Boris Ivanovich trasladó por décima vez de una maleta a otra un par de zapatos con sus hormas, muy limpios y relucientes, era de una insólita meticulosidad con el calzado.
Luego se vistieron y salieron, mientras Fiodor se afeitaba, realizaba largas y cumplidas abluciones y se cortaba las uñas de los pies —resultaba muy agradable apretar un extremo duro y difícil y ¡clip!— los trozos de uña se diseminaron por todo el cuarto de baño. El portero llamó a la puerta pero no pudo entrar porque los Shchyogolev la habían cerrado con la llave americana, y las de Fiodor habían desaparecido para siempre. El cartero, forcejeando con la hendidura del buzón, echó el periódico de Belgrado Por la Iglesia y el Zar, al que estaba suscrito Boris Ivanovich, y más tarde alguien introdujo (dejando que asomara por arriba) un folleto que anunciaba una peluquería nueva. A las once y media en punto se oyó un fuerte ladrido por las escaleras y el agitado descenso del perro lobo al que sacaban de paseo a esta hora. Con el peine en la mano, Fiodor salió al balcón para ver si aclaraba, pero aunque no llovía, el cielo continuaba siendo de un blanco descolorido y terco, y uno casi no podía creer que la víspera hubiera sido posible tenderse en el bosque. El dormitorio de los Shchyogolev rebosaba de papeles, y una de las maletas estaba abierta, encima de todo había un objeto de goma en forma de pera colocado sobre una toalla muy fina. Un bigote andante entró en el patio con platillos, un tambor y un saxófono —completamente cubierto de música metálica, con música alegre en la cabeza y un mono vestido de rojo — y cantó durante mucho rato, golpeando el suelo con el pie y tocando, sin lograr, no obstante, ahogar el vapuleo de las alfombras colgadas de los bastidores. Empujando la puerta con sigilo, Fiodor visitó la habitación de Zina, donde aún no había estado nunca, y, con la extraña sensación de un alegre cambio de domicilio, contempló largamente el despertador de enérgico tictac, la rosa en una copa de pie todo salpicado de burbujas, el diván que se convertía en cama por la noche y las medias puestas a secar sobre el radiador. Comió algo, se sentó ante su mesa, mojó la pluma y se inmovilizó ante una hoja en blanco. Los Shchyogolev volvieron, vino el portero, Marianna Nikolavna rompió una botella de perfume, y él seguía sentado ante la hoja y no volvió en sí hasta que los Shchyogolev se dispusieron a ir a la estación. Todavía faltaban dos horas para que saliera el tren, pero la estación estaba muy lejos. «Debo confesar que me gusta llegar con puntualidad», dijo con alegría Boris Ivanovich mientras se estiraba el puño de la camisa para ponerse la chaqueta. Fiodor intentó ayudarle (el otro, con una exclamación cortés, con la chaqueta a medio poner, retrocedió, y de pronto, en el rincón, se convirtió en un horrible jorobado), y entonces fue a despedirse de Marianna Nikolavna, quien con una expresión muy cambiada (como incitando o evadiendo su reflejo) se colocaba un sombrero azul con un velo azul ante el espejo del armario. De pronto Fiodor sintió lástima de ella y, tras pensarlo un momento, se ofreció para ir a la parada a buscar un taxi.
—Sí, por favor —dijo Marianna Nikolavna, mientras se acercaba con gestos ampulosos al sofá donde tenía los guantes.
Resultó que en la parada no había un solo taxi, y se vio obligado a cruzar la plaza y buscarlo allí. Cuando por fin se detuvo ante la casa de los Shchyogolev, éstos ya estaban abajo, con todas las maletas (la víspera habían facturado el «equipaje pesado»).
—Bueno, que Dios le guarde —dijo Marianna Nikolavna, y le besó en la frente con labios de gutapercha.
—¡ Sarotska, Sarotska, envíenos un telegrámotska! —gritó Boris el parodista, agitando la mano mientras el taxi giraba y se alejaba.
Para siempre, pensó Fiodor con alivio y, silbando, subió las escaleras.
