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Y se detuvo porque ya había descubierto cuanto la situación le permitía descubrir.

–Lo comprendo todo, Yedik –respondió Zaripa–. Gracias, naturalmente. Sé que no estaremos desamparados. Pero tenemos que salir de aquí. Para que los niños lo olviden todo, todo lo que pasó y cómo sucedió. Y entonces deberé decirles la verdad. Ya comprendes que esto no puede durar mucho... Y ahora estaba pensando qué hacer...

–Así son las cosas –se vio obligado a aceptar Yediguéi–. Pero no te des prisa. Piénsalo un poco más. ¿Adónde vas a ir con esos pequeñajos, adónde y de qué manera? Cuando lo pienso me aterroriza, cuando pienso qué voy a hacer yo sin vosotros...

Y efectivamente, temía por ella y por los niños. Y por esto procuraba no pensar más allá del día de mañana, aunque también comprendía que aquella situación no podía durar mucho. Y unos días después de esta conversación ocurrió un caso en el que se delató completamente, y después estuvo mucho tiempo arrepintiéndose y sufriendo sin conseguir perdonarse a sí mismo.

Habían pasado muchos meses desde aquel memorable viaje a Kumbel en el que Ermek, temeroso del peluquero, no había permitido que le cortaran el cabello. El niño continuaba con el cabello sin cortar, cubierto de negras guedejas, y aunque los rizos eran un adorno, ya hacía tiempo que debían haber pelado al tozudo pusilánime. Cada vez que tenía ocasión, Yediguéi clavaba la nariz en la velluda coronilla del niño, besándole e inspirando el olor de la cabeza infantil. Sin embargo, a Ermek los cabellos le llegaban hasta los hombros y eran un estorbo en sus juegos y en sus carreras. Esta necesidad resultaba inusual, extraña e incomprensible para el pequeño. Por eso no permitía a nadie que se lo cortara, pero Kazangap, viendo de lo que se trataba, supo convencerle. Incluso le asustó un poco diciendo que los cabritos odiaban a la gente de pelo largo y que le cornearían.

¡La que se armó allí fue una tragedia mundial! Luego, Zaripa contó que empezar a pelar sí habían empezado, pero que tuvieron que terminar con grandes dificultades. ¡No sabían ni cómo hacerlo! Ermek empezó a llorar y a dar tirones, y Kazangap tuvo que emplear verdaderamente la fuerza. Lo estrechó entre las piernas e hizo funcionar la máquina. Los berridos se oían en todo el apartadero. Y cuando terminó la operación, la bondadosa Bukéi, para tranquilizar al niño, le metió un espejo ante los ojos. «Anda, mira qué guapo te han puesto.» El niño miró, y al no reconocerse, se puso a berrear aún más. Y así, llorando a pleno pulmón, lo sacaba Zaripa del patio de Kazangap cuando tropezó con Yediguéi en el sendero.

Ermek, pelado al cero, no se parecía a sí mismo en absoluto, con su desnudo y fino cuello, las orejas salientes, la cara llorosa. El niño escapó de la mano de su madre y se precipitó llorando hacia Yediguéi.

–¡Tío Yediguéi, mira qué han hecho conmigo!

Si antes le hubieran dicho a Burani Yediguéi que iba a sucederle aquello, no se lo habría creído en absoluto. Cogió al niño en brazos, lo estrechó contra su pecho, asumió con todo su ser la desgracia del pequeño, su indefensión, su queja y su confianza, como si le hubiera sucedido a él mismo, y empezó a besarle, y a hablarle con la voz entrecortada por la pena y la ternura, sin comprender a ciencia cierta el sentido de sus propias palabras:

–¡Tranquilízate, querido mío! No llores. No dejaré que nadie te ofenda. ¡Seré para ti como un padre! ¡Te querré como tu padre, pero no llores! –Y mirando a Zaripa, que se había quedado petrificada ante él, desconcertada, comprendió que había traspasado una línea prohibida. Se quedó confuso y, dándose prisa, se alejó de ella con el niño en brazos, balbuceando en su desconcierto siempre las mismas palabras–: ¡No llores! ¡Ya verá ese Kazangap! ¡Ya le enseñaré yo! ¡Ya le enseñaré yo ahora a ese Kazangap, ya le enseñaré yo! ¡Ya verás ahora, ya le enseñaré yo!

