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Yediguéi llevó al mekre de oro al mar. Entró hasta las rodillas en donde rompían las olas y dejó que el pez se deslizara hacia abajo. Por un corto instante, cuando el mekre de oro caía en el agua, se reflejó en el denso azul del aire toda la belleza del pez, de la cabeza a la cola, y después de brillar, nadó hacia las profundidades rompiendo el agua con su impetuoso cuerpo...

Y por la noche se desencadenó una gran tormenta en el mar. Éste rugía tras la pared, bajo la escarpadura. Una vez más se convenció Yediguéi de una cosa: los mensajeros de la tempestad –las yirek tolkún– no se presentan porque sí. Era ya noche cerrada. Mientras escuchaba medio dormido las alborotadas rompientes, recordaba su célebre mekre. ¿Qué haría en aquel momento su pez? Aunque, seguramente, en las grandes profundidades el mar no estaría tan movido. En su profunda oscuridad, el pez también pondría atención al movimiento de las olas en la superficie. Yediguéi sonrió feliz al pensarlo, y al dormirse puso la mano sobre el costado de su esposa y advirtió de pronto unas sacudidas en su seno. Era su primogénito que daba razón de su existencia. Y entonces Yediguéi sonrió feliz y se durmió imperturbablemente.

Si hubiera sabido que antes de un año se desencadenaría una guerra, que todo en la vida se desplomaría, y que él se alejaría del mar para siempre y éste sólo quedaría en su recuerdo... Especialmente cuando llegaran días difíciles...

En estas tierras, los trenes van de oriente a occidente y de occidente a oriente...

Y a ambos lados del ferrocarril se encuentran, en estas tierras, enormes espacios desérticos, el Sary-Ozeki, las tierras Centrales de las estepas amarillas...

En este terrible –para Burani Yediguéi– año cincuenta y tres, también el invierno se presentó anticipadamente. Lo que nunca ocurría en Sary-Ozeki. A finales de octubre ya nevaba y empezaban los fríos. Menos mal que ya había conseguido traer de Kumbel las patatas para ellos, para Zaripa y para los niños. Se había apresurado, como si lo supiera. La última vez tuvo que ir en camello, temió que en un mercancías, en la plataforma descubierta, se le helaran las patatas antes de llegar a su destino. Y entonces no tendrían ninguna utilidad. Así, pues, viajó en Burani Karanar, colocó sobre él a modo de alforjas dos enormes sacos –él mismo no habría podido con ellos, menos mal que la gente le ayudó–, uno a un lado, otro al otro, y por encima tapó los sacos con un fieltro metiendo los bordes por debajo para que el viento no lo levantara. Él se encaramó a la parte más alta, entre los sacos y tranquilamente se dirigió hacia su casa, a Boranly-Buránny. Se sentaba sobre Karanarcomo sobre un elefante. Así lo pensaba el propio Yediguéi. Hasta entonces, nadie tenía idea de los elefantes de montar. Aquel otoño habían pasado en la estación la primera película india. Todos los habitantes de Kumbel, del más joven al más viejo, acudieron a ver la inaudita película sobre el extraño país. La película, aparte de las incesantes canciones y bailes, mostraba elefantes; la gente viajaba por la jungla, a cazar tigres, montada en elefantes. Yediguéi también consiguió ver aquella película. El jefe del apartadero y él estaban en la reunión general de los sindicatos como delegados de Boranly, y al terminar la sesión se proyectó en el club del depósito ferroviario la película india. Con eso había empezado. Al salir del cine, se entablaron diversas conversaciones, y los ferroviarios se mostraban admirados de que en la India cabalgaran sobre elefantes. Alguien dijo en voz alta a este respecto:

¿Por qué os sorprenden tanto esos elefantes? ¿Qué tiene que envidiarle a un elefante el Burani Karanarde Yediguéi? ¡Si lo cargas, aguanta como un elefante!

También es verdad –se rieron a su alrededor.

