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Los escrúpulos de Rudolf son comprensibles, pero si se examina el asunto desde más cerca, se sospecha que tal vez la pasión de Yasha no era tan anormal y que, después de todo, su excitación se parecía mucho a la de numerosos muchachos rusos de mediados del siglo pasado, que temblaban de felicidad cuando, levantando las sedosas pestañas, su pálido maestro —futuro guía, futuro mártir—, se volvía hacia ellos; y yo me habría negado a ver en el caso de Yasha una desviación incorregible si Rudolf hubiera sido en un grado mínimo un maestro, un mártir o un guía; y no lo que era en realidad, un «Bursch» cualquiera, un «buen chico» alemán, pese a cierta propensión a la poesía tenebrosa, la música pobre y el arte desequilibrado —lo cual no le afectaba en modo alguno aquella solidez fundamental que había cautivado a Yasha, o creía que le había cautivado.

Hijo de un respetable y estúpido profesor y de la hija de un funcionario civil, había crecido en un maravilloso ambiente burgués, entre un aparador como una catedral y los lomos de libros adormecidos. Tenía buen carácter, aunque no era bueno; sociable, pero un poco asustadizo; impulsivo, y al mismo tiempo calculador. Se enamoró decididamente de Olia después de una excursión en bicicleta con ella y Yasha por la Selva Negra, viaje que, como más tarde testificó en el juicio, «nos abrió los ojos a los tres»; se enamoró de ella al nivel más bajo, primitiva e impacientemente, pero recibió de ella una brusca repulsa, intensificada por el hecho de que Olia, muchacha indolente, codiciosa y lánguidamente extravagante, «comprendió que se había enamorado» de Yasha (en aquellos mismos bosques de abetos, junto al mismo lago negro y redondo), y esto oprimió tanto a este último como a Rudolf el ardor de Yasha, y a ella misma el ardor de Rudolf, por lo que la relación geométrica de sus sentimientos mutuos quedó completa, recordando las interconexiones tradicionales y algo misteriosas entre las dramatis personae de los dramaturgos franceses del siglo XVIII, donde X es la amante de Y («enamorado de Y») e Y es el amant de Z («enamorado de Z»).

Cuando llegó el invierno, el segundo invierno de su amistad, ya tenían una conciencia clara de la situación; dedicaron el invierno a estudiar su condición de inevitable. En apariencia todo iba bien: Yasha leía incesantemente; Rudolf jugaba a hockey, empujando con maestría el disco de goma sobre el hielo; Olia estudiaba historia del arte (que, en el contexto de la época, suena —como el tono de todo el drama en cuestión— a nota insoportablemente típica y, por tanto, falsa); sin embargo, por dentro se desarrollaba un tormento oculto y doloroso que se volvió formidablemente destructivo en el momento en que estos infortunados jóvenes empezaron a encontrar cierto placer en su triple tortura.

Durante largo tiempo respetaron el acuerdo tácito (sabiendo cada uno, sin vergüenza ni remedio, todo sobre los demás) de no mencionar nunca sus sentimientos cuando los tres estuvieron juntos; pero en cuanto uno de ellos estaba ausente, los otros dos empezaban, sin que pudieran evitarlo, a discutir su pasión y su sufrimiento. Por alguna razón celebraron la víspera del Año Nuevo en el restaurante de una de las estaciones de Berlín —tal vez porque en las estaciones ferroviarias el equipaje de tiempo es particularmente impresionante —y después fueron a pasear por el barro multicolor de calles torvas y festivas, y Rudolf propuso irónicamente un brindis al descubrimiento de su amistad —y desde entonces, al principio con discreción, pero pronto con todo el arrebato de la franqueza, discutieron sus sentimientos estando presentes los tres. Fue entonces cuando el triángulo empezó a corroer su circunferencia. Los padres de Chernyshevski, así como los de Rudolf y la madre de Olia (escultora, obesa, de ojos negros y todavía guapa, de voz suave, que había enterrado a dos maridos y solía llevar largos collares que parecían cadenas de bronce), no sólo no intuían que se estaba fraguando algo fatídico, sino que habrían replicado confiadamente (de haber surgido un preguntón vano entre los ángeles que ya convergían, pululaban y se atareaban profesionalmente en torno a la cuna de un pequeño y oscuro revólver recién nacido) que todo iba bien, que todo el mundo era feliz. Después, sin embargo, cuando hubieron ocurrido los hechos, sus burladas memorias realizaron grandes esfuerzos para encontrar trazas y pruebas de lo que iba a suceder en el curso rutinario de los días de idéntico matiz —y, sorprendentemente, las encontraron. Así madame G., cuando fue a dar el pésame a madame Chernyshevski, creyó totalmente lo que decía al insistir en que había tenido presentimientos de la tragedia durante mucho tiempo —desde el día en que entró en el salón sumido en la penumbra y vio, en actitudes inmóviles en el sofá, adoptando las diversas inclinaciones dolientes de las alegorías que se ven en los bajorrelieves de las lápidas, a Olia y sus dos amigos, reunidos en silencio; fue sólo una fugaz y momentánea armonía de sombras, pero madame G. aseguró haberse fijado en aquel momento, o, con más probabilidad, lo archivó para volver a él unos meses después.

