«Qué desastre, qué desastre», murmuró, y se apartó sintiendo a sus espaldas el peso de una noche de insomnio, dispuesto a abrumarle de la cabeza a los pies, un gemelo de plomo que debería llevar a alguna parte. «Qué estúpido, kak glupo», añadió, pronunciando el ruso glupo con una «i» suave francesa, como solía hacer su padre de un modo distraído y algo jocoso cuando estaba perplejo.
Se preguntó qué haría ahora. ¿Esperar a que alguien saliera? ¿Tratar de encontrar al vigilante de noche que, envuelto en su capa negra, comprobaba las cerraduras de las puertas en los barrios residenciales? ¿Obligarse a sí mismo a despertar a toda la casa tocando el timbre? Fiodor empezó a recorrer la acera de un extremo a otro. La calle despertaba ecos y estaba completamente vacía. Encima de ella pendían faroles de un blanco lechoso, cada uno de su propio cable transversal; bajo el más próximo, un círculo fantasmal se columpiaba con la brisa a través del húmedo asfalto. Y este movimiento oscilante, que no tenía relación aparente con él, empujaba con el sonido sonoro de su tambor algo que había estado descansando al borde de su alma, y ahora, no ya con la anterior llamada distante sino con una vibración fuerte y cercana, entonó: «Gracias, patria mía, por tu remota...» e inmediatamente, en una onda de rebote, «y cruel niebla a la que debo gratitud...». Y de nuevo, alejándose en busca de una respuesta: «... que tú no adviertes...». Hablaba consigo mismo como un sonámbulo mientras caminaba por una acera inexistente; guiaba sus pies una conciencia local, mientras el principal Fiodor Konstantinovich y, de hecho, el único Fiodor Konstantinovich que importaba, ya estaba vislumbrando la siguiente y confusa estrofa, que oscilaba a pocos metros de distancia y estaba destinada a resolverse en una armonía aún ignota, pero específicamente prometida. «Gracias, patria mía...», empezó de nuevo, en voz alta, con renovado ímpetu, pero de pronto la acera se convirtió en piedra bajo sus pies, todo a su alrededor empezó a hablar a la vez, y, repentinamente sereno, se acercó con rapidez a la puerta de su casa, porque ahora había una luz detrás de ella.
Una mujer de mediana edad, pómulos altos y con una chaqueta de astracán sobre los hombros, abría la puerta a un hombre y se detenía junto a él en el umbral. «No olvides hacerlo, querido», decía con voz insulsa e indiferente cuando Fiodor llegó sonriendo, y la reconoció al instante: aquella misma mañana, ella y su marido habían ido a recibir su mobiliario. Pero también reconoció al visitante que salía —era el joven pintor Romanov, a quien había visto un par de veces en la redacción de Palabra Libre. Con expresión de sorpresa en su rostro delicado, cuya pureza helénica sucumbía ante dientes mates y torcidos, saludó a Fiodor; éste se inclinó torpemente ante la dama, que se ajustaba la chaqueta sobre un hombro, y echó a correr escaleras arriba, con enormes zancadas, tropezando de modo horrible en el descansillo y continuando el ascenso con la mano apoyada en la barandilla. Frau Stoboy, en bata, con los ojos cansados, le inspiró terror, pero esto no duró mucho. Ya en su habitación, buscó a tientas el interruptor y lo encontró con dificultad. Sobre la mesa, vio las llaves rutilantes y el libro blanco. Eso se acabó, dijo para sus adentros. Hacía muy poco tiempo que había repartido copias entre sus amigos, con dedicatorias pretenciosas o triviales, y ahora le avergonzaba acordarse de ellas y que durante los últimos días se hubiera alimentado del gozo de su libro. Aunque, después de todo, no había ocurrido gran cosa: la decepción de hoy no excluía la recompensa de mañana o pasado mañana; sin embargo, el sueño ya empezaba a empalagarle y el libro yacía sobre la mesa, totalmente encerrado en sí mismo, delimitado y concluido, y ya no emanaba los rayos potentes y alegres de antes.
