaba continuamente, aún pensaba dolorosamente: ¿qué hacer, cómo encontrar la paz consigo mismo, cómo ahogar aquella voz que le llamaba a ella? No, no encontraba ninguna solución... No habría supuesto nunca que en la vida pudiera tropezar con semejante cosa...
Muchas veces, Yediguéi tenía la intención de confesárselo, quería decidirse y declarar abierta y sinceramente que la amaba y que estaba dispuesto a cargar con todas las dificultades porque no imaginaba que pudiera vivir separado de ellos. Pero ¿cómo hacerlo? ¿De qué manera? Además, ¿le comprendería ella? ¡La mujer no estaba para esas cosas después de la desgracia que había caído sobre su desamparada cabeza, y él le iba con sus sentimientos! ¿Cómo era posible? Pensando continuamente en ello, se ponía sombrío, se desconcertaba, y le costaba no pocos esfuerzos mantener el aspecto externo que debía tener delante de la gente.
Sin embargo, un día le hizo una alusión. Al volver de la ronda por el tramo, observó desde lejos que Zaripa iba por agua a la cisterna, con los cubos. Se sintió impulsado hacia ella. Y fue. No porque fuera una ocasión propicia, sino más bien para llevarle los cubos. Casi cada día, o sin el casi, trabajaban juntos en la vía y podían hablar cuanto les viniera en gana. Pero en aquel preciso momento Yediguéi sintió el insuperable deseo de acercarse a ella y de decirle inmediatamente todo aquello que pugnaba por salir al exterior. En su impulso, llegó a creer que así sería mejor, aunque no le comprendiera, aunque le rechazara, pues de ese modo su alma se enfriaría y tranquilizaría... Ella no vio ni oyó que se aproximaba. Estaba de espaldas, había abierto el grifo de la cisterna. A un lado tenía un cubo ya lleno; el segundo estaba bajo el chorro y el agua lo desbordaba. El grifo estaba abierto al máximo. El agua hacía burbujas, salpicaba, corría formando charcos, y ella, como si nada advirtiera, estaba con la cabeza gacha y el hombro apoyado contra la cisterna. Zaripa llevaba el vestidito de percal con el que el anterior verano había dado la bienvenida al gran aguacero. Yediguéi observó los mechoncitos de rizado cabello sobre las sienes y tras la oreja –de ella había heredado Ermek el rizado cabello que tenía–, su consumido rostro, su adelgazado cuello, sus caídos hombros, y la mano abandonada sobre la cadera. ¿La había hechizado el ruido del agua recordándole los arroyos de la montaña y los canales de Semirech, o simplemente estaba ensimismada, en un momento de amargas reflexiones? Quién sabe. Pero Yediguéi sintió al verla una insoportable opresión en el pecho, por ver que en ella todo le era infinitamente querido, por el deseo de acariciarla inmediatamente, de guardarla, de protegerla de todo cuanto la oprimía. Y hacerlo era imposible. Se limitó a atornillar en silencio la llave del grifo para detener el agua. Ella le miró sin sorpresa, con una larga mirada, como si él no se encontrara junto a ella sino en algún lugar muy alejado.
–¿Qué hay? ¿Qué te pasa? –preguntó compasivo.
Ella nada dijo, se limitó a sonreír con la comisura de los labios y a levantar de una manera vaga las cejas sobre sus claros ojos como diciendo: «Nada, voy tirando...».
–Lo estás pasando mal, ¿verdad? –inquirió de nuevo Yediguéi.
–Sí –confesó ella con un profundo suspiro.
Yediguéi movió los hombros perplejo.
–¿Por qué te consumes así? –le reprochó compasivamente, aunque tenía intención de hablar de otra cosa–. ¿Cuánto tiempo ha de durar? Con eso no te ayudas. Nosotros también sufrimos –quería decir yo– al verte de esta manera, y también sufren los niños. Compréndelo. No hay que ser así. Hay que hacer algo –dijo procurando elegir las palabras que, de acuerdo con su deseo, le dijeran a Zaripa que sufría por ella y que la quería más que nadie en el mundo–. Piénsalo tú misma. Que no responden a las cartas, pues que se vayan a la porra, no nos hundiremos. Porque tú para nosotros –quería decir «para mí»– eres como de la familia. Lo que no tienes que hacer es desmoralizarte. Trabaja, aguanta. Los niños crecerán también aquí, con nosotros –quería decir «conmigo»–. Y todo irá arreglándose poco a poco. ¿Por qué tienes que marcharte? Aquí todos formamos una familia. Y como sabes, yo no paso un solo día sin tus hijitos.