—No se enfade con él, se lo ruego —dijo su esposa con tono de indolente pesar, y contoneando ligeramente las caderas, tomó al joven por la muñeca.
Liubov Markovna cerró de golpe su bolso y entró majestuosamente en el salón.
Era una habitación más bien pequeña, amueblada con gusto mediocre, y mal iluminada, con una sombra remolona en un rincón y un falso jarrón de Tanagra sobre una repisa inasequible, y cuando hubo llegado el último invitado y madame Chernyshevski, por un momento de un notable parecido —como suele ocurrir— con su propia tetera (azul, brillante), empezó a servir el té, la reducida vivienda adquirió el ambiente de cierta intimidad conmovedora y provinciana. En el sofá, entre almohadones de diversos tonos —todos ellos difusos y poco atractivos—, una muñeca de seda con las piernas lánguidas de un ángel y los ojos oblicuos de un gato persa era oprimida alternativamente por dos personas instaladas con gran comodidad: Vasiliev, enorme, barbudo, con calcetines de antes de la guerra estirados sobre el tobillo; y una joven frágil, de encantadora debilidad, párpados rosados y aspecto general de una rata blanca; su nombre de pila era Tamara (que habría sido más apropiado para la muñeca), y su apellido recordaba el nombre de uno de esos paisajes montañosos alemanes que cuelgan en las tiendas de marcos. Fiodor se sentó junto a la estantería y trató de fingir buen humor, pese al nudo que le atenazaba la garganta. Kern, un ingeniero civil que presumía de haber sido amigo íntimo del difunto Alexander Blok (el celebrado poeta), produjo un ruido pegajoso al extraer un dátil de una caja rectangular. Liubov Markovna examinó atentamente los papeles de una gran bandeja decorada con un abejorro mal dibujado y, después de interrumpir su examen con brusquedad, se contentó con un bollo —de los espolvoreados con azúcar, que siempre ostentan una huella anónima. El anfitrión estaba contando una vieja historia sobre la inocentada de un estudiante de medicina en Kiev... Pero la persona más interesante de la habitación se hallaba sentada a cierta distancia, junto al escritorio, y no tomaba parte en la conversación general —aunque la seguía con silenciosa atención. Era un joven que se parecía un poco a Fiodor —no tanto en sus rasgos faciales (en aquel momento difíciles de distinguir) como en la tonalidad de su aspecto en conjunto: el tono castaño rojizo de la cabeza redonda, de pelo muy corto (moda que, según las reglas del mas reciente romanticismo peterburgués, convenía más a un poeta que los bucles desgreñados); la transparencia de las grandes orejas, delicadas y algo protuberantes; la esbeltez del cuello con la sombra de un hoyuelo en la nuca. Estaba sentado en la misma actitud que a veces adoptaba Fiodor —la cabeza algo inclinada, las piernas cruzadas, los brazos más que cruzados, enlazados, como si sintiera frío, por lo que el descanso del cuerpo se expresaba más por proyecciones angulares (rodilla, codo, hombro delgado) y la contracción de todos los miembros que por el relajamiento del cuerpo cuando una persona está descansando y escuchando. Las sombras de dos volúmenes que había sobre el escritorio imitaban a un puño y el borde de una solapa, mientras la sombra de un tercer volumen, apoyado contra los otros, podría haber pasado por una corbata. Era unos cinco años más joven que Fiodor y, en lo concerniente al rostro en sí, si se juzgaba por las fotografías de las paredes del salón y del dormitorio contiguo (sobre la mesilla entre las dos camas que lloraban por la noche), no había tal vez ningún parecido, salvo cierto alargamiento del perfil, combinado con huesos frontales prominentes y la oscura profundidad de las cuencas de los ojos —como las de Pascal, según los fisonomistas—, así como algo en común en el grosor de las cejas... pero no, no era una cuestión de parecido corriente, sino de similitud espiritual genérica entre dos muchachos angulosos y sensitivos, cada uno extraño a su manera. Este joven tenía la mirada baja y una sombra de burla en los labios, y estaba en una posición modesta y no muy cómoda en una silla en torno a cuyo asiento relucían tachuelas de cobre, situada a la izquierda del escritorio atestado de diccionarios; y Alexander Yakovlevich Chernyshevski, con un esfuerzo convulsivo, como recobrando el equilibrio perdido, apartaba la vista de este difuso joven mientras proseguía la alegre charla tras la cual intentaba ocultar su dolencia mental.
