Las yirek tolkunhacían de las suyas, hacían girar la barca, que por eso son olas inestables, pérfidas y de flancos torcidos. Yediguéi comenzaba a helarse por falta de movimiento, pero vigilaba continuamente, con ojo penetrante, los carretes del cordel, a ver si tiraban de él, si se doblaba la caña dispuesta sobre el palo. No, ni a popa ni a proa había la menor señal. Sin embargo, Yediguéi no perdía la paciencia. Lo sabía, tenía fe en ello: el mekre de oro había de ir a él. Con tal que la mar se aguantara un poco, porque ya estaban rodando mucho las yirek tolkun. ¿Y para qué? No, no debía haber una tempestad tan pronto. A lo más, a la caída de la tarde o por la noche se levantarían olas de tempestad, las alabashi, las bramadoras de cresta abigarrada. Y cuando hierve el terrible Aral de punta a punta, el mar se cubre de blanca espuma y nadie se atreve entonces a meterse en él. Pero de momento aún era posible, de momento todavía quedaba tiempo...
Acurrucado, helado, mirando a su alrededor, Yediguéi esperaba a su pez en el mar. «¿Por qué te haces el remolón, por Dios? No tengas miedo –pensaba en el pez–. No temas, ya te digo que te volveré a echar al agua. ¿Que esto no suele suceder, dices? Pues tenlo por seguro, sucede. No te espero para comerte. Tengo la casa llena de comida y de todo género de pescado. Ya ves, en el fondo de la barca hay tres pescados. ¡A qué me pondría yo a esperarte, mekre de oro, si fuera para comerte! Compréndelo, tiene que venir un primogénito. Y a ti te soñó no hace mucho mi esposa, y desde entonces ha perdido la calma, aunque no habla de ello, pero yo lo veo todo. No puedo explicar por qué es así, pero es muy conveniente que ella te vea y te sostenga en brazos, y te doy mi palabra que en seguida te vuelvo a echar al mar. Lo que pasa es que eres un pez especial, un pez raro. Tienes la cabeza y la cola de oro, y también tus aletas y la cresta de tu lomo son de oro. Ponte en nuestro lugar. Ella ansía, pero no en sueños, verte, quiere tocarte para sentir con las manos cómo eres al tacto, mekre de oro. No pienses que por ser un pez no tienes relación con nosotros. Aunque seas un pez, mi esposa te añora como a una hermana, como a un hermano, y desea verte antes de dar a luz al niño. Y éste, en su seno, estará satisfecho. Y ésa es la cuestión. Sácame de apuros, amigo mío, mekre de oro. Acércate. No te haré daño. Si llevara malas intenciones, tú te darías cuenta. En el anzuelo, y hay dos, puedes elegir el que quieras, he enganchado un gran pedazo de carne. Acércate y no pienses nada malo. Si te ofreciera un anzuelo con placa de hierro, sería poco honesto, aunque tú habrías picado más fácilmente. Pero te habrías tragado el hierro, ¿y cómo podrías vivir luego con un hierro en la panza cuando de nuevo te devolviera a la mar? Habría sido un engaño. Yo te ofrezco honradamente un anzuelo. Te va a herir un poquitín los labios, eso es todo. Y no pases cuidado, he traído conmigo un gran odre. Pondré agua en él, y tú podrás estar en el odre con el agua, y luego, a nadar. Pero no me iré de aquí sin ti. Y el tiempo apremia. ¿Te das cuenta de cómo se encrespan las olas, cómo aumenta el viento, acaso quieres que mi primogénito nazca huérfano, sin padre? Piénsalo, ayúdame...»
Empezaba ya a oscurecer en los azulados espacios del frío mar preinvernal. Apareciendo sobre la cresta de las olas o desapareciendo entre ellas, la barca iba hacia la orilla. Avanzaba con dificultad, luchando contra la resaca, el mar se tornaba ya ruidoso, hervía cada vez más, se balanceaba y adquiría la fuerza de la tempestad. Heladas salpicaduras volaban a la cara, las manos se hinchaban de frío y humedad sobre los remos.
Ukubala caminaba por la orilla. Dominada por la inquietud, hacía rato que se había acercado al mar y esperaba a su marido. Cuando consintió en casarse con un pescador, sus parientes, ganaderos de la estepa, le dijeron: «Deberías pensártelo muy bien antes de dar tu palabra, te lanzas a una vida muy dura, te vas a casar con el mar, y más de una vez tendrás que bañarte en lágrimas junto al mar y dirigirle tus súplicas». Pero ella no rechazó a Yediguéi, sólo dijo: «Como sea mi marido seré yo».
Y así fue. Y esta vez no había ido con la cooperativa sino solo, estaba oscureciendo rápidamente, el mar producía un gran ruido y estaba alborotado.
Y de pronto aparecieron fugazmente entre las olas las puntas de unos remos y la barca emergió sobre una ola. Envuelta en un pañuelo, con el vientre prominente ya, Ukubala se acercó a la rompiente misma y esperó a que Yediguéi atracara. El oleaje transportó con poderoso impulso la barca sobre el bajío. Yediguéi saltó al agua en un instante y arrastró la embarcación hacia la orilla tirando de ella como un buey. Y cuando se enderezó, húmedo y salado todo él, Ukubala se acercó y le abrazó por el mojado cuello, por debajo de la fría y endurecida capa impermeable.
–Tengo la vista cansada de tanto mirar. ¿Por qué has tardado tanto?
–No se ha presentado en todo el día, sólo ha acudido al final. –¡Cómo! ¿Has ido por el mekre de oro?
–Sí, lo he convencido. Puedes contemplarlo.
Yediguéi sacó de la barca el pesado odre de piel lleno de agua, lo desató y arrojó sobre los cantos de la orilla al mekre de oro junto con el agua. Era un pez muy grande. Un poderoso y hermoso pez. Sacudía furiosamente su cola de oro, se retorcía, saltaba, despedía la menuda grava a su alrededor, abría ampliamente su rosada boca en dirección al mar intentando llegar a su elemento natural, a donde rompían las olas. Por un corto segundo, el pez se quedó quieto, tenso, inmóvil, intentando comprender dónde se hallaba, y examinando con sus puros ojos, irreprochablemente redondos y sin parpadeos, aquel mundo en el que inesperadamente se encontraba. Incluso en el crepúsculo vespertino de invierno, la desacostumbrada luz hirió su cabeza, y el pez vio los brillantes ojos de los hombres que se inclinaban sobre él, el tramo de orilla y el cielo, y en una perspectiva muy lejana, distinguió sobre el mar, tras las escasas nubes, el reflejo del sol poniente, insoportablemente vivo, que se apagaba sobre el horizonte. Empezaba a ahogarse. Y el pez se echó para atrás. Despedía destellos de oro retorciéndose con redoblada fuerza, deseando alcanzar el agua. Yediguéi levantó el mekre de oro por las agallas.
–Adelanta las manos, sosténlo –dijo a Ukubala.
Ésta tomó el pez como si fuera un niño, sobre ambos brazos y lo estrechó contra su pecho.
–¡Qué flexible es! –exclamó ella al sentir su ágil fuerza interior–. ¡Y es pesado como un tronco! ¡Qué bien huele a mar!
¡Qué hermosura! Toma, Yediguéi, ya estoy contenta, muy contenta. Se ha satisfecho mi deseo. Déjalo en el agua cuanto antes...