Un momento después, en la cama, cuando sus pensamientos ya habían empezado a recogerse para la noche y su corazón se hundía en la nieve de la somnolencia (siempre tenía palpitaciones cuando se adormecía), Fiodor se aventuró imprudentemente a repetirse la poesía inacabada —sólo para gozarla una vez más antes de la separación del sueño; pero él era débil, y ella fuerte, palpitante y ávida de vida, por lo que en un momento le conquistó, le puso la piel de gallina, le llenó la cabeza de un zumbido celestial, y por ello encendió otra vez la luz, prendió un cigarrillo y, tendido boca arriba, con la sábana hasta el mentón y los pies destapados, como el Sócrates de Antokolski (con un dedo del pie en la humedad de Lugano), se abandonó a todas las exigencias de la inspiración. Se trataba de una conversación con mil interlocutores, de los cuales sólo uno era genuino, y éste debía ser atrapado y conservado al alcance del oído. Qué difícil es, y qué maravilloso... Y en estas charlas entre tamtams, apenas conocidos por mi espíritu... Después de unas tres horas de concentración y ardor, peligrosos para la vida, consiguió dilucidarlo todo, hasta la última palabra, y decidió que mañana lo traspasaría al papel. Al separarse de ellos, trató de recitar en voz baja los versos acertados, cálidos y lozanos:
Gracias, patria mía; a tu remota y cruel niebla debo mi gratitud. Por ti poseído, por ti ignorado, para mis adentros hablo de ti. Y en estas charlas entre sonámbulos, mi ser más íntimo sabe apenas si es mi demencia que divaga o tu propia melodía que crece.
Y ahora, al darse cuenta de que esto contenía cierto significado, lo persiguió con interés y lo aprobó. Exhausto, feliz, con las plantas heladas (la estatua yace medio desnuda en un parque sombrío), creyendo todavía en la bondad e importancia de lo que había realizado, se levantó para apagar la luz. Con el camisón roto, el pecho flaco y las piernas largas y peludas, de venas color turquesa, al descubierto, se retrasó ante el espejo, examinando con la misma curiosidad solemne, y sin reconocerse del todo, aquellas cejas anchas, aquella frente con la punta de cabellos muy cortos. En el ojo izquierdo se había roto un pequeño vaso y el carmesí que lo invadía desde el rabillo prestaba cierta cualidad traviesa al oscuro centelleo de la pupila. ¡Dios mío, cuánto pelo en estas mejillas hundidas tras unas pocas horas nocturnas, como si el calor húmedo de la composición hubiera estimulado también el cabello! Dio la vuelta al interruptor, pero la mayor parte de la noche se había disuelto y todos los pálidos y helados objetos de la habitación se antojaban personas llegadas para recibir a alguien en un brumoso andén de estación.
Durante mucho rato no pudo conciliar el sueño: cáscaras de palabras descartadas obstruían e irritaban su cerebro y pinchaban sus sienes, y no había manera de deshacerse de ellas. Mientras tanto, la habitación se había aclarado bastante y en algún lugar —lo más probable en la hiedra —alocados gorriones chillaban ensordecedoramente, todos juntos, sin escucharse entre sí: gran recreo en una pequeña escuela.
