cuando cualquier cretino puede armar la cosa;
una época en que una banda de sinvergüenzas puede pasar
por el selenógrafo; una época cómica
que ve en el Dr. Schweitzer a un gran sabio.
Habiendo tachado esto, el poeta ensayó otro tema, pero estos versos también quedaron suprimidos:
Inglaterra donde los poetas volaron más alto, ahora
quiere que arrastren los pies y que Pegaso are;
añora los mercaderes de prosa del Grupo de los Mugrientos,
el Hombre Mensaje, al ganso babieca
y todas las novelas sociales de nuestra época
no dejan más que una pizca de polvo de carbón en la página.
Verso 929: Freud
Con los ojos del alma veo de nuevo al poeta desplomándose literalmente en el jardín, golpeando el césped con el puño y torciéndose y aullando de risa, y yo mismo, el Dr. Kinbote, la barba inundada en un torrente de lágrimas mientras trataba de leer inteligiblemente fragmentos de un libro que había escamoteado de un aula: una obra erudita sobre psicoanálisis, utilizado en las facultades norteamericanas, repito, utilizado en las facultades norteamericanas. Ay, sólo encuentro dos pasajes copiados en mi cuaderno de notas:
Al hurgarse la nariz a pesar de todas las órdenes de no hacerlo, o cuando el muchacho se pasa el tiempo metiendo el dedo en el ojal… el maestro analista sabe que el apetito del lujurioso no conoce límites en su fantasía.
(Citado por el Profesor C. de la obra del Dr. Oskar Pfister, The Psychoanalytical Method, 1917, N.Y., p. 79)
El gorrito de terciopelo rojo en la versión alemana de Caperucita Roja es un símbolo de menstruación.
(Citado por el Profesor C. de la obra de Erich Fromm, The Forgotten Language, 1951, N.Y., p. 240)
¿Esos payasos creen realmente en lo que enseñan?
Verso 934: grandes camiones
Debo decir que no recuerdo haber oído muy a menudo que pasaran por nuestra vecindad "grandes camiones". Coches ruidosos, sí, pero no camiones.
Verso 937: vieja Zembla
Hoy soy un comentador cansado y triste.
Paralelamente al lado izquierdo de la ficha (la setenta y seis) el poeta ha escrito, la víspera de su muerte, un verso (de la Segunda Epístola del Ensayo sobre el hombre, de Pope) que quizá tenía intención de citar en una nota de pie de pagina:
En Groenlandia, en Zembla o Dios sabe dónde
¿Así que esto es lo que ese viejo traidor de Shade podí decir de Zembla… mi Zembla? ¿Mientras se afeitaba? Ex traño, extraño…
Versos 939-940: La vida del hombre, etc.
Si entiendo correctamente el sentido de esta sucinta obse vación, nuestro poeta sugiere aquí que la vida humana no es sino una serie de notas de pie de página de una vasta y oscura obra maestra inconclusa.
Verso 949: Y todo el tiempo
Así, en algún momento de la mañana del 21 de julio, el último día de su vida, John Shade empezó su último paquete de fichas (setenta y siete a ochenta). Dos zonas de tiempo silencioso se habían fundido ahora para formar el tiempo corriente del destino de un solo hombre; y no es imposible que el poeta en New Wye y el matón en Nueva York se hayan despertado esa mañana con el mismo tictac del reloj de su Cronometrista.
Verso 949: todo el tiempo
Y todo el tiempo Gradus se iba acercando.
Una tormenta formidable lo había recibido en Nueva York la noche de su llegada de París (lunes 20 de julio). La lluvia tropical había inundado los subsuelos y las vías del subterráneo. Reflejos caleidoscópicos jugaban en las calles como ríos. Vinogradus nunca había visto semejante despliegue de relámpagos, Jacques d'Argus tampoco -o Jack Grey, más exactamente (¡no olvidemos a Jack Grey!)-. Se instaló en un hotel de tercera clase de Broadway y durmió profundamente, tendido boca arriba sobre las sábanas, con un pijama rayado -del tipo que los zemblanos llaman rusker sirsusker("ropa de seersuckerruso")- con los calcetines puestos, como de costumbre: desde el n de julio, en que había visitado una casa de baños finlandesa en Suiza no se había visto los pies desnudos.
Ahora era el 21 de julio. A las ocho de la mañana Nueva York despertó a Gradus con un estrépito violento. Como de costumbre empezó su confusa existencia diaria sonándose la nariz. Después sacó de una caja de cartón donde la guardaba por la noche y se metió en la boca de máscara de Comus, una dentadura postiza excepcionalmente grande y de aspecto terrible: el único defecto grave, en realidad, de su aspecto por lo demás inofensivo. Hecho esto, extrajo de su portafolios dos galletitas que había guardado y un bocadillo de seudojamón aún más viejo todavía, pero de gusto aceptable, pequeño, blanduzco, vagamente asociado a su viaje en ferrocarril de Niza a París la noche del sábado precedente, no tanto por espíritu de economía de su parte (las Sombras le habían adelantado, por lo demás, una bonita suma) como por un apego animal a los hábitos de su frugal juventud. Después de desayunar en la cama con esas golosinas, empezó los preparativos para el día más importante de su vida. Se había afeitado el día anterior, eso era cosa resuelta. Metió su fiel pijama no en la valija sino en el portafolios, se vistió, sacó del interior de la chaqueta un peine de carey rosa de bolsillo, de dientes mugrientos, se lo pasó por el pelo erizado, se puso cuidadosamente el sombrero de fieltro, se lavó las dos manos con el lindo y moderno jabón líquido en el lindo, moderno y casi inodoro lavatorio situado del otro lado del corredor, orinó, se enjuagó una mano y sintiéndose limpio y pulcro, salió a dar una vuelta.
Era la primera vez que visitaba Nueva York, pero como muchos semicretinos, estaba por encima de las novedades. La noche anterior había contado las hileras ascendentes de ventanas iluminadas en varios rascacielos, y ahora, después de verificar la altura de unos cuantos edificios más, consideró que sabía todo cuanto había que saber. Tomó una taza desbordante y medio platillo de café en un mostrador atestado y húmedo y se pasó el resto de la mañana azul humo pasando de un banco a otro y de un periódico a otro en las avenidas del lado oeste de Central Park.