Niagarin, que había vivido en Canadá, hablaba inglés y francés; Andronnikov sabía algo de alemán. El poco zem-blano que conocían lo pronunciaban con ese cómico acento ruso que da a las vocales una especie de didáctica plenitud de sonido. Los guardias extremistas los consideraban modelos de elegancia y mi querido Odonello recibió una vez una severa reprimenda del comandante por no haber resistido a la tentación de imitar su manera de andar: los dos caminaban con el mismo paso ligero, y los dos eran evidentemente patizambos.
Cuando yo era chico, Rusia gozaba de gran popularidad en la corte de Zembla, pero aquella era una Rusia diferente, una Rusia que odiaba a los tiranos y a los filisteos, que odiaba la injusticia y la crueldad, la Rusia de las damas y los caballeros y las aspiraciones liberales. Podemos añadir que Charles el Bien Amado podía jactarse de tener un poco de sangre rusa. En la Edad Media dos de sus antepasados se habían casado con princesas de Novgorod. La Reina Yaruga (que reinó de 1799 a 1800), su tatarabuela, era medio rusa; y muchos historiadores creen que el único hijo de Yaruga, Igor, no era hijo de Urán el Ultimo (que reinó de 1798 a 1799), sino el fruto de sus amores con el aventurero ruso Hodinski, su goliart(bufón de la corte) y poeta de genio, de quien se dice que compuso en sus horas de ocio una célebre y antigua chanson de gesterusa, atribuida por lo general a un bardo anónimo del siglo XII.
Verso 682: Lang
Un Fra Pandolf moderno, sin duda. No recuerdo haber visto un cuadro semejante en toda la casa. ¿O Shade pensaba en un retrato fotográfico? Había uno sobre el piano y otro en el escritorio de Shade. Cuánto más justo hubiera sido para los lectores de Shade y de su amigo que la señora se hubiera dignado responder a algunas de mis urgentes preguntas.
Verso 691: el ataque
La crisis cardíaca de John Shade (17 de octubre de 1958) coincidió prácticamente con la llegada del Rey, disfrazado, a Norteamérica, donde bajó en paracaídas desde un avión alquilado que piloteaba el Coronel Montacute, en un campo de lujuriantes malezas provocadoras de la fiebre de heno, cerca de Baltimore, cuya oropéndola no es una oropéndola. Todo había sido perfectamente sincronizado y aun luchaba con el dispositivo francés que no le era familiar, cuando el Rolls Royce de la finca de Sylvia O'Donnell dobló desde un camino en dirección a sus sedas verdes y se acercó a lo largo del mowntropcon sus gruesas ruedas que rebotaban desaprobadoramente y la brillante carrocería negra que avanzaba despacio. De buena gana dilucidaría esta historia de paracaídas pero (por tratarse de un asunto de pura tradición sentimental más que de un útil medio de transporte), no s estrictamente necesario en estas notas sobre Pálido Fuego. mientras Kingsley, el chófer inglés, un viejo servidor absolutamente fiel, hacía lo que podía para meter el voluminoso paracaídas mal doblado en el portaequipaje, yo descansaba apoyado en el bastón-asiento que me había proporcionado, sorbiendo un delicioso scotchcon agua procedente del bar del automóvil y echando una mirada (en medio de una ovación de grillos y de ese torbellino de mariposas amarillas y marrones que tanto gustaron a Chateaubriand a su llegada a América) a un artículo del New York Timesen el que Sylvia había marcado con lápiz rojo vigorosa y desordenadamente una noticia de New Wye anunciando la hospitalización del "distinguido poeta". Yo disfrutaba ante la idea de conocer a mi poeta norteamericano favorito que, como creí en el momento, moriría mucho antes de terminar el segundo semestre, pero el desengaño no era más que un gesto de resignación mental y, dejando el periódico, miré a mi alrededor encantado y con un sentimiento de bienestar físico, a pesar de mi nariz congestionada. Más allá del campo vastos peldaños de hierba verde subían hacia sotos multicolores; por encima de ellos se podía ver el blanco frente de la finca; las nubes se fundían en el azul. De pronto estornudé y volví a estornudar. Kingsley me ofreció otro trago pero lo rechacé y me senté democráticamente a su lado en el asiento de adelante. Mi anfitriona estaba en cama, sufriendo los efectos de una inyección especial que le habían aplicado antes de hacer un viaje a cierto lugar de África. En respuesta a mi:
- ¿Cómo está usted? -Sylvia murmuró que los Andes habían estado sencillamente maravillosos, y luego con una voz ligeramente menos indolente se informó acerca de una célebre actriz con la que su hijo, decían, vivía en el pecado. Odón, dije, me había prometido que no se casaría con ella. Me preguntó si el salto había estado bien y sacudió una campanilla de bronce. ¡Querida Sylvia! Tenía en común con Fleur de Fyler un aire evasivo, una languidez en su comportamiento que era en parte natural y en parte cultivado para servirle de coartada cuando estaba borracha, y se las arreglaba para combinar de una manera maravillosa esa indolencia con una volubilidad que recordaba a un ventrílocuo cuya lenta elocución es interrumpida por su muñeco charlatán. ¡Inmutable Sylvia! Durante tres décadas yo había visto de vez en cuando, de palacio en palacio, el mismo pelo castaño lacio y corto, esos ojos infantiles azul claro, la sonrisa vacía, las largas piernas elegantes, los movimientos flexibles y vacilantes.
Apareció una bandeja con frutas y bebidas traída por una jeune beauté, como hubiera dicho el querido Marcel, y no se puede menos que pensar en otro autor, Gide el Lúcido, que en sus notas sobre África hace un elogio tan ardiente de la piel satinada de los diablillos negros.