Me sentía disperso en el espacio y en el tiempo:
un pie en la cima de una montaña, una mano 150
bajo los guijarros de un arroyo jadeante,
una oreja en Italia, un ojo en España,
en las grutas mi sangre y en las estrellas mi cerebro.
Había sordas palpitaciones en mi Triásico; verdes
manchas ópticas en el Pleistoceno Superior,
y un estremecimiento helado en mi Edad de Piedra,
y todos los mañanas en mi huesecillo de la risa.
Durante un invierno, cada tarde
me hundí en aquel desmayo momentáneo.
Y después desapareció. Se borró su recuerdo. 160
Mi salud mejoró. Hasta aprendí a nadar.
Pero como un muchachito obligado a calmar
con su pura lengua la abyecta sed de una mujer,
fui corrompido, aterrado, fascinado,
y aunque el viejo doctor Colt me declaró curado
de lo que, decía, eran sobre todo males del crecimiento,
la maravilla dura y la vergüenza permanece.
CANTO SEGUNDO
Hubo un tiempo, en mi loca juventud,
en que sospeché vagamente que la verdad
sobre la supervivencia después de la muerte era conocida 170
por cada ser humano; sólo yo
no sabía nada, y una gran conspiración
de libros y personas me ocultaba la verdad.
Hubo un día en que empecé a dudar
de la cordura del hombre: ¿Cómo podía vivir sin
saber con certeza qué alba, qué muerte, qué castigo
aguardaba a la conciencia más allá de la tumba?
Y finalmente fue la noche insomne
en que decidí explorar y combatir
el inmundo, el inadmisible abismo 180
dedicando toda mi perversa vida a esta
tarea única. Hoy cumplo sesenta y un años. Los picoteros
picotean las bayas. Una cigarra canta.
Las tijeritas que estoy usando son
una deslumbrante síntesis de sol y estrella.
De pie delante de la ventana, me corto
las uñas y tengo una vaga conciencia
de ciertos parecidos fugitivos: el pulgar,
el hijo de nuestro almacenero; el índice, delgado y taciturno,
el astrónomo del College, Starover Blue; 190
el mediano, un sacerdote alto que conocí;
el femenino anular, una vieja coqueta;
y el auricular, un niñito prendido a su falda.
Y gesticulo mientras me corto las finas
pieles de lo que Tía Maud llamaba "cutícula".
Maud Shade tenía ochenta años cuando un brusco silencio
cayó sobre su vida. Vimos la rojez furiosa
y la torsión de la parálisis asaltar
su noble mejilla. La trasladamos a Pinedale,
célebre por su sanatorio. Se quedaba allí sentada 200
al sol vidriado y miraba la mosca posarse
en su vestido y luego en su muñeca.
Su espíritu iba desvaneciéndose en la bruma creciente.
Aún podía hablar. Se detenía, tanteaba y encontraba
algo que parecía primero un sonido utilizable,
pero desde las células adyacentes, unos impostores ocupaban
el lugar de las palabras necesarias, y su mirada
deletreaba la súplica mientras trataba en vano
de razonar con los monstruos de su cerebro.
¿Qué momento de la desintegración gradual 210
elige la resurrección? ¿Qué año? ¿Qué día?
¿Quién tiene el cronómetro? ¿Quién arrolla la cinta?
¿Son algunos menos afortunados o escapan todos?
Silogismo: Otros hombres mueren; pero yo no soy
otro; por lo tanto no moriré.
El espacio es un enjambre en los ojos; y el tiempo
un zumbido en los oídos. En esta colmena
estoy encerrado. Sin embargo, si antes de vivir
hubiésemos sido capaces de imaginar la vida, ¡qué loca,
imposible, indeciblemente extraña, 220
maravillosa absurdidad nos hubiera parecido!
Entonces, ¿por qué unirnos a la risa del vulgo? ¿Por qué
despreciar un más allá que nadie puede verificar:
las delicias del Turco, las futuras liras, las conversaciones
con Sócrates y Proust en avenidas de cipreses,
el serafín con seis alas de flamenco,