El teléfono sonaba como un cencerro; surgían pruebas onduladas; el crítico teatral leía un periódico ruso de Vilna. «¡Cómo! ¿Que le debemos dinero? Nada de eso», decía el secretario. Cuando se abría la puerta de la derecha, podía oírse la sonora voz de Getz dictando, o a Stupishin carraspeando, y entre el tecleo de varias máquinas de escribir, distinguirse el rápido parloteo de Tamara.
A la izquierda estaba la oficina de Vasiliev; su chaqueta de lustrina le tiraba a la altura de los gruesos hombros cuando, en pie ante el atril que usaba como escritorio, resoplaba como una potente máquina, mientras escribía, con su caligrafía desaseada y numerosos borrones de colegial, el editorial titulado: «Ningún progreso a la vista» o «La situación en China»..Se detenía de repente, ensimismado, hacía un ruido semejante al de una lima de metal al rascarse la ancha mejilla barbuda con un dedo, y entrecerraba un ojo, sombreado por una espesa ceja negra que no tenía un solo pelo gris —que aún hoy es recordada en Rusia. Junto a la ventana (al otro lado de la cual había un edificio de oficinas similar, en el que se efectuaban trabajos de reparación a tan gran altura que a uno se le antojaba que podrían aprovechar la ocasión para arreglar el mellado desgarrón de los grises nubarrones), había un plato hondo con una naranja y media y un apetitoso frasco de yogur, y en el armario inferior, cerrado con llave, de las estanterías se guardaban cigarros prohibidos y un gran corazón azul y rojo. Sobre una mesa se amontonaban periódicos soviéticos atrasados, libros baratos de cubiertas chillonas, cartas —en que se suplicaba, recordaba, reprobaba—, la piel de media naranja, una página de periódico con una ventana recortada y una fotografía de la hija de Vasiliev, que vivía en París, joven con un encantador hombro desnudo y cabellos de un rubio ceniza: era una actriz sin éxito y se hacía frecuente mención de ella en la columna de cine de la Gazeta: «... nuestra dotada compatriota Silvina Lee...» —aunque nadie había oído hablar de tal compatriota.
Vasiliev aceptaba y publicaba de buen grado las poesías de Fiodor, no porque le gustaran (en general, ni siquiera las leía) sino porque le resultaba del todo indiferente lo que pudiese adornar la parte no política del periódico. Después de calcular de una vez por todas el nivel de cultura por debajo del cual no podía caer, por naturaleza, un colaborador determinado, Vasiliev le dio carta blanca, aunque dicho nivel se remontara apenas por encima de cero. Y las poesías, por ser una mera bagatela, pasaban casi enteramente sin control, se introducían gota a gota por hendiduras en donde se hubieran encallado necedades de más peso y volumen. ¡Pero qué chillidos de alegría y excitación se oían en todas las jaulas de pavos reales de nuestra poesía emigrada, desde Letonia a la Riviera! ¡Han publicado la mía! ¡Y la mía! En cuanto a Fiodor, que opinaba que sólo tenía un rival —Koncheyev (quien, a propósito, no era colaborador de la Gazeta)—, no se preocupaba de sus vecinos de imprenta y gozaba de sus propias poesías al igual que los demás. Había veces que no podía esperar al correo de la tarde para recibir su ejemplar y se compraba uno media hora antes en la calle, y con todo descaro, apenas algo alejado del quiosco, aprovechando la luz rojiza próxima a los puestos de fruta, donde montañas de naranjas despedían fulgores en el azul del incipiente crepúsculo, desdoblaba el periódico —ya veces no encontraba nada: otra cosa la había reemplazado; pero si la encontraba, ordenaba bien las páginas y, mientras reanudaba la marcha por la acera, leía su poesía varias veces, variando las entonaciones internas; es decir, imaginaba uno por uno los diversos modos mentales de leer la poesía, que tal vez ya estaban leyendo ahora aquellos cuya opinión consideraba importante —y en cada una de estas encarnaciones diferentes sentía de una manera casi física un cambio en el color de sus ojos, y también en el color de detrás de los ojos, y en el sabor de la boca, y cuanto más le gustaba el chef-d'oeuvre du jour, tanto más perfecta y suculentamente podía leerlo a través de los ojos ajenos.