¿Y un elefante, qué? –volvió a sonar la voz–. Un elefante sólo puede vivir en países cálidos. Que intente vivir en nuestro Sary-Ozeki en invierno. Tu elefante hasta perdería las pezuñas, ¿cómo compararlo con Karanar?

–Oye, Yediguéi, escucha, Burani, ¿por qué no le construyes a Karanarun palanquín como el que ponen en la India sobre los elefantes? ¡Cabalgarías como un ricacho de los de por allá!

Yediguéi se rió. Los amigos bromeaban con él, pero de todos modos era halagador escuchar aquellas palabras sobre su famoso semental...

En cambio, también aquel invierno le cayeron preocupaciones, tuvo que sufrir y pasar angustias por culpa de Karanar...

Pero eso sucedió ya con los fríos. Aquel día le pilló de camino la primera nevada. Hasta entonces había caído varias veces alguna nieve que se derretía inmediatamente. Pero entonces empezó a nevar, ¡y de qué manera! El cielo se cerró sobre Sary-Ozeki en compacta oscUridad, el viento empezó a arremolinarse. La nieve caía densa y pesada en forma de blancos y revoloteantes copos. No se sentía mUcho frío pero sí humedad y malestar. Y lo peor era que no se distinguía nada en derredor por culpa de la nieve. ¿Qué hacer? En Sary-Ozeki no hay refUgios donde esperar que pase el mal tiempo. Sólo quedaba una solución, confiar en la fUerza y en el instinto de Burani Karanar. Él debía llevarle a casa. Yediguéi dejó al semental en completa libertad de acción, mientras se subía el cuello de la chaqueta, se encasquetaba la gorra, se tapaba con la capucha y permanecía montado con paciencia, procUrando vanamente distinguir algo a su alrededor. Una impenetrable cortina de nieve y nada más... En medio de aquel torbellino, Karanarcaminaba sin aminorar el paso, comprendiendo seguramente que su amo ya no era en aquel momento su amo, puesto que se había callado y se quedaba quieto en las alforjas sin dejar sentir de ninguna manera su presencia. Grande tenía que ser la fuerza de Karanarpara correr por la estepa tan cargado y bajo la nevada. Respiraba poderosa y ardorosamente, llevando sobre ,sí a su amo, y chillaba y bramaba como una fiera, o lanzaba a veces un largo zumbido sin dejar de caminar incansable e imparablemente a través de la nieve que acudía volando a su encuentro...

No es difícil decir que a Yediguéi le pareció demasiado largo aquel camino. «¡Ojalá llegara pronto!», pensaba, y se imaginaba presentándose en casa, donde sin duda estarían intranquilos, preguntándose qué habría sido de él con aquel mal tiempo. Ukubala estaría inquieta por él, sólo que no lo diría en voz alta. No era de las que exponían todo lo que llevaban en el pensamiento. Quizá también Zaripa pensara qué le había sucedido. Naturalmente, lo pensaría. Pero ésta, con mayor motivo, no diría una palabra. Ahora, procuraba aparecer ante su vista lo menos posible y evitaba cualquier tipo de conversación a solas. ¿Y qué tenía que evitar? ¿Qué cosa tan mala había sucedido? Ni con palabras ni actos había dado motivo él, Yediguéi, para que alguien pudiera pensar que allí había algo raro. Todo seguía como antes. Simplemente, ellos, compaueros de viaje en la vida, habían mirado en cierto modo a su alrededor para cerciorarse de que seguían el buen camino... Y de nuevo se habían puesto en marcha. Eso era todo. Y lo que tuviera que pasar él con ello, ése era su problema... Era su destino; al nacer, seguramente ya llevaba escrito que estaba condenado a desgarrarse entre dos fuegos. Y que esto no inquietara a nadie, era su problema cómo comportarse consigo mismo, con su alma tan sufrida. ¡A quién le importaba lo que le pasara a él ni lo que le aguardara en el futuro! No era un chiquillo, de alguna manera saldría adelante, rompería el estrecho nudo que por su propia culpa se estrechaba cada vez con más fuerza...