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- Por poco pierde usted la oportunidad de conocer a nuestra estrella más brillante -dijo Sylvia, que era el miembro más importante de la dirección de la Universidad de Wordsmith (y que en realidad, había sido la única responsable de mi divertida estada allí como profesor conferenciante)-. Acabo de llamar a la Universidad, sí, tome ese taburete, y está mucho mejor. Pruebe estos frutos de mascana, los conseguí especialmente para usted, pero el muchacho es estrictamente hetero, y de un modo general, Su Majestad tendrá que ser muy prudente a partir de ahora. Estoy segura de que el lugar le agradará, aunque me gustaría saber cómo alguien puede estar tan ansioso por enseñar el zemblano. Creo que Disa debería venir también. He alquilado para usted la que pasa por ser la mejor casa, y está cerca de la de los Shade.

Ella los conocía muy poco pero Billy Reading, "uno de ios rarísimos presidentes de universidad norteamericana que sabe latín", le había contado varias historias conmovedoras acerca del poeta. Y permítaseme añadir aquí cómo me sentí honrado unos quince días más tarde de encontrar en Washington a ese espléndido caballero norteamericano poco enérgico de aspecto, distraído, pobremente vestido y cuyo espíritu era una biblioteca y no una sala de debates. Sylvia tomó el avión el lunes siguiente pero yo me quedé todavía un tiempo descansando de mis aventuras, rumiando, leyendo, tomando notas y haciendo numerosas cabalgatas por la preciosa región en compañía de dos señoras encantadoras y un tímido y joven palafrenero. Muchas veces, al irme de un lugar que me ha gustado, me he sentido como un corcho que se saca para dejar correr el vino dulce y oscuro, y después uno sale hacia nuevos viñedos y nuevas conquistas. Pasé un par de meses agradables visitando las bibliotecas de Nueva York y Washington, en Navidad tomé el avión para Florida y cuando estaba listo para ir a mi nueva Arcadia, me pareció amable y respetuoso enviar al poeta unas palabras corteses felicitándolo por el restablecimiento de su salud y "advirtiéndole" en broma que a partir de febrero tendría como vecino uno de sus más fervientes admiradores. Nunca recibí respuesta ni se mencionó más tarde mi gesto de cortesía, supongo que mis líneas se perdieron entre las muchas cartas de admiradores que las celebridades literarias reciben, aunque era de esperar que Sylvia o algún otro hubiese advertido a los Shade de mi llegada.

En realidad el restablecimiento del poeta resultó muy rápido y hubiera podido pasar por milagroso de haber habido alguna falla orgánica en su corazón. Pero no la había; los nervios de un poeta pueden jugarle las más raras pasadas, pero son capaces siempre de recobrar rápidamente el ritmo de la salud, y pronto John Shade, sentado a la cabecera de una mesa ovalada, hablaba nuevamente de Pope, su poeta favorito, a ocho jóvenes respetuosos, una lisiada que no pertenecía a la Universidad y tres estudiantes, con una de las cuales soñaba el ayudante de curso. Le habían dicho a Shade que no abreviara sus ejercicios habituales, como las caminatas, pero debo reconocer que yo mismo sentí palpitaciones y sudores fríos a la vista del precioso anciano manejando groseras herramientas de jardinería o trepando con dificultad las escaleras de la Universidad como un pez japonés remontando una catarata. Dicho sea de paso, el lector no deberá tomar demasiado en serio o al pie de la letra el pasaje sobre el médico alerta (un médico alerta que, como bien lo sé, confundió una vez una neuralgia con una esclerosis cerebral). Como supe por el propio Shade, no se hizo ninguna incisión de urgencia; no se practicó el masaje cardíaco manual, y si el corazón había dejado de bombear del todo, la pausa debió de haber sido muy breve y por así decir superficial. Todo esto, desde luego, no disminuye la gran belleza épica del pasaje. (Versos 691-697.)

Verso 697: un destino más concluyente.

Gradus aterrizó en el aeropuerto de la Cote d'Azur a comienzos de la tarde del 15 de julio de 1959. A pesar de sus preocupaciones no dejó de impresionarle el torrente de magníficos camiones, de ágiles bicicletas a motor y de cosmopolitas coches privados de la Promenade. Recordaba y detestaba el calor tórrido y el azul enceguecedor del mar. El Hotel Lazuli, donde antes de la Segunda Guerra Mundial había pasado una semana con un terrorista tísico, cuando era un lugar sórdido, apenas con agua corriente, frecuentado por jóvenes alemanes, era ahora un lugar sórdido, con apenas agua corriente, frecuentado por viejos franceses. Estaba situado en una calle transversal, entre dos arterias paralelas al muelle, y el incesante gruñido de la circulación entrecruzada mezclado con el estrépito y el chirriar de los trabajos de construcción que se desarrollaban bajo los auspicios de una grúa frente al hotel (que dos décadas atrás estaba rodeado de una calma chicha), fue una deliciosa sorpresa para Gradus, que siempre había gustado un poco del ruido para no pensar (" Ca distrait", como dijo a la mujer del hotelero y a su hermana que le pedían disculpas).

