El tranvía pasaba a gran velocidad por el Hohenzollerndamm y en la plataforma trasera Olia y Rudolf continuaban viajando al aire libre con la misma seriedad de antes, pero había ocurrido un cambio misterioso: por el acto de dejarles solos, aunque fue un momento (Posner y su hija bajaron muy pronto), Yasha había roto la alianza, por así decirlo, e iniciado su separación, de modo que cuando se reunió con ellos en la plataforma ya estaba solo, aunque ninguno de los tres lo supiera, y la grieta invisible, de acuerdo con la ley que rige todas las grietas, continuó moviéndose y ensanchándose.
En la soledad del bosque primaveral, donde los abedules grisáceos y mojados, particularmente los más pequeños, se agrupaban, inexpresivos, con toda su atención vuelta hacia sí mismos; no lejos del lago plomizo (en cuya vasta orilla no se veía ni un alma, excepto un hombrecillo que tiraba un palo al agua a instancias de su perro), encontraron fácilmente un cómodo lugar solitario y en seguida pusieron manos a la obra; para mayor exactitud, Yasha puso manos a la obra: poseía aquella honradez de espíritu que imparte al acto más temerario una sencillez casi cotidiana. Dijo que se mataría él primero por ser el mayor (tenía un año más que Rudolf y un mes más que Olia) y esta simple observación hizo innecesaria la jugada de echarlo a suertes, que probablemente, en su vulgar ceguera, le hubiera designado a él de todos modos; y despojándose de la gabardina y sin despedirse de sus amigos (lo cual era bien natural teniendo en cuenta su idéntico destino), en silencio, con torpes prisas, bajó la pendiente resbaladiza, cubierta de agujas de pino, hasta llegar al barranco, tan tapizado de matorrales y ramas de roble que, pese a la diafanidad de abril, le ocultaba completamente de los otros.
Estos dos permanecieron largo rato esperando el disparo. No llevaban cigarrillos, pero Rudolf fue lo bastante listo para palpar el bolsillo de la gabardina de Yasha, donde encontró un paquete sin abrir. El cielo se había encapotado, los pinos susurraban con cautela y desde abajo parecía que sus ramas ciegas buscasen algo a tientas. Muy arriba y fabulosamente veloces, con los largos cuellos estirados, pasaron volando dos patos salvajes, uno algo detrás del otro. Después, la madre de Yasha solía enseñar la tarjeta de visita, Ing. Dipl. Julius Posner, en cuyo reverso Yasha había escrito a lápiz: Mamá, papá, aún estoy vivo, tengo mucho miedo, perdonadme. Rudolf no pudo soportarlo más y bajó a ver qué le ocurría. Yasha estaba sentado sobre un tronco entre las hojas aún no contestadas del año anterior, pero no se volvió sólo dijo: «Acabo en seguida.» Había algo rígido en su espalda, como si estuviera controlando un dolor acervo. Rudolf volvió a reunirse con Olia, pero en cuanto la hubo alcanzado ambos oyeron el sordo chasquido del disparo, mientras en la habitación de Yasha la vida continuó unas horas más como si nada hubiese ocurrido —la piel de plátano en un plato, el volumen de poemas de Annenski, El arca de ciprés, y el de Kodasevich, La lira pesada, sobre una silla junto a la cama; la raqueta de ping-pongsobre el diván; murió instantáneamente; sin embargo, para revivirle, Rudolf y Olia le arrastraron por entre los matorrales hasta los juncos y allí le salpicaron y frotaron desesperadamente, de modo que estaba todo manchado de tierra, sangre y lodo cuando la policía encontró el cuerpo. Entonces ambos empezaron a pedir socorro a gritos, pero no acudió nadie: hacía mucho rato que el arquitecto Ferdinand Stockschmeisser se había marchado con su empapado setter.
Volvieron al lugar donde habían esperado el disparo y aquí el crepúsculo empieza a descender sobre la historia. Lo único claro es que Rudolf, ya fuera porque se le ofrecía cierta vacante terrena o porque era simplemente un cobarde, perdió todo deseo de suicidarse, y Olia, aunque hubiera persistido en su intención, no podía hacer nada, ya que él había ocultado inmediatamente el revólver. Permanecieron mucho rato en el bosque, que ya era frío y oscuro y donde crepitaba una llovizna obcecada, hasta una hora estúpidamente tardía. Dice el rumor que fue entonces cuando se convirtieron en amantes, pero esto sería demasiado perentorio. Alrededor de medianoche, en la esquina de una calle llamada poéticamente Senda de Lilas, un sargento de policía escuchó con escepticismo su horrible y voluble relato. Existe una especie de estado histérico que adopta la apariencia de la fanfarronería infantil.
