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¿Ha huido, pues, a otra parte? No juegues conmigo, dímelo en serio.

¿Dónde está la falta de seriedad? Te digo que se ha ido a otros rebaños. El animal ha olfateado algo. Fui a ver cómo estaba nuestra manada. Apenas llegué al gran barranco vi que algo corría por la estepa, la tierra temblaba, era Karanar. Tenía los ojos desorbitados, bramaba a toda potencia, soltaba saliva por los morros y corría como una locomotora. Con todo un torbellino tras él. Pensé que me iba a atropellar. Pasó junto a mí como si no viera que tenía a un hombre delante. Se dirigió hacia la parte de Malakumdychap. Allí, bajo la escarpadura, hay rebaños mayores que el nuestro. Lo de aquí ya no le interesa. Necesita un campo de operaciones más amplio. Ese animal está en su momento más fuerte.

Yediguéi se disgustó de verdad. Imaginó cuántos quebraderos de cabeza habría, cuántas dificultades desagradables.

–Está bien, tranquilízate. Habrá por allá buenos sementales que le plantarán cara, y volverá sobre sus pasos como un perro apaleado, adónde quieres si no que vaya –le tranquilizó Kazangap.

Al día siguiente empezaron a llegar noticias, como partes de guerra, sobre las acciones militares de Burani Karanar. El cuadro iba siendo poco tranquilizador. Apenas se detenía un tren en Boranly-Buránny, el maquinista, el fogonero o el revisor contaban, interrumpiéndose unos a otros, los desafueros y saqueos que Karanarllevaba a cabo en los rebaños de las estaciones y apartaderos. Contaban que en el apartadero de Malakumdychap había pateado, hasta casi matarlo, a dos sementales y se había llevado a la estepa a cuatro hembras que sus dueños habían arrancado a Karanara duras penas. Los hombres disparaban sus escopetas al aire. En otro lugar, Karanarhabía derribado al dueño, que montaba una camella. Aquel hombre, un bendito mentecato, esperó dos horas pensando que una vez se hubiera divertido, el semental dejaría en paz a su camella, la cual, por cierto, no tenía ganas de librarse de semejante insolente. Pero cuando el hombre empezó a acercarse a la camella para irse a casa con ella, Karanarse precipitó sobre él como una fiera y lo echó de allí, y lo habría pisoteado de no haber tenido tiempo el otro de saltar a un profundo agujero donde se escondió como un ratón, más muerto que vivo. LuÑego se recobró, salió por el barranco lo más lejos posible del lugar del encuentro con Karanar, y se apresuró a volver a su casa, feliz de haber salido con vida.

Por el teléfono de Sary-Ozeki llegaron otras noticias semejantes sobre las furiosas andanzas de Karanar, pero la información más inquietante y terrible llegó en forma epistolar del apartadero de Ak-Moinak. ¡Adónde había ido a parar aquel diablo, a Ak-Moinak, más allá de la estación de Kumbel! Desde allí llegó el mensaje de cierto Kospán. He aquí lo que decía aquel notable documento:

¡Salam, respetable Yediguéi-agá! Aunque en Sary-Ozeki eres un hombre famoso, tendrás que escuchar cosas muy desagradables. Pensé que eras un hombre más fuerte. ¿Por qué dejaste suelto a tu devastador Karanar? No esperábamos semejante cosa de ti. Ha implantado aquí un gran terror. Ha lisiado a nuestros sementales, se ha llevado a las tres mejores hembras, y, además, no llegó solo: trajo una camella ensillada, por lo visto expulsó al dueño por el camino, si no ¿cómo estaría ensillada esta camella forastera? Así, pues, nos quitó a esas hembras' se las llevó a la estepa, y no deja que nadie se acerque, ni hombre ni bestia. ¿Qué vamos a hacer? Nuestro joven semental ha muerto ya con las costillas rotas. Yo quise espantar a Karanar, disparando al aire, para recuperar a las hembras. ¡A buena hora! Nada le espanta. ¡Está dispuesto a morder, o roer vivo a quien sea! Todo, con tal de que no le impidan dedicarse a su faena. No come, no bebe y va cubriendo esas hembras por turno, y de un modo que pone la tierra patas arriba. Da asco ver con quéfiereza lo hace. Brama al mismo tiempo a toda la estepa como si llegara el fin del mundo. ¡No hay valor para escucharlo! Y tengo por seguro que podría dedicarse a ello cien años seguidos sin tomarse un descanso. Nunca en la vida vi monstruo semejante. En nuestra aldea todos estamos asustados. Las mujeres y los niños tienen miedo de alejarse demasiado de casa. Por ello exijo que vengas inmediatamente y que recojas a tu Karanar. Te doy un plazo. Si dentro de veinticuatro horas no has aparecido y no nos has librado de esta pesadilla, no te enfades, querido agá. Mi escopeta es de grueso calibre. Con escopetas como ésa se derriban osos. Dispararé ante testigos contra su odiada cabeza y punto final. La piel te la mandaré en el primer tren de mercancías que pase. No tendré en cuenta que se trata de Burani Karanar. Soy un hombre que mantiene su palabra. Ven, antes de que sea tarde.