Así empezó la vida en su nueva madriguera. Su patrona no podía acostumbrarse a sus hábitos de dormir hasta el mediodía, almorzar nadie sabía qué o dónde, y cenar ante un grasiento papel de envolver. Al final, su libro de poesía no obtuvo ninguna crítica (ya había dado por sentado que ocurriría automáticamente así y ni siquiera se había tomado la molestia de enviar ejemplares a los críticos), salvo una breve nota en la Gazeta de Vasiliev, firmada por el comentarista financiero, que expresaba una opinión optimista de su futuro literario y citaba una estrofa con un mortal error de imprenta. Llegó a conocer mejor la calle Tannenberg y ésta le confió sus secretos más queridos: tales como el hecho de que en el sótano de la casa contigua vivía un viejo zapatero llamado Kanarienvogel, y en efecto, había una jaula, pero sin su cautivo amarillo, en la ventana medio ciega, entre muestras de zapatos remendados; en cuanto a los zapatos de Fiodor, el zapatero le miró por encima de las gafas con montura de acero, propios de su gremio, y se negó a remendarlos; así que Fiodor empezó a pensar en comprarse otro par. También se enteró del nombre de los inquilinos de arriba: un día subió por error hasta el descansillo superior y leyó en una placa de latón Carl Lorentz, Geschichtsmaler, y en otra ocasión Romanov, con quien se encontró en la esquina y que compartía un estudio con el Geschichtsmaler en otra parte de la ciudad, contó a Fiodor unas cuantas cosas sobre éclass="underline" era muy trabajador, conservador y misántropo y h¡bía pasado toda su vida pintando desfiles, batallas, y el fant isma imperial con su estrella y banda, merodeando en el parque de Sans-Souci —y ahora, en la república sin uniformes, vivía empobrecido y amargado. Antes de 1914 gozaba de distinguida reputación, había visitado Rusia para pintar el encuentro del kaiser con el zar, y mientras pasaba el invierno en San Petersburgo, conoció a su actual esposa, Margarita Lvovna, que entonces era una joven y encantadora aficionada que se interesaba por todas las artes. Su amistad en Berlín con el pintor ruso emigrado comenzó por casualidad, como resultado de un anuncio en la prensa. Este Romanov era de corte muy diferente. Lorentz le profesaba un afecto sombrío, pero desde el día en que se inauguró la primera exhibición de Romanov (en la cual presentaba el retrato de la Condesa de X, totalmente desnuda y con marcas del corsé en el estómago, sosteniendo su propia imagen reducida a un tercio de su tamaño), le consideró un loco y un estafador. Sin embargo, muchos se sentían cautivados por el don atrevido y original del joven artista; le predecían éxitos extraordinarios e incluso algunos veían en él al fundador de una escuela neonaturalista: se decía que tras superar todas las pruebas del llamado modernismo, había llegado a un arte narrativo renovado, interesante y algo frío. En sus primeras obras aún se advertía cierta huella del estilo del caricaturista —por ejemplo, en aquel cuadro suyo llamado «Coincidencia», en el cual, en un poste de anuncios, entre los colores vivos y notablemente armoniosos de carteles de teatro, nombres de astros del cine y otras mezclas de transparente colorido, podía leerse un anuncio sobre la pérdida de un collar de brillantes (con recompensa para quien lo encontrara), y este mismo collar yacía allí, en la acera, a los pies del poste, lanzando destellos con su fuego inocente. Sin embargo, en su «Otoño», el maniquí negro del sastre, con un desgarrón en el costado, tirado a una zanja entre magníficas hojas de arce, ya era la expresión de una calidad más pura; los entendidos veían en él un abismo de tristeza. Pero su mejor obra hasta la fecha seguía siendo la adquirida por un magnate inteligente, que ya había sido reproducida con profusión, llamada «Cuatro ciudadanos atrapando un canario»; los cuatro, anchos de hombros, iban vestidos de negro y llevaban sombreros de copa (aunque, por alguna razón, uno de ellos iba descalzo) y estaban colocados en actitudes extrañas, exultantes y al mismo tiempo, circunspectas bajo el follaje brillante de sol de un tilo recortado en forma cuadrada en el cual se ocultaba el pájaro, tal vez el que se había escapado de la jaula de mi remendón. Me emocionaba confusamente el arte extraño, bello, pero malsano, de Romanov; percibía en él una prevención y una advertencia al mismo tiempo: al estar muy distanciado de nú propio arte, iluminaba simultáneamente para él los peligros del camino. En cuanto al hombre en sí, le encontraba aburrido hasta el punto de repugnarme —no podía soportar su habla extremadamente rápida y balbuciente, acompañada de un giro automático y sin la menor relevancia de sus ojos brillantes. «Escuche —me dijo, escupiéndome a la barbilla—, ¿por qué no me permite presentarle a Margarita Lorentz? Me ha dicho que le lleve a su casa alguna noche —venga, celebramos pequeñas soirées en el estudio —ya sabe, con música, bocadillos, pantallas rojas —y acude mucha gente joven —la chica Polonski, los hermanos Shidlovski, Zina Mertz...»