Después de lavarse escrupulosamente las manos, salió con un temblor de excitación que recorría como un acceso de fiebre su torcida columna vertebral. En una de las mesas de la terraza de un café en la esquina de su calle y la Promenade, un hombre con una chaqueta verde botella, sentado en compañía de una mujer que evidentemente era una prostituta, se cubrió la cara con las dos manos, emitió el sonido de un estornudo sofocado y siguió tapándose con las manos como pretendiendo esperar el segundo estornudo. Gradus caminaba por el lado norte del muelle. Después de detenerse un minuto delante del escaparate de una tienda de souvenirs, entró, preguntó el precio de un pequeño hipopótamo de vidrio violeta y compró un mapa de Niza y sus alrededores. Mientras se dirigía a la parada de taxis de la rué Gambetta, observó a dos jóvenes turistas de camisas chillonas manchadas de sudor, la cara y el cuello de un rosa brillante por el calor y una imprudente exposición al sol; llevaban cuidadosamente dobladas sobre el brazo las chaquetas cruzadas y forradas de seda de sus trajes oscuros de amplios pantalones y no miraron a nuestro detective que, a pesar de ser excepcionalmente poco observador, sintió la ondulación de algo vagamente familiar cuando le rozaron al pasar. Los turistas no sabían nada de su presencia en el extranjero ni de su interesante trabajo; en realidad sólo pocos minutos antes el superior de ellos y de él había sido informado de que Gradus estaba en Niza y no en Ginebra. Tampoco Gradus había sido informado de que le ayudarían en su búsqueda los deportistas soviéticos Andronnikov y Niagarin, a quienes había encontrado por casualidad una o dos veces en las dependencias del Palacio de Onhava cuando reponía el cristal roto de una ventana o verificaba para el nuevo gobierno los raros vidrios de Rippleson en uno de los invernaderos que habían sido del Rey; y en el momento siguiente había perdido el hilo que le hubiera permitido reconocerlos mientras con la contorsión prudente de piernicorto se instalaba en el asiento posterior de un viejo Cadillac y pedía que lo llevaran a un restaurante entre Pellos y Cap Ture. Es difícil decir cuáles eran las esperanzas y las intenciones de nuestro hombre. ¿Quería simplemente echar un vistazo a una piscina imaginada a través de los mirtos y los laureles rosa? ¿Esperaba escuchar la continuación del trozo de bravura de Gordon ejecutado ahora en una nueva interpretación por dos manos más grandes y más fuertes? ¿Se hubiera arrastrado, pistola en mano, hasta el lugar donde un gigante extendido como un águila tomaba un baño de sol, con el vello de su pecho formando un águila desplegada? No lo sabemos, y el propio Gradus tal vez tampoco lo sabía; de todas maneras le fue ahorrado un viaje innecesario. Los chóferes de taxi de hoy son tan charlatanes como lo eran los peluqueros de ayer, y aun antes de que el viejo Cadillac hubiera salido de la ciudad, nuestro infortunado matón sabía que el hermano de su chófer había trabajado en los jardines de Villa Disa pero que ahora nadie vivía allí, porque la Reina se había marchado a Italia hasta fines de julio. En el hotel la propietaria radiante le tendió un telegrama. Era una reprimenda en danés por haber salido de Ginebra la orden de no hacer nada hasta recibir nuevas noticias. ce le aconsejaba también que olvidara su trabajo y se divirtiera- ¿Pero qué (salvo sus sueños de sangre) hubiera podido divertirlo? No le interesaban ni las excursiones turísticas ni las playas. Hacía mucho que había dejado de beber. No iba a los conciertos. No jugaba. Los impulsos sexuales que tanto le molestaran en una época, ahora se habían acabado. Después que su mujer, ensartadura de perlas en Radugovitra, lo abandonó (por un amante gitano), él había vivido en el pecado con su suegra hasta que la llevaron, ciega e hidrópica, a un asilo para viudas necesitadas. Desde entonces había intentado varias veces castrarse, se había internado en el Hospital Glassman con una infección grave y ahora, a los cuarenta y cuatro años, estaba totalmente curado de la lujuria que la Naturaleza, esa gran tramposa, pone en nosotros para incitarnos a la propagación. No es de extrañarse que el consejo de que se divirtiera le enfureciese. Creo que voy a interrumpir aquí esta nota.