—neveroyatnyi(increíble),
jladnyi(frío),
prekrasnyi(hermoso)— epítetos empleados ávidamente por los jóvenes poetas de su generación, bajo el engaño de que los arcaísmos, prosaísmos, o simplemente palabras indigentes que habían completado su ciclo vital, ahora, al ser empleados en poesía, adquirían una especie de lozanía inesperada, que volvía de la dirección opuesta—, estas palabras, en la dicción vacilante de madame Chernyshevski, recorrían, por así decirlo, otro medio ciclo, volvían a desvanecerse y de nuevo revelaban su decrépita pobreza —poniendo así al descubierto el engaño del estilo. Además de elegías patrióticas, Yasha tenía poesías sobre los antros preferidos de los marineros, sobre la ginebra y el jazz (que pronunciaba al modo alemán, «yatz»), y poesías sobre Berlín, en las cuales intentaba dotar de una voz lírica a los nombres propios alemanes, de la misma manera, por ejemplo, que los nombres de calles italianas resuenan en la poesía rusa con un contralto sospechosamente eufónico; también tenía poesías dedicadas a la amistad, sin rima y sin metro, llenas de emociones confusas y tímidas y de internas porfías espirituales, y apóstrofes a un amigo en la forma cortés (el ruso «vy»), como un francés enfermo se dirige a Dios o una joven poetisa rusa a su caballero predilecto. Y todo esto estaba expresado de una manera pálida y fortuita, con muchos vulgarismos y acentos incorrectos peculiares a su círculo de clase media provinciana. Desconcertado por su sufijo aumentativo, daba por sentado que la palabra
«posharishche» (lugar de un incendio reciente) significaba «gran incendio», y recuerdo también una referencia bastante patética a los «frescos de Vrublyov» —divertida mezcla entre dos pintores rusos (Rublyov y Vrubel) que sólo sirvió para probar nuestra disimilitud; no, no podía amar la pintura tanto como yo. Oculté a su madre mi verdadera opinión de su poesía, mientras los forzados sonidos de aprobación inarticulada que yo emitía eran interpretados por ella como signos de éxtasis incoherente. Por mi cumpleaños me obsequió, radiante a través de las lágrimas, con la mejor corbata de Yasha, anticuada prenda de muaré, recién planchada, con la etiqueta, aún discernible, de una tienda conocida pero no elegante: dudo de que el propio Yasha la llevara alguna vez; y a cambio de todo cuanto había compartido conmigo, de darme una imagen completa y detallada de su difunto hijo, con su poesía, su neurastenia, sus entusiasmos, su muerte, madame Chernyshevski me exigía imperiosamente cierta cantidad de colaboración creadora. Su marido, que estaba orgulloso de su nombre centenario y pasaba horas distrayendo a los invitados con su historia (su abuelo fue bautizado durante el reinado de Nicolás —en Volsk, tengo entendido— por el padre del famoso escritor político Chernyshevski, sacerdote ortodoxo griego, corpulento y enérgico, que gustaba de hacer labor misionera entre los judíos, y que, además de su bendición espiritual, confería a los conversos la prima adicional de su apellido), me dijo en numerosas ocasiones: «Escuche, tendría que escribir un librito, en forma de
biographie romancée, sobre nuestro gran hombre del siglo XVII. Vamos, vamos, deje de fruncir el ceño, adivino todas sus objeciones, pero, créame, al fin y al cabo hay casos en que la hermosura fascinante de una vida abnegada redime la falsedad de las actitudes literarias del sujeto, y Nikolai Chernyshevski fue de verdad un alma heroica. Si se decide a describir su vida, hay muchas cosas curiosas que puedo contarle.» Yo no tenía el menor deseo de escribir sobre el gran hombre del siglo XVII y menos aún de escribir sobre Yasha, como su madre me aconsejaba con insistencia (por lo que, en conjunto, se trataba del encargo de una historia completa de la familia). Pero, a la vez que me divertían e irritaban estos esfuerzos suyos por encauzar mi musa, yo sentía que tarde o temprano madame Chernyshevski acabaría acorralándome y, del mismo modo que me veía obligado a ponerme la corbata de Yasha cuando la visitaba (hasta que se me ocurrió decir que la reservaba para ocasiones especiales), tendría que emprender la tarea de describir el destino de Yasha en un largo cuento corto. En un momento dado tuve incluso la debilidad (o la osadía, tal vez) de meditar sobre cómo abordaría el tema, si por casualidad... Cualquier vulgar intelectual, cualquier novelista «serio» con gafas de montura de concha —el médico de cabecera de Europa y sismólogo de sus temblores sociales— habría encontrado sin duda en esta historia algo muy característico de la «mentalidad de los jóvenes en los años de la posguerra» —combinación de palabras que por sí misma (incluso aparte la «idea general» que transmitía) me hacía enmudecer de desprecio. Solía sentir unas violentas náuseas cuando oía o leía las últimas sandeces, sandeces vulgares y sin humor, sobre los «síntomas de la época» y la «tragedia de la juventud». Y, como no podía reaccionar a la tragedia de Yasha (aunque su madre creía que estaba enardecido), me habría enzarzado involuntariamente en una novela de «profundo» interés social de repugnante tufo freudiano. Mi corazón se detenía cuando ejercitaba la imaginación, tanteando con el pie, por así decirlo, el hielo del charco, fino como la mica; llegué incluso a imaginarme haciendo una copia en limpio de mi trabajo, que luego llevaba a madame Chernyshevski, que sentaba de modo que la lámpara iluminase mi senda fatal desde la izquierda (gracias, veo muy bien así), y tras un breve preámbulo sobre lo difícil que había sido, sobre mi sentido de la responsabilidad... pero aquí todo se oscurecía bajo la niebla escarlata de la vergüenza. Por suerte no cumplí el encargo —no estoy seguro de qué fue exactamente lo que me salvó: por un lado, lo aplacé durante demasiado tiempo; por otro, había ciertos benditos intervalos entre nuestros encuentros; y además, quizá la propia madame Chernyshevski se cansó un poco de mí como oyente; sea como fuere, el escritor no utilizó aquella historia, que, de hecho, era muy sencilla y triste.