Yasha y yo entramos en la Universidad de Berlín casi al mismo tiempo, pero no le conocí, pese a que debimos cruzarnos muchas veces. La diversidad de asignaturas —él estudiaba filosofía, yo estudiaba infusorios —disminuyó la posibilidad de nuestra asociación. Si ahora retornase al pasado, enriquecido en un solo aspecto —conciencia de la actualidad —y siguiera con exactitud todos los vericuetos de mis pasos, seguramente me fijaría en su rostro, ahora tan familiar para mí a través de las fotografías. Es curioso: cuando nos imaginamos volviendo al pasado con el contrabando del presente, qué extraño sería encontrar allí, en lugares inesperados, a los prototipos de los conocidos de hoy, tan jóvenes y frescos, que en una especie de demencia lúcida no te reconocen; así, por ejemplo, una mujer a quien amas desde ayer, aparece como una niña, prácticamente a tu lado en un tren lleno de gente, mientras el transeúnte casual que quince años atrás te preguntó una dirección en la calle, ahora trabaja en tu misma oficina. Entre esta multitud del pasado, sólo alrededor de una docena de caras adquirirían esta importancia anacrónica: los triunfos más bajos transfigurados por el resplandor del as. Y entonces, cuán confiadamente podríamos... Pero, ay, incluso logramos, en un sueño, realizar este viaje de vuelta, en la frontera del pasado tu intelecto presente queda invalidado por completo, y en el ambiente de una clase reunida con atolondramiento por el torpe encargado de los accesorios de la pesadilla, vuelves a no saberte la lección —con todos los matices olvidados de aquellas viejas congojas escolares.
En la universidad, Yasha intimó con dos condiscípulos, Rudolf Baumann, alemán, y Olia G., compatriota suya —los periódicos en lengua rusa no publicaron su nombre completo. Era una muchacha de su misma edad y clase social, e incluso, creo, de su misma ciudad. Sin embargo, sus familias no se conocían. Yo sólo tuve ocasión de verla una vez, en una velada literaria unos dos años después de la muerte de Yasha —recuerdo su frente notablemente despejada y clara, sus ojos color de aguamarina y su boca grande y roja con vello negro sobre el labio superior y un grueso lunar en el centro; tenía los brazos cruzados sobre sus pechos suaves, y en seguida despertó en mí todas las asociaciones literarias indicadas, como el polvo de un bello atardecer de verano y el umbral de una posada de carretera y la mirada observadora de una chica aburrida. En cuanto a Rudolf, nunca le vi, y sólo puedo concluir por las palabras de otras personas que llevaba peinado hacia atrás el cabello rubio pálido y era rápido de movimientos y bien parecido —de una forma dura y musculosa, semejante a un perro de caza. Así, pues, empleo un método diferente para estudiar a cada uno de los tres individuos, lo cual afecta a la vez su sustancia y su coloración, hasta que, en el último momento, los rayos de un sol que es el mío y no obstante me resulta incomprensible, les da de pleno y los iguala en el mismo estallido de luz.
Yasha escribía un diario y en sus notas definió con claridad las relaciones mutuas entre él, Rudolf y Olia como «un triángulo inscrito en un círculo». El círculo representaba la amistad normal, sencilla, «euclidiana» (como él lo expresaba) que les unía a los tres, de modo que si sólo hubiera existido el círculo, su unión habría permanecido feliz, despreocupada e íntegra. Pero el triángulo inscrito dentro de él era un sistema diferente de relaciones, complejo, de formación dolorosa y lenta, que tenía una existencia propia, independiente por completo del recinto común de su amistad uniforme. Éste era el vulgar triángulo de la tragedia, formado dentro de un círculo idílico, y la mera presencia de una estructura tan sospechosamente pura, para no hablar del elegante contrapunto de su evolución, jamás me hubiera permitido convertirla en un cuento corto o una novela.
«Estoy ferozmente enamorado del alma de Rudolf —escribía Yasha en su estilo agitado y neorromántico—. Amo sus proporciones armoniosas, su salud, su alegría de vivir. Estoy ferozmente enamorado de esta alma desnuda, bronceada, ágil, que tiene una respuesta para todo y marcha por la vida de la misma manera que una mujer que confía en sí misma va por un salón de baile. No puedo imaginar sino del modo más complejo y abstracto, en comparación con el cual Kant y Hegel son un juego de niños, el violento éxtasis que experimentaría si... ¿Si qué? ¿Qué puedo hacer con su alma? Esto es lo que me mata —esta nostalgia de una herramienta misteriosa (así anhelaba Albrecht Koch «una lógica dorada» en un mundo de dementes). Mi sangre palpita, mis manos se hielan como las de una colegiala cuando me quedo a solas con él, y él lo sabe y siente aversión hacia mí y no oculta su repugnancia. Estoy ferozmente enamorado de su alma —y esto es tan estéril como estar enamorado de la luna.»