Estos nombres me eran desconocidos; no sentía ningún deseo de pasar veladas en compañía de Vsevolod Romanov, ni me interesaba en absoluto la esposa de cara chata de Lorenz —así que no sólo no acepté la invitación sino que desde entonces empecé a rehuir al artista.
Por la mañana el grito del vendedor de patatas «Prima Kartoffel!» resonaba en la calle, con un sonsonete alto y disciplinado (¡pero cómo palpita el corazón del joven tubérculo!), o bien un bajo sepulcral proclamaba «Blumenerde!» Al ruido de las alfombras al ser sacudidas se unía a veces un organillo, pintado de marrón y montado sobre escuálidas ruedas de carro, con un dibujo circular en la parte delantera que representaba un idílico arroyo; y el organillero, dándole a la manivela ora con la mano derecha, ora con la izquierda, entonaba un apagado «o solé mió». Aquel sol ya me invitaba a la plaza. En su jardín, un joven castaño, que aún era incapaz de andar solo y por esto lo sostenía un palo, se adornó de improviso con una flor de mayor tamaño que el suyo. Sin embargo, las lilas no florecieron durante mucho tiempo; pero cuando por fin decidieron hacerlo, en una sola noche, que dejó un considerable número de colillas bajo los bancos, circundaron el jardín con rizada exuberancia. Detrás de la iglesia, en una tranquila callejuela, las acacias blancas dejaron caer sus pétalos un grisáceo día de junio, y el asfalto oscuro más próximo a la acera dio la impresión de estar salpicado de crema de trigo. En los arriates de rosas que rodeaban la estatua de un corredor de bronce, la Gloria de Holanda separaba los bordes de sus pétalos rojos, seguida del General Arnold Janssen. Un día feliz y sin nubes del mes de julio, tuvo lugar una representación muy lograda de un vuelo de hormigas: las hembras se remontaron en el aire, y los gorriones, remontándose a su vez, las devoraron; y en los lugares donde nadie las molestaba se arrastraban por la grava y soltaban sus débiles alas de actor. Los periódicos informaron de que como resultado de una ola de calor, en Dinamarca se observaban muchos casos de locura: la gente se arrancaba las ropas y saltaba a los canales. Polillas macho volaban de un lado a otro en salvajes zigzagues. Los tilos pasaron por todas sus complicadas, aromáticas y desordenadas metamorfosis.
Fiodor, en mangas de camisa, sin calcetines y con zapatos de lona, pasaba la mayor parte del día en un banco añil del jardín público, con un libro en los largos y bronceados dedos; y cuando el sol quemaba demasiado, apoyaba la cabeza en el respaldo caliente del banco y cerraba los ojos durante largos ratos; las ruedas fantasmales de la jornada ciudadana giraban en el interior escarlata y sin fondo, y las chispas de voces infantiles pasaban velozmente, y el libro, abierto en su regazo, era cada vez más pesado y menos parecido a un libro; pero ahora el escarlata se oscurecía tras una nube pasajera y él, levantando el cuello sudoroso, abría los ojos y de nuevo contemplaba el parque, el césped con las margaritas, la grava recién regada, la niña que jugaba sola a la pata coja, el cochecito infantil y el bebé, consistente en dos ojos y un sonajero rosa, y el viaje del disco cegado, vivo, y radiante a través de la nube. Entonces todo volvía a brillar, en la calle moteada de sol, bordeada de árboles inquietos, pasaba con estruendo un camión de carbón, cuyo sucio conductor, en su elevado asiento, apretaba entre los dientes el tallo de una hoja verde esmeralda.
Al atardecer iba a dar una lección —a un hombre de negocios de pestañas rubias, que le miraban con perplejidad malévola mientras Fiodor, sin darse cuenta, le leía a Shakespeare; o a una colegiala que llevaba un jersey negro y a quien a veces sentía deseos de besar en la nuca inclinada y amarillenta; o a un tipo jovial y corpulento que había servido en la Marina imperial, que decía es? (sí-sí) y obtnosgovat' (deducir), y se estaba preparando para dat' drapu (largarse) a México, para huir en secreto de su amante, vieja apasionada y triste, que pesaba cien kilos, y que casualmente había huido a Finlandia en el mismo trineo que él, y desde entonces, en perpetuo tormento de celos, le alimentaba con pasteles de carne, budines de crema, setas adobadas... Además de estas lecciones de inglés, había lucrativas traducciones comerciales —informes sobre la baja conductividad del sonido de los pavimentos de baldosas, o tratados sobre cojinetes de bolas; y, finalmente, obtenía una renta modesta, pero especialmente preciada, de sus poesías líricas, que componía en una especie de trance embriagado, y siempre con el mismo fervor nostálgico y patriótico; algunas no se materializaban en forma definitiva, sino que se disolvían, fertilizando las profundidades más íntimas, mientras otras, completamente pulidas y equipadas con todas sus comas, iban con él hasta la redacción del periódico, primero en un metro cuyos reflejos brillantes ascendían con rapidez por los barrotes verticales de latón, y luego en el extraño vacío de un ascensor hasta el piso noveno, donde, al final de un pasillo del color de la arcilla para modelar, en una pequeña habitación que olía «al cadáver en descomposición de la actualidad» (como solía decir el cómico número uno de la oficina), se hallaba el secretario, persona flemática y mofletuda, sin edad y virtualmente sin sexo, que más de una vez había salvado la situación cuando, airados por algún artículo del periódico liberal de Vasiliev, llegaban amenazadores camorristas, trotskistas alemanes contratados in situ, o algún robusto fascista ruso, bribón y místico.