Eran pensamientos terribles, dolorosos, sin solución. El invierno había llegado ya a Sary-Ozeki y él continuaba sin poder olvidar a Zaripa, ni renunciar, aunque fuera sólo mentalmente, a Ukubala. Para su desgracia, las necesitaba a las dos a la vez, y ellas, seguramente, viéndolo y sabiéndolo, no intentaban precipitar los acontecimientos para así ayudarle a que se definiera cuanto antes. Aparentemente, todo seguía iguaclass="underline" las relaciones entre ambas mujeres eran buenas, los críos de ambas casas crecían juntos como si fueran de una misma familia, sus hijos jugaban continuamente juntos en el apartadero, ora en una casa ora en la otra... Así había pasado el verano, así se dejaba atrás el otoño...
Burani Yediguéi se sentía huérfano y desamparado en su soledad bajo la nevada. Todo blanco y desierto a su alrededor. Karanarse sacudía continuamente los pegotes de nieve de la cabeza y rompía el silencio con rugidos y chillidos. Mal lo pasó su amo en aquel camino. Yediguéi no podía hacer nada, de ninguna manera conseguía tranquilizarse, tomar una decisión indiscutible e inapelable. No podía sincerarse plenamente ante Zaripa; tampoco podía renunciar a Ukubala. Y entonces empezó a increparse con las palabras más duras: «¡Bestia! ¡Estás en celo como tu camello! ¡Canalla! ¡Perro! ¡Cabeza loca!», y otras cosas por el estilo que, mezcladas con palabrotas, le sirvieron para fustigarse, atemorizarse y humillarse, para serenarse y volver en sí, reflexionar, detenerse... Pero nada servía... Él era como el deslizamiento de un terreno que ya se ha puesto en marcha... La única barrera que encontraría eran los niños. Ellos le aceptaban como era y no le planteaban problemas especiales. Para ellos estaba siempre dispuesto, con gran placer, a ayudarlos en lo que fuera, trasladar o arreglar lo que fuera de la casa, como por ejemplo ahora, que les llevaba patatas para el invierno en dos enormes sacos cargados como alforjas en Karanar. El combustible también estaba ya almacenado...
El pensamiento de los niños era el refugio de Yediguéi, allí se encontraba plenamente de acuerdo consigo mismo. Imaginaba que llegaba a Boranly-Buránny, que los niños salían corriendo de la casa al oírle llegar, sin que fuera posible hacerlos retroceder aunque nevara, y saltaban a su alrededor lanzando gritos: «¡Ha llegado tío Yediguéi! ¡Con Karanar! ¡Ha traído patatas!», y que con rigor y autoridad ordenaba al camello que se tendiera en tierra y él entonces, cubierto de nieve, bajaba sacudiéndose y encontrando el modo de acariciar de pasada las cabezas de los niños, y que luego empezaba a descargar los sacos de patatas, mirando si aparecía Zaripa por allí, caso de estar en casa, aunque él no le diría nada especial, ni ella a éclass="underline" se limitaría a mirarla a la cara y con ello estaría contento, y de nuevo se sentiría mal, se afligiría, sin saber cómo salir del atolladero, pero los niños darían vueltas a su alrededor, tropezarían con sus piernas acercándosele temerosos una y otra vez, asustados por el bramido del camello, y luego, superando el temor, intentarían ayudarle, y eso le recompensaría a él por todos los sufrimientos...
Se preparaba interiormente para el pronto encuentro con los hijos de Abutalip, y pensaba por anticipado qué les contaría esta vez a sus, como él decía, insaciables oyentes. ¿Les hablaría de nuevo sobre el mar de Aral? Los relatos preferidos eran los de casos sucedidos en el mar, que ellos complementaban después haciendo que participara en ellos su padre, continuando así, sin darse cuenta, su relación con él, con su memoria... Claro que todo cuanto Yediguéi sabía o había oído de la vida marinera ya se había agotado, ya se había contado y repetido muchas veces, excepto quizá la historia del mekre de oro. ¿Cómo contar aquella historia? ¿A quién explicarla sino a sí mismo, que conocía el valor de aquel lejano acontecimiento? Así iba recorriendo el camino aquel día de nevada. No le abandonaron en todo el trayecto ni las dudas ni las reflexiones... Y estuvo nevando todo el camino...
