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Otro día, Ukubala le dijo que había soñado el mekre de oro. El pez parecía nadar a su alrededor y ella intentaba pescarlo. Deseaba muchísimo pescar aquel pez y luego soltarlo. Pero tenía necesariamente que tener aquel pez en sus manos, sentir su carne de oro. Tenía tantas ganas de apretar el pez entre sus dedos que se había lanzado a pescarlo en sueños. El pez no se dejaba, y cuando Ukubala despertó estuvo mucho tiempo sin poder tranquilizarse, experimentando un extraño disgusto, como si en realidad no hubiera conseguido alcanzar algún objetivo importante. Ukubala se reía de sí misma, pero, incluso despierta, sentía el incontenible deseo de pescar el mekre de oro.

Y Yediguéi lo comprendía y pensaba en ello mientras sacaba las redes del mar; según resultó después, interpretó acertadamente el sentido de su deseo, del deseo que había surgido en sueños y no había desaparecido con el despertar. Comprendió que debía pescar a toda costa el mekre de oro, pues lo que experimentaba la embarazada Ukubala era su talgak [26]. Muchas mujeres embarazadas sienten la misma insatisfacción. Su talgak se manifiesta en que desean comer algo ácido, salado, muy fuerte o amargo, mientras que otras desean, y de qué manera, comer carne asada de algún animal salvaje o de un ave silvestre. Yediguéi no se sorprendió del talgak de su esposa. La mujer de un pescador tenía que desear algo que tuviera relación con el trabajo de su marido. El mismo Dios habría querido que ella deseara ver personalmente el oro de aquel gran pez y tenerlo en sus manos. Yediguéi sabía de oídas que si no se satisface el talgak de una mujer embarazada eso puede provocar consecuencias perjudiciales para el niño en el seno materno.

Pero el talgakde Ukubala era tan extraordinario que ella misma no se atrevía a confesarlo en voz alta, y Yediguéi no quiso precisar ni inquirir más, pues no sabía si podría conseguir aquel raro pez. Decidió primero pescarlo y luego averiguar si era aquélla la pasión de su esposa.

En aquellos días estaba terminando la gran temporada de pesca en el mar de Aral. La temporada se encuentra en su apogeo de junio a noviembre. El invierno ya soplaba sobre la cara de la gente. La cooperativa ya se preparaba para la pesca de invierno, para la pesca bajo el hielo, cuando el mar se cubre de una fuerte capa helada en todo su círculo de mil quinientos kilómetros cuadrados y hay que abrir enormes agujeros, echar en ellos las pesadas redes y sacarlas del fondo del mar con una cabria, pasándolas de un agujero a otro, con la ayuda de los camellos, de esos insustituibles animales de tiro de la estepa. Y cuando el viento se desencadena, el pez que cae en la red no tiene tiempo ni de moverse al caer sobre la superficie, queda instantáneamente petrificado, cubierto de una coraza de hielo bajo el abierto frío del Aral... Pero por más que Yediguéi tuviera ocasión de pescar en invierno y en verano, con la cooperativa, y lo mismo sacara especies valiosas como sin valor, no recordaba, no obstante, que ningún mekre de oro hubiera caído nunca en la red. Era un pez que se conseguía pescar muy raramente con anzuelo o señuelo y su pesca constituía un gran acontecimiento para los pescadores. Decían después, cuando alguien había tenido suerte, que había pescado el mekre de oro.

Aquella mañana temprano se dirigió al mar diciendo a su mujer que iría a pescar para el consumo de la casa antes de que el hielo se afirmara. La víspera, Ukubala intentó hacerle cambiar de opinión:

–Ya sabes que en casa tenemos toda clase de pescados. ¡No vale la pena salir! Ya hace frío.

Pero Yediguéi insistió en su propósito.

–Lo de casa es para la casa –dijo–. Tú misma dices que tía Saguin está en cama. Hay que curarla con sopa caliente de pescado fresco, de barbo o de sollo. Es la mejor medicina. ¿Y quién va a pescar para la anciana?

Con esta excusa, salió Yediguéi muy temprano a la pesca del mekre de oro. Con anticipación, había calculado y preparado los aparejos con las adaptaciones necesarias. Todo lo tenía guardado en la proa de la barca. Se puso una ropa de abrigo más compacta, y encima la capa impermeable con capucha, y partió.

