El jardinero tomó el vaso de agua que yo había puesto junto a un tiesto de flores al lado de los peldaños de la entrada y lo compartió con el asesino, luego lo acompañó al retrete del subsuelo y en seguida llegaron la policía y la ambulancia, y el pistolero dio como nombre Jack Grey, sin domicilio fijo, salvo el Instituto de Criminales Alienados Criminales, ici, perro bueno, que evidentemente hubiera debido ser su dirección permanente desde siempre y de donde la policía creyó que se había escapado.
- Ven, Jack, vamos a ponerte algo en la cabeza -dijo un policía tranquilo pero decidido, pasando por encima del cadáver, y después hubo el momento horrible en que la hija del Dr. Sutton llegó con Sybil Shade.
En el curso de esa noche caótica encontré un momento para trasladar el poema de debajo de los zapatos de las cuatro ninfetas de Goldsworth a la austera seguridad de mi valija negra, pero sólo al alba consideré que el momento era bastante seguro para examinar mi tesoro.
Sabemos con qué firmeza, con qué estupidez, creí que Shade estaba componiendo un poema, una especie de romaunt, sobre el Rey de Zembla. Estábamos preparados para la horrible decepción que me aguardaba. ¡Oh, yo no esperaba que él se dedicara totalmentea ese tema! Hubiera podido mezclarse desde luego con cosas de su propia vida y con miscelánea americana, pero yo estaba seguro de que su poema contendría los maravillosos incidentes que le había descripto, los personajes que había hecho vivir para él y toda la atmosphèreúnica de mi reino. Incluso le había sugerido un buen título, el título del libro que yo tenía en mí y del que él no tenía más que cortar las páginas: Solus Rex; en cambio vi Pálido Fuego, que no significaba nada para mí. Empecé a leer el poema. Leí cada vez más rápido. Avanzaba velozmente, gruñendo como un joven heredero furioso que recorre el testamento de un viejo embaucador. ¿Dónde estaban las almenas de mi castillo al sol poniente? ¿Dónde estaba Zembla la Bella? ¿Dónde su cadena de montañas? ¿Dónde su largo estremecimiento a través de la niebla? ¿Y mis encantadores muchachos-flores, y la gama de los vitrales, y los Paladines de la Rosa Negra, y todo aquel cuento maravilloso? ¡Allí no había nada de eso! La compleja colaboración que yo había tratado de imponerle con la paciencia de un hipnotizador y el apremio de un amante, sencillamente faltaba. ¡Ah, pero no puedo expresar mi sufrimiento! En lugar de la historia gloriosa y salvaje, ¿qué había? Un relato autobiográfico, eminentemente appalachiano, más bien pasado de moda, en un estilo prosódico neo-Pope -muy bien escrito, naturalmente, Shade no podía escribir sino muy bien- pero desprovisto de mi magia, de esa especial y rica corriente de locura mágica que, yo estaba seguro, la recorrería y le haría trascender su época.
Poco a poco recobré mi compostura habitual. Releí Pálido Fuegocon más detenimiento. Me gustó más cuando esperaba menos. ¿Y qué era eso? ¿Qué era esa música tenue y distante, esos vestigios de color en el aire? Descubrí aquí y allá y especialmente, especialmente en las inestimables variantes, ecos y lentejuelas de mi espíritu, las olitas de la larga estela de mi gloria. Sentía ahora una ternura nueva, compasiva hacia el poema como la que se siente por una joven criatura inconstante que ha sido raptada y brutalmente poseída por un gigante negro pero que está de nuevo a salvo en nuestro salón y nuestro parque, silbando con los palafreneros, nadando con la foca amaestrada. El lugar todavía duele, tiene que doler, pero con extraña gratitud besamos esos pesados párpados húmedos y acariciamos esa carne mancillada.
Mi comentario al poema, que mi lector tiene ahora entre las manos, representa una tentativa de escoger entre esos ecos y olitas de fuego, entre esas pálidas alusiones fosforescentes y las muchas deudas subliminales contraídas conmigo. Algunas de mis notas pueden parecer amargas, pero he hecho lo que he podido por no expresar rencor. Y en este escollo final mi intención no es quejarme del absurdo vulgar y cruel de que los periodistas profesionales y los "amigos" de Shade en las noticias necrológicas que cocinaron se permitieran escupir al describir falsamente las circunstancias de la muerte de Shade. Considero sus referencias a mi respecto como una mezcla de bajeza periodística y de veneno viperino. No dudo de que muchas de las declaraciones hechas en esta obra serán descartadas por las partes culpables cuando aparezca. La Sra. Shade no recordará que su marido, "que le mostraba todo", le hubiera mostrado una o dos de las. preciosas variantes. Las tres estudiantes tendidas en la hierba se levantarán totalmente amnésicas. La muchacha del mostrador de la Biblioteca no se acordará (le habrán dicho que no se acuerde) de que nadie hubiese preguntado por el Dr. Kinbote el día del crimen. Y estoy seguro de que Mr. Emerald interrumpirá brevemente su investigación de los encantos elásticos de alguna estudiante mamífera para negar con el vigor de una excitada virilidad que llevara jamás a nadie a mi casa aquella noche. En otras palabras, se hará todo por separar completamente a mi persona del destino de mi querido amigo.
Sin embargo he tenido mi pequeño desquite: la falsa interpretación pública me ha ayudado indirectamente a obtener el derecho de publicar Pálido fuego. Mi buen jardinero, al contar con entusiasmo a todo el mundo lo que había visto, se equivocó seguramente en varios puntos, no tanto quizá en su relato exagerado de mi "heroísmo", como en la suposición de que había sido deliberadamente el blanco del tal Jack Grey; pero la -viuda de Shade se sintió tan profundamente afectada por la idea de que me hubiese "lanzado" entre el pistolero y su víctima, que durante una escena que nunca olvidaré, exclamó, estrechándome las manos: -Hay cosas para las que ni en este mundo ni en el otro hay recompensa bastante grande. -Ese "otro mundo" es cómodo cuando el infortunio castiga al infiel, pero dejé pasar, naturalmente, y decidí no refutar nada, diciendo por el contrario: -Oh, pero existe una recompensa, mi querida Sybil. Quizá le parezca un pedido muy fastidioso, pero… autoríceme, Sybil, para poner a punto y publicar el último poema tle John. -El permiso fue acordado en seguida, con nuevos gritos y nuevos abrazos, y al día siguiente mismo su firma estaba al pie del contrato que yo había hecho preparar por un abogadito diligente. Ese momento de dolorosa gratitud usted no tardó en olvidarlo, querida muchacha. Pero le aseguro que no tengo ninguna intención de hacer daño y que quizá John Shade no se aburrirá demasiado con mis notas, a pesar de las intrigas y la basura.