Hasta ahora no se dio cuenta de que no podía entrar en el apartamento. Fue especialmente fastidioso levantar la tapa del buzón y ver un manojo de llaves en el suelo del recibidor: Marianna Nikolavna las había tirado después de cerrar la puerta tras de sí. Bajó las escaleras mucho más despacio que como las subiera. Sabía que el plan de Zina era ir del trabajo a la estación: teniendo en cuenta que el tren saldría dentro de dos horas, y que el viaje en autobús duraría una hora, Zina (y las llaves) no estaría aquí antes de tres. Las calles eran grises y ventosas: no tenía a nadie a quien visitar y no entraba nunca solo en tabernas y cafés, pues los odiaba a muerte. En el bolsillo tenía tres marcos y medio; compró cigarrillos, y como la necesidad acuciante de ver a Zina (ahora, cuando todo estaba permitido) era realmente lo que privaba de luz y' sentido a la calle, al cielo y al aire, corrió hasta la esquina, donde se detuvo el autobús que necesitaba. El hecho de que llevaba zapatillas y un traje viejo y arrugado, con un botón de menos en la bragueta, rodilleras y un remiendo obra de su madre en el trasero, no le preocupaba en absoluto. La piel bronceada y el cuello abierto de la camisa le prestaban cierta agradable inmunidad.
Era una especie de fiesta nacional. Por las ventanas de las casas asomaban tres clases de banderas: negra-amarilla-roja, negra-blanca-roja, y solamente roja; cada una de ellas significaba algo, y lo más gracioso era que este algo poseyera el don de excitar en alguien odio u orgullo. Había banderas grandes y pequeñas, astas cortas y astas largas, pero no había nada en esta exhibición de entusiasmo cívico que hiciera más atractiva la ciudad. En la Tauentzienstrasse, el autobús quedó detenido por una sombría procesión: policías con polainas negras cerraban la marcha en un camión lento, y entre los estandartes había uno con una inscripción en ruso que contenía dos errores: serben vez de serp(hoz) y molten vez de molot(martillo). De pronto se imaginó festejos oficiales en Rusia, soldados con abrigos muy largos, el culto de las mandíbulas apretadas, un cartel gigantesco con un sujeto vociferante que llevaba la chaqueta y la gorra de Lenin, y entre el trueno de las estupideces, los timbales del tedio y los esplendores que gustan a los esclavos, chillido pequeño de verdad barata. Ahí está, eternizada, aún más monstruosa en su espontaneidad, la repetición de las fiestas de coronación de Hodynka, con sus paquetes de caramelos gratis —contempla su tamaño (ahora mucho mayores que los originales) —y la perfecta organización en la retirada de cadáveres... Oh, dejemos que todo pase y quede olvidado, y dentro de doscientos años otro ambicioso frustrado desahogará su frustración en los infelices que sueñan con la buena vida (es decir, si no se implanta mi reino, en el que todo el mundo vive para sí mismo y no hay igualdad ni autoridades, pero si no lo queréis, yo no insisto ni me importa).
La plaza Potsdam, siempre desfigurada por las obras municipales (oh, esas viejas postales de la plaza, donde todo es tan espacioso, los conductores de droskis son tan felices y las colas de las esbeltas damas se arrastran por el polvo, pero las gordas floristas son las mismas). El carácter seudoparisiense de Unter Den Linden. La estrechez de las calles comerciales que la continúan. Puente, barcaza, gaviotas. Los ojos muertos de viejos hoteles de segunda, tercera, centésima categoría. Unos minutos más de trayecto y llegó a la estación.
Vislumbró a Zina corriendo escaleras arriba con un vestido de georgette beige y un sombrerito blanco. Corría con los codos rosas apretados contra las caderas, sosteniendo el monedero bajo el brazo, y cuando la alcanzó y la abrazó a medias, ella se volvió con aquella sonrisa tierna y borrosa, con aquella tristeza feliz en los ojos con la que siempre le saludaba cuando se encontraban a solas. «Escucha —dijo con voz excitada—, llego tarde, corramos.» Pero él contestó que ya se había despedido de ellos y la esperaría fuera.
El sol poniente ocultándose tras los tejados de las casas parecía haber caído de las nubes que cubrían el resto del cielo (pero ahora ya eran muy suaves y remotas, como pintadas en vagas ondulaciones contra un techo verdoso); allí, en aquella angosta franja, el cielo estaba incendiado, y enfrente, una ventana y unas letras metálicas relucían como el cobre. La larga sombra de un mozo de cuerda, empujando la sombra de una carretilla, absorbía esta sombra, pero en la esquina volvió a sobresalir en un ángulo agudo.