En primavera el revólver había crecido. Pertenecía a Rudolf, pero durante mucho tiempo pasó del uno al otro discretamente, como un cálido anillo que se desliza por un cordel en un juego de salón, o una carta marcada. Por extraño que parezca, la idea de desaparecer los tres juntos a fin de restablecer —ya en un mundo diferente —un círculo ideal e impecable, la defendía más encarnizadamente Olia, aunque ahora es difícil determinar quién la propuso primero y cuándo. En esta empresa, el papel de poeta lo asumió Yasha —su posición parecía la más desesperada, ya que, después de todo, era la más abstracta; sin embargo, hay penas que no se curan con la muerte, puesto que pueden ser tratadas mucho más sencillamente por la vida y sus cambiantes anhelos: una bala material carece de poder contra ellas, mientras que, por otro lado, soluciona perfectamente bien las pasiones más groseras de corazones como los de Rudolf y Olia.

Habían hallado una solución y las discusiones al respecto se hicieron fascinantes. A mediados de abril, algo ocurrió en el piso que tenían entonces los Chernyshevski, que al parecer sirvió de impulso final para el áénouement. Los padres de Yasha se habían ido pacíficamente al cine de enfrente. Rudolf se emborrachó de manera inesperada y dio rienda suelta a sus instintos, Yasha le apartó de Olia y todo esto sucedió en el cuarto de baño, y poco después Rudolf, llorando, empezó a recoger el dinero que de un modo u otro se le había caído de los bolsillos del pantalón, y qué opresión sentían los tres, qué vergüenza, y qué tentador era el alivio ofrecido por la escena final programada para el día siguiente.

Después de comer, el jueves, día dieciocho, que también era el decimoctavo aniversario de la muerte del padre de Olia, provisto del revólver, que a estas alturas ya era muy fornido e independiente, y con un tiempo diáfano y frágil (con un húmedo viento del oeste y el color violeta de los pensamientos en todos los jardines), salieron en el tranvía 57 hacia el Grünewald, donde planeaban encontrar un lugar solitario y matarse de un tiro uno después del otro. Se quedaron en la plataforma trasera del tranvía, los tres con gabardina y rostros hinchados y pálidos —y la gorra de gran visera de Yasha, que no llevaba desde hacía unos cuatro años y que por alguna razón se había puesto hoy, le otorgaba un aspecto extrañamente plebeyo; Rudolf iba destocado y el viento despeinaba sus cabellos rubios, apartados de las sienes; Olia se apoyaba en la barandilla, agarrando el hierro negro con una mano firme y blanca que tenía un anillo prominente en el índice —y contemplaba con los ojos semicerrados las calles que se deslizaban tras ella, y todo el rato pisaba por error el pedal del suelo que accionaba la suave campanilla (destinado al pie enorme y pétreo del conductor cuando la parte trasera del coche se convirtiera en la delantera). Desde el interior del coche y a través de la puerta, Yuli Filippovich Posner, ex tutor de un primo de Yasha, se dio cuenta de la presencia del grupo. Asomándose con rapidez —era una persona decidida y confiada—, hizo una seña a Yasha, quien, al reconocerle, fue hacia dentro.

«Me alegro de haberle encontrado», dijo Posner, y después de explicar con todo lujo de detalles que iba con su hija de cinco años (sentada a solas junto a una ventanilla con la flexible nariz apretada contra el cristal) a visitar a su mujer a una clínica de maternidad, sacó la cartera y de ésta su tarjeta de visita, y entonces, aprovechando una parada fortuita del tranvía (el trole se había desenganchado del cable en una curva), tachó su antigua dirección con una pluma y escribió encima la nueva. «Tenga —dijo—, dé esto a su primo en cuanto regrese de Basilea y recuérdele, por favor, que aún tiene varios libros míos que necesito, que necesito mucho.»