El día no era claro ni estable, un día entre otoño e invierno. Superando en ángulo agudo la resaca, Yediguéi dirigió la barca, a remo, hacia el mar abierto, hacia el lugar en donde suponía que debían encontrarse los cazadores del mekre de oro. Todo dependía de la suerte, naturalmente, pues de todas las cazas, ninguna hay menos comprensible que la pesca marina de peces con anzuelo. En tierra, sea como sea, el hombre y su presa se encuentran en un mismo medio, el cazador puede perseguir al animal, acercarse, ocultarse, acechar y atacar. Bajo el agua, el pescador no dispone de nada de eso. Una vez soltado el aparejo se ve obligado a esperar que aparezca el pez, y si lo hace, que muerda el anzuelo.

En su interior, Yediguéi tenía muchas esperanzas de que la suerte le sonreiría, pues no había salido a la mar para ejercer su profesión, como hacía siempre, sino para satisfacer el deseo profético de su embarazada esposa.

Y así, pues, iba remando. El joven Yediguéi era fuerte y firme con los remos. Incansable, uniformemente, fue apartándose del agua inestable y móvil, fue sacando la barca a la mar por encima de las zigzagueantes y temblorosas olas. Los pescadores del Aral llaman a ese tipo de olas yirek tolkun, es decir, las de flancos torcidos. Las yirek tolkunson las primeras mensajeras de la tempestad que se avecina. Pero por sí mismas no son peligrosas y se puede navegar mar adentro sin miedo.

A medida que se alejaba de la tierra, la orilla, con su abrupta pendiente arcillosa y la franja pétrea de las rompientes en el extremo del agua, fue disminuyendo de tamaño, cada vez resultó más difícil de distinguir, y pronto se convirtió en una raya turbia que desaparecía de vez en cuando. Los nubarrones colgaban inmóviles por encima, y abajo se mantenía un soplo de viento que lamía los rizos del agua.

Al cabo de dos horas, Yediguéi detuvo la barca, retiró los remos, echó el ancla y empezó a preparar los aparejos. Tenía dos carretes de cordel con un dispositivo, hecho por él mismo, que bloqueaba el sedal. Colocó uno de ellos a popa, bajó el cordel con el plomo a una profundidad de unos cien metros y dejó en reserva unos veinte metros. El otro lo colocó de la misma manera pero a proa. Y entonces tomó de nuevo los remos para mantener la barca en la posición necesaria en medio de las corrientes y del viento. Y sobre todo, para que no se liaran los sedales entre sí.

Y así se dispuso a esperar. Suponía que el raro pez debía habitar precisamente en aquellos lugares. No poseía ninguna prueba de ello, era pura intuición. Y sin embargo tenía fe en que aparecería. Debía ser así necesaria e irremediablemente. No podía regresar a su casa sin él. No lo necesitaba para divertirse, sino para un asunto muy importante de su vida.

Al cabo de cierto tiempo, los peces dieron a conocer su presencia. Pero no eran aquéllos. Primero picó un sollo. Cuando Yediguéi tiraba de él ya sabía que no era el mekre de oro. No podía ser que la primera vez fuera ya el mekre de oro. Hubiera resultado demasiado sencillo y falto de interés vivir en este mundo. Yediguéi estaba de acuerdo en trabajar duro, en esperar. Luego mordió el anzuelo un gran barbo, uno de los mejores peces del Aral, si no el mejor. También lo arrojó al fondo de la barca después de atontarlo. En todo caso, para la sopa de la enferma, de la tía Saguin, había más que suficiente. Y picó aún un tran, un sargo del Aral. ¿Qué diablos le habría llevado hasta allí? Habitualmente, el tran se mantiene en aguas menos profundas. Pero Dios sea loado, la culpa era suya. Y después de eso hubo una pausa larga y angustiosa... «Sí, esperaré lo que sea preciso –se dijo Yediguéi–. Aunque no se lo he dicho, ella sabe que he salido en busca del mekre de oro. Y debo pescarlo para que el niño no sufra en su seno. Pues es el niño quien quiere que la madre vea y sostenga en sus brazos un mekre de oro. Por qué lo desea, eso nadie lo sabe. La madre también lo ansía, y yo, el padre, hago lo que puedo por saciar esos deseos.»