Oh, hubo varios incidentes parecidos. En una parodia representada por un grupo de estudiantes de arte dramático fui retratado como un pomposo misógino con acento alemán, que citaba constantemente a Housman y mordisqueaba zanahorias crudas; y una semana antes de la muerte de Shade, cierta feroz señora en cuyo club me había negado a hablar sobre el tema "The Hally Vally" (como decía ella, confundiendo el palacio de Odín con el título de una epopeya finlandesa), me dijo en mitad de tin almacén: -Es usted una persona sumamente desagradable. No entiendo cómo John y Sybil pueden soportarlo -y exasperada por mi cortés sonrisa, añadió-: Además está loco.
Pero permítaseme interrumpir el repertorio de necedades. Se pensara lo que se pensase, se dijera lo que se dijese, yo hallaba plena recompensa en la amistad de John. Esta amistad era tanto más preciosa cuanto que su ternura era intencionalmente disimulada, sobre todo cuando no nos encontrábamos solos, por la hosquedad que emana de eso que puede llamarse nobleza de corazón. Todo su ser constituía una máscara.
La apariencia física de John Shade tenía tan poco que ver con las armonías reunidas en el hombre, que uno se sentía inclinado a rechazarla como un disfraz grosero o una moda pasajera; pues si las modas de la época romántica hacían más sutil la virilidad del poeta desnudando su cuello atractivo, recortando su perfil y reflejando un lago de montaña en su pupila oval, los bardos de hoy, debido quizá a que tienen mejores oportunidades de envejecer, parecen gorilas o buitres. Había en el rostro de mi sublime vecino algo que podía haber atraído la mirada si hubiera sido sólo leonino o sólo iroqués; pero por desgracia la mezcla de los dos recordaba simplemente a un corpulento borrachín hogarthiano de sexo indeterminado. Su cuerpo deforme, aquella abundante greña gris, las uñas amarillentas de los dedos regordetes, las bolsas debajo de los ojos opacos sólo se entendían si se los consideraba como los desechos de su yo intrínseco eliminados por las mismas fuerzas de perfección que purificaban y cincelaban su verso. Shade era su propia anulación.
Tengo una fotografía de él que es mi preferida. En esa instantánea en colores tomada por alguien que fue amigo mío, un día brillante de primavera, se ve a Shade apoyado en un robusto bastón que había pertenecido a su tía Maud (véase el verso 86). Yo llevo un rompevientos blanco comprado en una tienda local de artículos de deportes y un pantalón lila procedente de Cannes. Mi mano izquierda está semi-alzada, no para palmear el hombro de Shade como parece ser la intención, sino para quitarme los lentes ahumados, cosa que no llegó a hacer en esa vida, la vida de la fotografía; y el libro de la biblioteca que tengo debajo del brazo derecho es un tratado sobre ciertos ejercicios físicos zemblanos en el que me proponía interesar a mi joven inquilino, el que tomó la foto. Una semana más tarde éste traicionaría mi confianza aprovechando sórdidamente mi ausencia motivada por un viaje que hice a Washington de donde volví para descubrir que había llevado a una prostituta pelirroja de Exton, de quien quedaban pelos y emanaciones en los tres cuartos de baño. Naturalmente, nos separamos en seguida, y entreabriendo las cortinas de la ventana, vi al malo de Bob de pie, con un aire bastante patético, con su cabeza rapada y su valija destartalada y los esquíes que yo le había dado, totalmente desamparado al borde del camino, esperando que uno de sus compañeros fuera a buscarlo llevándoselo para siempre. Puedo perdonar todo salvo la traición.
Jamás comentamos, John Shade y yo, ninguna de mis desventuras personales. Nuestra estrecha amistad se situaba en ese nivel superior, exclusivamente intelectual, en que uno puede descansar de las penas del corazón, no compartirlas. Mi admiración por él era una especie de cura de altura. Yo experimentaba una gran impresión de maravilla cada vez que lo miraba, sobre todo en presencia de otra gente, gente inferior. Esa maravilla era realzada por mi conciencia de que los otros no sentían lo que yo sentía, no veían lo que yo veía, veían en Shade un hombre corriente en vez de dejar que cada uno de sus nervios se impregnara, por así decirlo, del aura fabulosa de su presencia. Ahí está, me decía yot esa es su cabeza, que contiene un cerebro de una especie diferente de las jaleas sintéticas envasadas en los cráneos que lo rodean. Desde la terraza (de la casa del profesor C, aquella noche de marzo), está mirando el lago distante. Yo lo miro a él. Soy testigo de un fenómeno fisiológico único: John Shade percibiendo y transformando el mundo, integrándolo y desintegrándolo, reordenando sus elementos en el proceso mismo de almacenarlos para producir en una fecha no especificada un milagro orgánico, una fusión de imagen y de música, un verso. Y sentí la misma exaltación que una vez, en mi infancia, observando del otro lado de la mesa de té, en el castillo de mi tío, a un prestidigitador que acababa de ofrecer una representación fantástica y ahora comía tranquilamente un helado de vainilla. Yo miraba fijo sus mejillas empolvadas, la flor mágica en el ojal donde había pasado por una sucesión de colores diferentes y ahora se había detenido en un clavel blanco, y especialmente sus maravillosos dedos de apariencia fluida que podían, si así lo decidía, disolver la cuchara en un rayo de luz haciéndola girar, o convertir su plato en paloma arrojándolo al aire.
El poetiza de Shade est en efecto, ese súbito floreo de magia: mi canoso amigo, mi viejo y querido prestidigitador, ponía un paquete de fichas en el sombrero y sacaba un poema.
De ese poema debemos ocuparnos ahora. Mi prólogo no ha sido, así lo espero, demasiado magro. Otras notas, ordenadas en un comentario sostenido, satisfarán seguramente al lector más voraz. Aunque esas notas, con arreglo a la costumbre, vienen después del poema, se aconseja al lector consultarlas primero y luego estudiar el poema con su ayuda, releerlas naturalmente al seguir el texto y quizá, después de haber terminado el poema, consultarlas por tercera vez para completar el cuadro. En un caso como este me parece prudente eliminar la molestia de tener que pasar las páginas hacia adelante y hacia atrás, ya sea cortando y abrochando las páginas del poema o, lo que es más sencillo, comprando dos ejemplares de la misma obra que entonces pueden colocarse en posiciones adyacentes sobre una mesa confortable, no como esta cosita tambaleante en la que está ahora precariamente entronizada mi máquina de escribir en esta miserable cabina para automovilistas con ese tiovivo dentro y fuera de mi cabeza, a mil leguas de New Wye. Permítaseme afirmar que sin mis notas, el texto de Shade simplemente no tiene realidad humana alguna, pues la realidad humana de un poema como el suyo (demasiado caprichosa y reticente para una obra autobiográfica), con la omisión de muchos versos medulosos rechazados por él, tiene que depender totalmente de la realidad de su autor y lo que le rodea, de sus afectos y así sucesivamente, realidad que sólo mis notas pueden proporcionar. Probablemente mi querido poeta no hubiera suscrito esta afirmación pero, para bien o para malt es el comentador el que tiene la última palabra.