Después de malgastar así el verano, después de dar a luz, criar y dejar de amar para siempre unas dos docenas de poesías, salió un día claro y fresco, un sábado (esta noche es la reunión) para hacer una compra importante. Las hojas caídas no yacían planas sobre la acera, sino retorcidas y rígidamente encorvadas, por lo que de cada una asomaba un borde azul de sombra. Con una escoba a cuestas y un delantal limpio, la viejecita de rostro afilado y pies desproporcionadamente grandes salió de su casa de mazapán con ventanas de caramelo. ¡Sí, era otoño! Caminaba con alegría; todo iba bien: la mañana le había traído una carta de su madre, que tenía intención de venir a verle por Navidad, y a través de su deteriorado calzado veraniego notó el suelo con sensibilidad extraordinaria cuando pasó por un trozo sin pavimentar, junto a solitarios huertos de ligero olor a quemado, entre casas que volvían hacia ellos la negrura desprendida de sus paredes exteriores, y allí, frente a la filigrana de los emparrados, crecían coles con gotas grandes y brillantes, y los tallos azulados de claveles marchitos, y girasoles, que inclinaban sus grandes caras de perro dogo. Durante mucho tiempo había querido expresar de algún modo que era en los pies donde tenía la sensación de Rusia, que podía tocarla y reconocerla toda con sus plantas, como un ciego toca con las palmas. Y fue una lástima llegar al final de aquel tramo de tierra parda y rica y tener que pisar una vez más la resonante acera.
Una joven vestida de negro, de frente brillante y ojos rápidos e inquietos, se sentó a sus pies por octava vez, de lado sobre un taburete, sacó con destreza un zapato estrecho del crujiente interior de su caja, separó los codos al estirar los bordes, miró abstraídamente hacia un lado mientras aflojaba los cordones, y entonces, se extrajo del pecho un calzador, se dirigió al pie grande, tímido y mal zurcido de Fiodor. Milagrosamente, el pie pudo meterse, pero una vez dentro, quedó completamente ciego: el movimiento de los dedos no produjo efecto en la suavidad de la tirante piel negra. La dependienta ató los cordones con rapidez fenomenal, y tocó la punta con dos dedos. «Perfecto —dijo—. Los zapatos nuevos son siempre un poco... —prosiguió muy de prisa, y levantó los ojos castaños—. Claro que si usted quiere podemos retocarlos. Pero le ajustan muy bien, ¡véalo usted mismo!» Y le condujo al aparato de rayos X y le enseñó donde colocar el pie. Al mirar por la abertura de cristal vio, contra un fondo luminoso, sus propias falanges, negras y netamente separadas. Con esto, con esto saltaré a la orilla. Desde la barca de Carón. Después de ponerse el otro zapato, caminó por la alfombra de un extremo a otro de la tienda, al tiempo que miraba de reojo el espejo que le llegaba al tobillo y reflejaba su bonito paso y sus pantalones, que parecían haber doblado su edad. «Sí, me va bien», dijo en tono pusilánime. Cuando era niño solían rascar la reluciente suela negra con un abotonador, para que no resbalara. Se los llevó a la lección debajo del brazo, llegó a casa, cenó, se los puso, los admiró con reparo y salió hacia la reunión.
La reunión se celebraba en el piso más bien pequeño y patéticamente adornado de unos parientes de Liubov Markovna. Una muchacha pelirroja, con un vestido verde que le llegaba por encima de sus rodillas, estaba ayudando a la criada estoniana (que conversaba con ella en un fuerte murmullo) a servir el té. Entre la gente conocida, y también algunas caras nuevas, Fiodor distinguió en seguida a Koncheyev, que acudía por primera vez. Miró la figura de hombros redondos, casi jorobada, de este hombre reticente cuyo misterioso talento sólo podría ser mantenido a raya por unas gotas de veneno en una copa de vino —este hombre omnisciente con quien aún no había tenido ocasión de sostener la larga charla que deseaba en sus sueños y en cuya presencia él, se retorcía, ardía y llamaba inútilmente a sus propias poesías para que vinieran en su ayuda, se sentía un mero contemporáneo. Ese rostro joven era el típico de la Rusia central y parecía un poco vulgar, vulgar de un modo extrañamente anticuado; lo limitaba por arriba un cabello ondulado y por abajo un cuello almidonado, y al principio Fiodor experimentó en presencia de este hombre una inquietud melancólica... Pero tres damas le estaban sonriendo desde el sofá, Chernyshevski le hacía una reverencia desde lejos, Getz levantaba como un estandarte una revista que había traído para él, que contenía «Principio de un largo poema», de Koncheyev y un artículo de Christopher Mortus titulado «La voz de la María de Pushkin en la poesía contemporánea». A sus espaldas, alguien pronunció con la entonación de una respuesta aclaratoria, «Godunov-Cherdyntsev». No importa, no importa, pensó Fiodor rápidamente, sonrió para sus adentros, miró a su alrededor y golpeó el extremo de un cigarrillo contra su pitillera con el blasón del águila, no importa, ya nos enfrentaremos algún día él y yo, y veremos quién gana.