Yediguéi, después de esto, estuvo unos días evitando a Zaripa. Y ella también, según comprendió él. Burani Yediguéi se arrepentía de haberse ido de la lengua de forma tan absurda, de haber turbado a una mujer que no era en absoluto culpable de nada y que ya tenía bastantes preocupaciones y angustias. ¡Cómo estaría ella, en su situación, y qué dolores habría añadido él a sus amarguras! Yediguéi no encontraba para sí ni perdón ni justificación. Y durante largos años, puede que hasta su último suspiro, recordó el momento en que había sentido con todo su ser al ofendido e indefenso niño pegado a su cuerpo, y cómo se había conmovido su alma de ternura y pesar, y cómo le había mirado Zaripa, impresionada por la escena, cómo le había mirado con un grito mudo de aflicción en los ojos.

Después de este caso, Burani Yediguéi guardó silencio durante cierto tiempo, y todo cuanto se veía obligado a esconder y a ahogar dentro de sí lo vertió en los niños. No encontró otro medio. Procuraba divertirlos siempre que se encontraba libre de trabajo y continuaba contándoles cosas del mar, repitiendo muchos pasajes y recordando otros nuevos. Era su tema favorito. Sobre las gaviotas, los peces, los pájaros migratorios, las islas del Aral, en las que se conservaban animales raros, que ya habían desaparecido de otros lugares. Pero en estas conversaciones con los niños, Yediguéi recordaba cada vez con mayor insistencia su propia vida en el mar de Aral, lo único que prefería no contar a nadie. No era, en absoluto, un asunto propio para niños. Sólo lo sabían dos personas, él y Ukubala, pero entre ellos nunca hablaban de eso, pues estaba relacionado con su primogénito muerto. De haber vivido, ahora sería mucho mayor que los niños de Boranly, incluso un par de años mayor que el Sabitzhán de Kazangap. Pero no sobrevivió. Y en realidad, todo niño es esperado con la esperanza de que nacerá y vivirá mucho, mucho tiempo, e incluso es difícil imaginarse ese tiempo, de otro modo, ¿pondría la gente niños en el mundo?

En aquella vida de pescador, en los años de juventud, Ukubala y él vivieron un caso sorprendente. Algo que seguramente ocurre una sola vez y nunca se repite.

En la época en que se casaron, Yediguéi siempre tenía prisa por regresar cuanto antes a su, casa. Amaba a Ukubala. Sabía que ella también le esperaba. Entonces no existía para él mujer más deseada. Y este deseo de volver a ella cuanto antes le hacía padecer y ocupaba por entero su pensamiento. A veces le parecía que si existía era para pensar continuamente en ella, para captar y acumular en su persona toda la fuerza del mar y toda la fuerza del sol y entregarlas luego a ella, a la esposa que le esperaba, pues con esta entrega surgía su mutua felicidad, el corazón de la felicidad. Todo lo demás sólo complementaba y enriquecía externamente esta felicidad, esta mutua embriaguez de aquello que les había sido dado por el sol y el mar. Y cuando ella sintió que se había producido algo, que estaba embarazada y que pronto iba a ser madre, la espera continua de su encuentro a la orilla del mar se complementó con la del futuro primogénito. Era la época sin nubes de su vida.

A finales de otoño, a principios ya del invierno, en la cara de Ukubala empezaron a aparecer unas manchas pardas que se podían distinguir con una atenta mirada. Y su vientre ya destacaba y se redondeaba. Un día, ella le preguntó cómo era el pez mekre de oro. «He oído hablar de él, pero nunca lo he visto.» Él le dijo que se trataba de un pez muy raro, de la familia de los salmónidos, que habitaba aguas profundas, un pez bastante grande, que destacaba especialmente por su belleza. Era un pez azul moteado, pero la parte superior de la cabeza, las aletas y la cresta cartilaginosa de su espalda –de la cabeza hasta el extremo de la cola– parecían de oro puro, y era maravilloso su áureo y reluciente brillo. De ahí su nombre: mekre moneda, o sea mekre de oro.