—No se preocupe, habrá críticas —dijo a Fiodor, guiñando involuntariamente los ojos—. Puede estar seguro de que los críticos le sacarán las espinillas.
—A propósito —intervino su esposa—, ¿qué significan exactamente esos «caracoleos y escarceos» en el poema sobre la bicicleta?
Fiodor explicó, valiéndose más de los ademanes que de las palabras:
—Pues, ya se sabe que cuando se está aprendiendo a ir en bicicleta, uno siempre se desvía de un lado para otro.
—Dudosa expresión —observó Vasiliev.
—Mi preferido es el que habla de enfermedades infantiles, desde luego —dijo Alexandra Yakovlena, asintiendo con la cabeza—; es muy bueno: escarlatina navideña y difteria pascual.
—¿Por qué no al revés? —inquirió Tamara.
¡Oh, cuánto amaba su hijo la poesía! El armario encristalado del dormitorio estaba lleno de sus libros: Gumiliov y Heredia, Blok y Rilke —¡y cuántas cosas conocía de memoria! Y las libretas de apuntes... Un día tendremos que sentarnos ella y yo y darle un repaso a todo. Ella tenía fuerzas para hacerlo, yo no. Es extraño como vamos posponiendo las cosas. Se diría que ha de resultar un placer, el único, el amargo placer —examinar los objetos personales de los muertos, y no obstante sus cosas siguen allí, intactas (¿tal vez pereza prudente de la propia alma?); es inconcebible que las toque un extraño, pero qué alivio sería que un incendio fortuito destruyera ese armario precioso. Chernyshevski se levantó con brusquedad y, de un modo casual, movió la silla del escritorio de forma que ni ella ni las sombras de los libros pudieran servir de tema para el fantasma.
Entonces la conversación ya se había desviado hacia un político soviético, que nadie lloraba, apartado del poder desde la muerte de Lenin. «Oh, en la época en que le conocí estaba en la "cumbre de la gloria y las buenas acciones"», decía el periodista Vasiliev, equivocándose profesionalmente en su cita de Pushkin (que dice «esperanza» y no «cumbre»).
El muchacho que se parecía a Fiodor (con quien los Chernyshevski se habían encariñado tanto por esta misma razón) estaba ahora junto a la puerta, donde se paró antes de abandonar la habitación, vuelto a medias hacia su padre —y, pese a su naturaleza puramente imaginaria, ¡cuánto más sustancial era que las demás personas de la habitación! ¡Podía verse el sofá a través de Vasiliev y la muchacha pálida! Kern, el ingeniero, sólo estaba representado por el destello de sus quevedos; lo mismo ocurría con Liubov Markovna, y el propio Fiodor sólo existía gracias a una vaga congruencia con el difunto —mientras que Yasha vivía y era perfectamente real, y sólo el instinto de conservación le impedía a uno mirar con atención sus facciones.
Pero es posible, pensó Fiodor, es posible que todo esto sea un error, quizá él (Alexander Yakovlevich Chernyshevski) no está imaginando a hora a su hijo muerto tal como yo creo. Puede estar realmente ocupado con la conversación, y si su vista divaga, tal vez sea porque siempre ha sido nervioso, pobre hombre. Soy desgraciado, estoy aburrido, nada suena a auténtico aquí y no sé por qué continúo sentado, escuchando tonterías.