Si madame Chernyshevski hubiera conocido a Olia en seguida después del suceso, tal vez éste habría adquirido una especie de sentido sentimental para ambas. Por desgracia, el encuentro se produjo varios meses después, porque, en primer lugar, Olia se marchó, y en segundo, el dolor de madame Chernyshevski no adquirió inmediatamente aquella forma industriosa e incluso extasiada que Fiodor encontró cuando apareció en escena. En cierto sentido, Olia no tuvo suerte: ocurrió que había vuelto para la fiesta de compromiso de su hermanastro y la casa estaba llena de invitados; y cuando madame Chernyshevski llegó sin avisar, bajo un tupido velo de luto, con una selección variada de sus dolientes archivos (fotografías cartas) en el bolso, bien preparada para el éxtasis de lágrimas compartidas, fue recibida por una joven perezosamente cortés y perezosamente impaciente, con un vestido que se transparentaba a medias, labios muy rojos y gruesa nariz empolvada de blanco, y desde la pequeña antesala a donde condujo a la invitada podía oírse el lamento de un fonógrafo, y, como es natural, no se produjo una comunión de almas. «Me limité a darle una buena ojeada», contó madame Chernyshevski, tras lo cual recortó cuidadosamente muchas fotografías tanto a Olia como a Rudolf; no obstante, este último la había visitado en seguida, caído de rodillas a sus pies y golpeado su cabeza contra la esquina blanda del diván, yéndose después con su maravilloso paso elástico hacia la Kurfürstendamm, que rutilaba tras un chaparrón de primavera.
La muerte de Yasha causó el efecto más doloroso en su padre. Tuvo que pasar todo el verano en un sanatorio y nunca se restableció del todo: el tabique que dividía la temperatura ambiente de la razón del mundo infinitamente odioso, frío y fantasmal en que había entrado Yasha se derrumbó de improviso, y restaurarlo era imposible, por lo que hubo que cubrir la brecha de forma provisional y tratar de no mirar el temblor de los pliegues. A partir de aquel día, el otro mundo empezó a filtrarse en su vida; pero no había manera de resolver esta constante comunicación con el espíritu de Yasha y al final habló de ello a su mujer, con la vana esperanza de hacer así inofensivo el fantasma alimentado por el secreto; el secreto debió volver, porque pronto hubo de buscar de nuevo la ayuda tediosa, esencialmente mortal, de cristal y goma de los médicos. De este modo vivía sólo a medias en este mundo, al cual se agarraba tanto más ávida y desesperadamente, y cuando uno escuchaba su conversación vivaz y miraba sus facciones regulares, resultaba difícil imaginar las experiencias sobrenaturales de este hombre bajo, rechoncho, de aspecto saludable, con su calva y los escasos cabellos a ambos lados, pero todavía era más extraña la convulsión que le desfiguraba súbitamente; el hecho de que a veces, durante semanas enteras, llevase un guante de algodón gris en la mano derecha (sufría un eczema) también insinuaba un misterio pavoroso, como si, repelido por el tacto impuro de la vida, o quemado por otra existencia, reservara su apretón desnudo para encuentros inhumanos, apenas imaginables. Mientras tanto, nada se detuvo con la muerte de Yasha y estaban sucediendo muchas cosas interesantes: en Rusia se observaba un incremento de abortos y el retorno de las villas veraniegas; en Inglaterra había huelgas de una u otra clase; Lenin tuvo una muerte chapucera; murieron la Duse, Puccini y Anatole France; Mallory e Irvine perecieron cerca de la cumbre del Everest; y el anciano príncipe Dolgoruki, con zapatos de cuero trenzado, visitó secretamente Rusia para ver de nuevo el alforfón en flor; mientras en Berlín aparecieron taxis de tres ruedas, sólo para desaparecer poco después, y el primer dirigible cruzó lentamente el océano y los diarios hablaron mucho de Coué, Chang Tsolin y Tutankhamen, y un domingo, un joven comerciante berlinés y su amigo cerrajero salieron de excursión al campo en una gran carreta de cuatro ruedas, con sólo un ligerísimo olor de sangre, alquilado a su vecino, el carnicero: dos gruesas sirvientas y los dos hijos pequeños del comerciante iban sentados en sillas de terciopelo en la carreta, los niños lloraban, el comerciante y su amigo tragaban cerveza y excitaban a los caballos, el tiempo era espléndido, por lo que, en su euforia, chocaron a propósito con un ciclista astutamente acorralado, le golpearon con violencia en la zanja, destrozaron su carpeta (era pintor) y siguieron su camino, muy felices, y el artista, cuando hubo recobrado el sentido, les alcanzó en el jardín de una posada, pero el policía que trató de establecer sus identidades también fue golpeado, tras lo cual continuaron felices por la carretera, y cuando vieron que las motos de la policía estaban ganando terreno, abrieron fuego con sus revólveres y en el tiroteo que se armó una bala mató al hijo de tres años del alegre comerciante.