Con esa nieve, se extendió por Sary-Ozeki un invierno prematuro y frío desde los primeros días.
Con el principio de los fríos, de nuevo se pÑso furioso Burani Karanar, otra vez se irritaba y se rebelaba en él su fuerza de macho, y ya nada ni nadie podía atentar contra su libertad. Ahora, incluso su propio dueño tenía a veces que retroceder para no meterse en la boca del lobo...
Dos días después de la nevada, barrió Sary-Ozeki una helada ventisca, y se levantó, como un vapor, un tenso y brumoso frío sobre la estepa. Bajo aquel crudo frío, el crujir de los pasos se oía desde muy lejos, con precisión; cualquier sonido o susurro se difÑndía con la máxima claridad. Los trenes del apartadero se oían a muchos kilómetros. Y cuando al amanecer, medio dormido, Yediguéi oyó el trompeteante bramido de Karanaren el cercado, su pataleo y sus sacudidas que hacían crujir la empalizada construida detrás de la casa, comprendió la molestia que de nuevo había caído sobre ellos. Se vistió rápidamente, salió a tientas, fue al cercado y se puso a chillar desgarrándose punzantemente la garganta con el áspero y helado aire:
–¡Qué haces! ¿Qué pasa? ¿Otra vez el fin del mundo? ¿Otra vez con tus mañas? ¡Otra vez a chuparme la sangre! ¡Vaya con el semental! ¡Cállate! ¡Cierra la boca te digo! Algo tempranillo has decidido este año ocuparte de tu asunto. ¡No hagas reír a la gente!
Pero en vano malgastó sus palabras. Traspasado por la pasión que nacía en él, al camello no le importaba la opinión de su amo. Exigía lo suyo, bramaba, resoplaba, crujía terriblemente de dientes, rompía el vallado.
–¿O sea que la has olfateado? –El amo trocó su ira en reproche–. Bien, está claro, tienes la inmediata necesidad de correr hacia allí, hacia la manada. ¡Has olfateado que alguna kaimancha [27]está en celo! ¡Ay, ay, ay! ¿Por qué se le ocurriría a Dios montar vuestra reproducción de modo que sólo una vez al año os acordéis de hacer lo que podríais llevar a cabo cada día sin ruido ni escándalo? ¡A quién le importaría entonces! ¡Pero no, como si fuera el fin del mundo!
Todo eso lo decía Burani Yediguéi por guardar las formas, para no sentirse tan molesto, pues comprendía perfectamente su impotencia. No tenía más remedio, no iba a dejar que fustigara vanamente el aire: abrió el cercado. Y no tuvo tiempo de retirar la pesada puerta de estacas, alta como un hombre y sujeta con una fuerte cadena: que Karanarse precipitó hacia fuera y casi derribándole y corrió a la estepa con furiosos resoplidos y bramidos, extendiendo ampliamente sus velludas patas y haciendo temblequear sus apretadas y negras gibas. En un instante desapareció de la vista levantando nubes de nieve tras de sí.
–¡Uf, al cuerno! –escupió en su dirección el dueño, y añadió en su enfado–: ¡Corre, corre, imbécil, no sea que llegues tarde!
Por la mañana, Yediguéi tenía que salir al trabajo. Por eso tuvo que aceptar la rebelión de Karanar. De haber sabido cómo iba a terminar aquello, no lo habría soltado por nada del mundo, aunque hubiera reventado. Pero ¿quién habría podido, en su ausencia, entendérselas con el enfurecido semental? Que se fuera cuanto más lejos mejor. Yediguéi esperaba que el camello se aireara en libertad, se enfriara en él su ardiente sangre, se tranquilizara...
A mediodía llegó Kazangap y le dijo sonriendo compasivamente:
Bueno, señorón, mal se te pone la cosa. Acabo de estar en el pastizal. Tu Karanar, por lo que pienso, ha emprendido una gran campaña. Las kaimanchasde aquí son poco para él.