No obstante, continuó sentado, fumando y columpiando el dedo gordo del pie —y mientras los demás hablaban y él hablaba consigo mismo, intentaba, como hacía siempre y en todas partes, adivinar el movimiento interno, transparente de esta o aquella persona. Se sentaba cuidadosamente dentro del intelocutor como en un sillón, de modo que los codos del otro le sirvieran de brazos, y su alma se instalaba cómodamente en el alma del otro —y entonces la iluminación del mundo cambiaba de repente y durante un minuto se convertía de verdad en Alexander Chernyshevski, o Liubov Markovna, o Vasiliev. A veces, a la gaseosa efervescencia de la transformación se añadía una excitación deportiva, y se sentía halagado cuando una palabra casual le confirmaba oportunamente la trayectoria mental que adivinaba en el otro. A veces, aunque para él la llamada política (esa ridícula secuencia de pactos, conflictos, agravios, fricciones, desacuerdos, fracasos, y la transformación de pequeñas ciudades inocentes en nombres de tratados internacionales) no significaba nada, se sumergía con curiosidad y repugnancia en los vastos intestinos de Vasiliev y vivía un instante activado por el mecanismo interno de éste, donde junto al botón de «Locarno» había otro para «Lockout», y donde se desarrollaba un juego seudointeligente y seudoentretenido llevado por símbolos tan dispares como «Los cinco dirigentes del Kremlin», o «La rebelión curda», o apellidos individuales que habían perdido toda connotación humana: Hindenburg, Marx, Painlevé, Herriot (cuya inicial macrocéfala en ruso, la E invertida, era ya tan autónoma en las columnas de la Gazeta de Vasiliev que amenazaba con una total disociación del francés original); se trataba de un mundo de declaraciones proféticas, presentimientos, combinaciones misteriosas; mundo que, de hecho, era cien veces más espectral que el sueño más abstracto. Y cuando Fiodor se trasladó al interior de madame Chernyshevski, se encontró dentro de un alma donde no todo era extraño para él, pero donde se maravilló de muchas cosas, como se maravillaría un viajero juicioso de las costumbres de un país remoto: el mercado al amanecer, los niños desnudos, el alboroto, el monstruoso tamaño de la fruta. Esta mujer de cuarenta y cinco años, sencilla e indolente, que dos años antes había perdido a su único hijo, había cobrado vida de repente: el luto le dio alas y las lágrimas la rejuvenecieron —o al menos eso decían de ella cuantos la conocían de antes. El recuerdo de su hijo, que en su marido se había convertido en enfermedad, ardía en ella con un fervor creciente. Sería incorrecto decir que este fervor la llenaba por completo; no, rebasaba en gran medida los confines de su alma, e incluso parecía ennoblecer la insensatez de estas dos habitaciones alquiladas donde se habían instalado ella y su marido después de la tragedia, abandonando el gran apartamento de In den Zelten (donde vivía su hermano con la familia en los años anteriores a la guerra). Ahora sólo veía a sus amigos a la luz de su receptividad hacia su pérdida, y también, para mayor precisión, recordaba imaginadas opiniones de Yasha acerca de este o aquel individuo con quien tenía que continuar relacionada. Le dominaba la fiebre de la actividad, la sed de una reacción generosa; su hijo crecía dentro de ella y pugnaba por salir al exterior; el círculo literario fundado recientemente por su marido y Vasiliev, para darles a ambos algo en qué ocuparse, se le antojaba el mejor honor póstumo para su hijo poeta. Fue justamente entonces cuando la vi por primera vez y me quedé bastante perplejo cuando de pronto, esta mujer rechoncha y terriblemente animada, de deslumbradores ojos azules, prorrumpió en lágrimas en medio de su primera conversación conmigo, como si un recipiente de cristal, lleno hasta el borde, se hubiera roto sin causa aparente, y sin desviar de mí su inquieta mirada, riendo