Empezó con el ejemplar del día del New York Times. Moviendo los labios con retorcimiento de gusano, leyó acerca de toda clase de temas. Hrushchov (que escribían "Khrushchev") había retardado súbitamente una visita a Escandinavia para ir en cambio a Zembla (aquí sintonizó: " Vi nazivaete sebya semblerami, ¡Ustedes se llaman zemblanos, a ya vas naz'ivayu zemlyakamil, y yo les llamo camaradas compatriotas!" Risas y aplausos). Los Estados Unidos se disponían a lanzar el primer barco mercante atómico (únicamente para fastidiar a los rusos, naturalmente. J. G.). Anoche en Newark, en una casa de departamentos de 555 South Street, cayó un rayo que destruyó un televisor e hirió a dos personas que miraban a una actriz perdida en una violenta tormenta de estudio (¡esos espíritus atormentados son terribles! C. X. K. testeJ. S.). La Joyería Rachel, de Brooklyn, pide, en caracteres perla, un pulidor “que tenga experiencia en joyas de fantasía" (oh, Degré lá tenía). Los hermanos Helman dijeron que habían colaborado en las negociaciones para levantar un pagaré importante: 5 000 000 de dólares, Decker Glass Manufacturing Company, Inc., que vence el 1o de julio de 1979, y Gradus, de nuevo joven, releyó esto dos veces, quizá con el pensamiento gris en el fondo de que al día siguiente cumpliría sesenta y cuatro años (sin comentario). En otro banco encontró un ejemplar del lunes del mismo periódico. Durante una visita a un museo de Tiitehorse (Gradus lanzó un puntapié a una paloma que se acercaba demasiado), la Reina de Inglaterra se dirigió a un rincón de la Sala de los Animales Blancos, se quitó el guante derecho y volviendo la espalda a varias personas que evidentemente la miraban, se frotó la frente y un ojo. Había estallado una rebelión pro roja en Iraq. Interrogado sobre la exposición soviética del New York Coliseum, Carl Sandburg, poeta, respondió, y yo cito: "Se dirigen a los niveles intelectuales más altos." Un plumífero encargado de reseñar nuevos libros para turistas, hablando de su propio viaje a Noruega dijo que los fiordos son demasiado famosos como para necesitar de (su) descripción, y que todos los escandinavos aman las flores. Y en un picnic para niños de todos los países, una mocosa zemblana le gritó a una amiguita japonesa: Ufgut, ujgut, velkam ut Semblerland!(¡Adiós, adiós, hasta la vista en Zembla!) Confieso que ha sido un juego maravilloso consultar en la biblioteca Universitaria de Wordsmith diversas efemérides por encima de la sombra de unas hombreras.
Jacques d'Argus miró por vigésima vez su reloj. Se paseó como una paloma, con las manos detrás de la espalda. Se hizo lustrar los zapatos marrones y apreció la forma en que el muchachito, lindo pero sucio, hacía restallar la franela tensa. En un restaurante de Broadway consumió una gran porción de cerdo rosado con chucrut, una doble ración de patatas fritas elásticas y la mitad de un melón demasiado maduro. Desde mi nubecita alquilada lo contemplo con tranquila sorpresa: ¡ahí está ese individuo dispuesto a cometer un acto monstruoso, y disfrutando groseramente de una grosera comida! Debemos suponer, pienso, que la imaginación que podía tener al proyectarse se detenía en el acto, al borde de todas las consecuencias posibles; consecuencias fantasmagóricas, comparables a los dedos fantasmagóricos de un amputado o al despliegue en abanico de casillas que un caballo de ajedrez (esa pieza saltadora), de pie en una fila marginal, "siente" en extensiones espectrales más allá del tablero, pero que no tienen ningún efecto sobre sus movimientos reales, sobre el juego real.
Volvió y pagó el equivalente de tres mil coronas zemblanas por su breve pero agradable estada en el Beverland Hotel. Con la ilusión de una previsión práctica, confió su valija de fibra y -después de un momento de vacilación-, su impermeable, a la seguridad anónima de un depósito cerrado con llave de la estación, donde supongo que todavía están tan cómodamente instalados como mi cetro tachonado de piedras preciosas, el collar de rubíes y la corona constelada de diamantes en… poco importa dónde. Para su viaje fatídico sólo tomó el destartalado portafolios negro que conocemos; contenía una camisa de nylon limpia, un pijama sucio, una máquina de afeitar, una tercera galletita, una caja de cartón vacía, un viejo periódico ilustrado que no había terminado de mirar en el parque, un ojo de vidrio que había hecho una vez para su vieja amante, y una docena de folletos sindicalistas, cada uno en varios ejemplares, impresos por sus propias manos varios años atrás.