Tu Ak-Moinak nin [28] , KOSPÁN

Así se habían puesto las cosas. La carta, aunque escrita por un hombre estrafalario, contenía un aviso que era completamente serio. Yediguéi se aconsejó con Kazangap y decidió que tenía que ir inmediatamente al apartadero de Ak-Moinak.

Era algo fácil de decir, pero no tan fácil de hacer. Había que llegar a Ak-Moinak, cazar a Karanaren la estepa y regresar con aquel frío, cuando podía levantarse una ventisca en cualquier momento. Lo más sencillo sería vestirse con buen abrigo, tomar un mercancías y volver luego a lomos del camello. Pero quién sabía lo lejos que habría huido Karanaren la estepa con su harén. A juzgar por el tono de la carta, los vecinos de Ak-Moinak podían estar tan irritados que no le proporcionaran ningún camello y tuviera que ir por aquella tierra extraña a pie, persiguiendo entre montones de nieve a Karanar.

Por la mañana, Yediguei emprendió el camino. Ukubala le preparó provisiones para el viaje. Se llevó mucha ropa de abrigo. Sobre los pantalones y la chaqueta, acolchados y aguatados, se puso una pelliza de piel de oveja; calzó sus pies con botas y se cubrió la cabeza con la gorra de piel de zorro, de tres palas, una gorra en la que el viento no se filtraba ni por los lados ni por detrás, toda la cabeza y todo el cuello están entre pieles; unas calientes manoplas de piel de oveja le protegían las manos. Y cuando ensillaba la camella con la que se disponía a ir a Ak-Moinak, acudieron corriendo los hijos de Abutalip, los dos. Daúl le llevó una bufanda de lana tejida a mano.

—Tío Yediguéi, mamá dice que es para que no se te hiele el cuello —dijo al entregársela.

—¿El cuello? Di mejor la garganta.

En su alegría, Yediguéi empezó a estrechar a los niños contra su pecho, a besarlos, tan conmovido estaba que no encontraba otras palabras. Estaba, en su interior, entusiasmado como un niño: era la primera atención que recibía de parte de ella.

—Decidle a mamá —dijo a los niños al partir— que volveré pronto, si Dios quiere, mañana mismo estaré aquí. No me detendré ni un minuto. Y nos reuniremos todos y tomaremos el té.

Grandes eran las ganas de Burani Yediguéi de llegar cuanto antes al malhadado Ak-Moinak y volver rápidamente para ver lo más pronto posible a Zaripa, mirarla a los ojos y convencerse de que no era una alÑsión casual aquella bufandita que él había doblado cÑidadosamente y guardado en el bolsillo interior de la chaqueta. Al partir, y también después, cuando ya se había alejado un buen trecho de casa, apenas podía contenerse para no volver sobre sus pasos, y que el diablo se llevara al enloquecido Karanar, que lo matara en buena hora aquel Kospán y le enviara la piel, a fin de cuentas cuánto tiempo tendría que ser la niñera de aquel salvaje camello con el que le castigara el destino. ¡Que lo castigara! ¡Y con razón! Sí, tuvo estos ardientes impulsos. Pero se avergonzó. Comprendió que quedaría como un imbécil, que se deshonraría a los ojos de todos, y sobre todo a los de Ukubala y también de la propia Zaripa. Y se enfrió. Se convenció a sí mismo de que no tenía otro medio para saciar su impaciencia que el de llegar cuanto antes y regresar cuanto antes.