He considerado en mi nota anterior (ahora veo que es la nota al verso 171) las aversiones particulares y por lo tanto los motivos de nuestro "hombre automático", como dije en un tiempo en que éste tenía menos realidad corporal, no ofendía los sentidos tan violentamente como ahora; cuando estaba, en una palabra, más alejado de nuestra soleada, verde Arcadia, olorosa a hierba. Pero Nuestro Señor ha hecho al hombre tan maravillosamente que por mucho que uno salga a la caza de motivos y haga búsquedas racionales no se puede explicar realmente cómo y por qué alguien es capaz de destruir a uno de sus semejantes (este razonamiento exige, lo sé, que concedamos temporalmente a Gradus la condición de hombre), a menos que sea para defender la vida de su hijo, o la propia, o la obra de toda una vida; de modo que en el juicio definitivo del caso Gradus contra la Corona, yo propondría que si su imperfección humana se juzgara insuficiente para explicar su absurdo viaje a través del Atlántico únicamente para vaciar la recámara de su pistola, admitiéramos, Doctor, que nuestro semihombre era también medio loco.
A bordo del pequeño e incómodo avión que volaba hacia el sol, se encontró calzado entre varios delegados que iban con retraso a la Conferencia Lingüística de New Wye, todos ellos con su insignia en la solapa y representando la misma lengua, pero ninguno capaz de hablarla, de modo que la conversación se desarrollaba (por encima de nuestro encorvado asesino y de todos los lados de su cara inmóvil) en un angloamericano bastante ordinario. Durante esta prueba el pobre Gradus no cesaba de preguntarse cuál era la causa de otro malestar que lo afectaba de vez en cuando durante el vuelo y que era peor que el parloteo de los monolingüistas. No podía decidir a qué atribuirlo -si al cerdo, el repollo, las papas fritas o el melón-, pues después de haberlos regustado uno tras otro en espasmos retrospectivos, había poca elección entre sus sabores diferentes pero igualmente repugnantes. Mi propia opinión, que me gustaría ver confirmada por el Doctor, es que el bocadillo francés estaba empeñado en una sanguinaria lucha intestina con las "French Fries" (papas fritas).
Al llegar, después de las cinco, al aeropuerto de New Wye, bebió dos vasos de buena leche fría que le sirvió una máquina automática y compró un mapa en el mostrador. Golpeando con sus gruesos dedos cuadrados la configuración del terreno de la Universidad que parecía un estómago retorcido, preguntó al empleado cuál era el hotel más cercano a la Universidad. Le dijeron que un auto lo llevaría al CampusHotel que estaba a unos minutos a pie del Main Hall (hoy Shade Hall). Durante el trayecto sintió de pronto angustias tan apremiantes que se vio obligado a visitar el lavabo no bien llegó al hotel, totalmente lleno. Allí sus tormentos se resolvieron en un torrente ardiente de indigestión. Apenas se había abrochado el pantalón y verificado el bulto del bolsillo, cuando nuevos calambres y punzadas le obligaron a descubrirse otra vez los muslos, cosa que hizo con prisa tan torpe que poco faltó para que su pequeña Browning desapareciera en las profundidades del retrete.
Todavía se quejaba y hacía crujir los dientes postizos cuando su persona y su portafolios volvieron a ofender al sol que brillaba a través de los árboles con toda clase de efectos moteados. College Town estaba animada de estudiantes de los cursos de verano y visitantes lingüistas, entre los cuales Gradus hubiera podido pasar fácilmente por un vendedor ambulante de textos elementales de inglés básico para escolares norteamericanos o de esas maravillosas máquinas nuevas de traducir que hacen el trabajo tanto más rápido que un hombre o un animal.
Una gran decepción le esperaba en Main Halclass="underline" estaba cerrado todo el día. Tres estudiantes tendidos en el césped le aconsejaron que probara la Biblioteca, y los tres se la señalaron del otro lado del jardín. Allí se dirigió nuestro asesino.
- No sé dónde vive -dijo la muchacha de la recepción-. Pero sé que está aquí en este momento. Lo encontrará, estoy segura, en el Tres Noroeste, donde tenemos la Colección Islandesa. Tomé la dirección sur (agitando el lápiz) y doblé al oeste, y después de nuevo al oeste donde verá una especie de, una especie de… (el lápiz traza un movimiento circular -¿mesa redonda? ¿o anaqueles curvos?-). No, espere un momento, sería preferible que continuara en la dirección oeste hasta encontrar la sala Florence Houghton, y allí usted cruza y pasa a la parte nordeste del edificio. No se puede equivocar (el lápiz vuelve detrás de la oreja).
Como no era ni marino ni un rey fugitivo, no tardó en perderse y después de recorrer en vano un laberinto de anaqueles, preguntó por la Colección Islandesa a una vieja bibliotecaria de aire severo que verificaba fichas en un fichero de acero, sobre un rellano. Sus instrucciones lentas y detalladas lo devolvieron rápidamente al mostrador principal.
- Por favor, no puedo encontrar -dijo meneando lentamente la cabeza.
- Así que no… -empezó la muchacha, y de pronto señaló hacia arriba-: ¡Oh, ahí está!
Por la galería abierta que dominaba el hall, paralelamente, al costado estrecho, un hombre alto, barbudo, se dirigía con paso rápido y militar del este hacia el oeste. Había desaparecido detrás de una biblioteca, pero no antes de que Gradus hubiera reconocido la figura alta y robusta, el porte erguido, la nariz aguileña, las cejas rectas y el balanceo enérgico del brazo de Charles Xavier el Bienamado.
Nuestro perseguidor se precipitó hacia la escalera más cercana… y se encontró en seguida en el silencio encantado de los Libros Raros. La sala era hermosa y no tenía puertas; en realidad pasaron unos momentos antes de descubrir la entrada con colgaduras que acababa de utilizar. Las horribles perplejidades de su búsqueda combinadas con la reanudación de los intolerables dolores de vientre le hicieron volver precipitadamente atrás -bajó corriendo tres peldaños, volvió a subir nueve e irrumpió en una sala circular donde un profesor calvo, tostado por el sol, en camisa hawaiana, estaba sentado a una mesa redonda leyendo con expresión irónica en el rostro un libro ruso. No prestó atención a Gradus que cruzó la sala, pasó por encima de un perrito blanco y gordo, se precipitó ruidosamente por una escalera de caracol y se encontró en la Bóveda P. Allí un pasillo bien iluminado, bordeado de caños, blanqueado con cal lo condujo al súbito paraíso de un retrete para plomeros o eruditos perdidos donde, blasfemando, sacó precipitadamente su browningdel precario bolsillo posterior, se lo puso en la chaqueta y se alivió de otra porción del infierno líquido que tenía en su interior. Empezó a subir de nuevo y observó en la luz del templo de los anaqueles a un empleado, un esbelto joven hindú, con una ficha de préstamo en la mano. Yo nunca había hablado con ese muchacho pero había sentido más de una vez sobre mí su mirada azul-marrón, y sin duda mi seudónimo académico le era familiar, pero alguna célula sensible en él, algún acorde de intuición reaccionaron a la brutalidad de la pregunta del asesino, como para protegerme de un vago peligro, sonrió y dijo: -No lo conozco, señor.