Tenía que presentarse en el aeropuerto a las dos de la tarde. La noche antes, al hacer la reservación, no había podido conseguir un asiento en el vuelo que salía antes para New Wye debido a un congreso que se reunía allá. Había ojeado las guías de ferrocarril, pero evidentemente las había organizado algún bromista pues el único tren directo (llamado la Rueda Cuadrada por nuestros zarandeados sacudidos estudiantes) salía a las 5.13 de la mañana, se retrasaba en los paraderos y tardaba once horas en recocer las cuatrocientas millas hasta Exton; se podía tratar de trampear pasando por Washington, pero entonces había que esperar allí por lo menos tres horas la partida de un somnoliento tren ómnibus local. Los autobuses estaban descartados por lo que concernía a Gradus pues se mareaba siempre a menos que se drogara con píldoras de Fahrmamine, y eso hubiera podido afectar su objetivo. Pensándolo bien, de todas maneras no se sentía demasiado seguro.
Gradus está ahora mucho más cerca de nosotros en el espacio y en el tiempo de lo que estaba en los cantos anteriores. Tiene el pelo negro, cortado en cepillo. Podemos llenar el triste óvalo de su cara con la mayoría de sus elementos como cejas espesas y una verruga en el mentón. Tiene una tez encendida pero malsana. Podemos ver casi en foco la estructura de sus órganos de visión un tanto mesméricos. Vemos su melancólica nariz con el puente ganchudo y la extremidad hendida. Vemos el azul mineral de su mandíbula y el rugoso pointilléde su bigote afeitado.
Conocemos ya algunos de sus gestos, conocemos la actitud de chimpancé de su ancho cuerpo y sus cortas patas traseras. Hemos oído hablar bastante de su traje arrugado. Podemos por fin describir su corbata, regalo de Pascua de un carnicero coqueto, su cuñado en Onhava: imitación seda, color marrón chocolate, con rayas rojas, el extremo metido en la camisa entre el segundo y el tercer botón, moda zem-blana de los años 30, para sustituir el chaleco paterno si se ha de creer a los eruditos. Repulsivos pelos negros cubren el dorso de sus honestas y rudas manos, las manos escrupulosamente limpias de un artesano ultrasindicado, con una notable deformación de los dos pulgares, típica de los fabricantes de arandelas de candelero. Vemos con bastante brusquedad su carne húmeda. Podemos incluso distinguir (mientras, de frente, pero con seguridad, como fantasmas pasamos a través de él, a través de la centelleante hélice de su máquina voladora, a través de los delegados que nos saludan con la mano y nos sonríen), su interior magenta y color mora y la ola extraña y no tan buena que ondula en sus entrañas.
Podemos ahora ir más lejos y describir a un médico o a cualquiera que esté dispuesto a escucharnos, la condición de su alma de primate. Podía leer, escribir y montar, estaba dotado de una módica conciencia de sí mismo (con la que no sabía qué hacer), cierta conciencia de la duración y una buena memoria para las caras, los nombres, las fechas y cosas por el estilo. Espiritualmente no existía. Moralmente era un maniquí persiguiendo a otro maniquí. El hecho de que su arma fuera real y su presa un ser humano altamente desarrollado, este hecho pertenecía a nuestro mundo de acontecimientos; en el suyo, no tenía ningún sentido. Les concedo que la idea de destruir al "rey" le daba cierto grado de placer y por lo tanto deberíamos añadir a la lista de sus elementos personales la capacidad de concebir nociones, sobre todo nociones generales, como he mencionado en otra nota que no me molestaré en buscar. Quizá haya (y estoy concediendo mucho) una ligera, muy ligera satisfacción sensual, no mayor diría yo de la que siente un pequeño hedonista en el momento en que, conteniendo la respiración delante de un espejo de aumento, las uñas de los pulgares apretando con mortal seguridad los dos lados de un punto negro, expulsa totalmente el pequeño cilindro sebáceo y semitransparente de un comedón, y lanza un Ah de alivio. Gradus no hubiera matado a nadie si no hubiese obtenido placer no sólo del acto imaginado (en la medida en que era capaz de imaginar un futuro palpable) sino también de saberse encargado de la responsabilidad de una misión importante (que lo ponía en la obligación de matar) por un grupo de personas que participaban de su noción de la justicia, pero no hubiera aceptado ese trabajo si en el asesinato no hubiese encontrado algo semejante al pequeño estremecimiento bastante repugnante del anticomedón.