y sollozando, empezó a decir una y otra vez: «¡Dios mío, cuánto me lo recuerda!» La franqueza con que, en nuestros posteriores encuentros, me habló de su hijo, de todos los detalles de su muerte y de cómo soñaba ahora con él (como embarazada de él y traslúcida cual una burbuja) me pareció vulgar e improcedente; me molestó aún más cuando supe indirectamente que estaba «un poco ofendida» porque yo, no sólo no había respondido con vibraciones sintonizadas, sino que cambiaba de tema en cuanto ella mencionaba mi propio dolor y mi propia pérdida. Muy pronto, sin embargo, me di cuenta de que este rapto de aflicción en que conseguía vivir sin morir de un desgarro de la aorta estaba empezando a atraerme y exigir cosas de mí. Ya conocemos ese movimiento característico con que alguien nos alarga una fotografía muy preciada y nos observa con expectación... y nosotros, después de contemplar larga y piadosamente el rostro de la fotografía, que sonríe con inocencia y sin pensar en la muerte, fingimos demorar su devolución, fingimos retrasar la propia mano, mientras devolvemos la cartulina con una última mirada, como si fuera una descortesía separarnos antes de ella. Esta secuencia de movimientos se repitió hasta el infinito entre ella y yo. Su marido se sentaba ante el bien iluminado escritorio del rincón, donde trabajaba y carraspeaba de vez en cuando; estaba compilando su diccionario de términos técnicos rusos, encargado por un editor alemán. Todo era silencioso y equívoco. Los restos de mermelada de cereza se mezclaban en mi plato con ceniza de cigarrillo. Cuanto más me hablaba de Yasha, menos atractivo me parecía; oh, no, él y yo nos parecíamos muy poco (mucho menos de lo que ella suponía al proyectar hacia dentro la casual similitud de características externas, de las cuales, por añadidura, encontraba otras que no existían —en realidad, lo poco que había dentro de nosotros correspondía a lo poco que había fuera), y dudo de que hubiéramos sido amigos, de habernos conocido. Su melancolía, interrumpida por la alegría súbita y estridente tan característica de la gente sin humor; el sentimentalismo de sus entusiasmos intelectuales; su pureza, que habría indicado timidez de los sentidos de no ser por el morboso y exagerado refinamiento de su interpretación; sus sentimientos hacia Alemania; sus vulgares trances espirituales («Durante toda una semana —decía— he vivido deslumbrado» —¡después de leer a Spengler!); y finalmente, su poesía... en suma, todo lo que para su madre rebosaba encanto, a mí me repelía. Como poeta era, a mi juicio, muy mediocre; no creaba, sólo rozaba de modo superficial la poesía, como hacían miles de jóvenes inteligentes de su tipo; pero si no encontraba una muerte más o menos heroica —que nada tenía que ver con las letras rusas, que ellos, sin embargo, conocían meticulosamente (¡oh, esos cuadernos de apuntes de Yasha, llenos de esquemas métricos que expresaban modulaciones de ritmo en el tetrámetro!)—, abandonaban por completo la literatura; y si llegaban a mostrar talento en algún campo, sería en ciencia o administración, o simplemente en una vida ordenada. Sus poemas, repletos de frases hechas, exaltaban su «penoso» amor por Rusia —escenas otoñales a lo Esenin, el azul humeante de los pantanos de Blok, la nieve en polvo en las calles de madera del neoclasicismo de Mandelshtam, y el parapeto de granito del Neva en que hoy apenas puede distinguirse la huella del codo de Pushkin. Su madre me los leía, tropezando, agitada, con una torpe entonación de colegiala que no convenía en absoluto a aquellos trágicos y apresurados yambos; el propio Yasha debía recitarlos con un sonsonete abstraído, dilatando las ventanas de la nariz y meciéndose en el grotesco ardor de una especie de orgullo lírico, tras lo cual volvería a ensimismarse, humilde, lánguido e introvertido. Los sonoros epítetos que vivían en su garganta