Tamara le indicó una silla vacía, y mientras se dirigía hacia ella creyó oír de nuevo el tono sonoro de su nombre. Cuando los jóvenes de su edad, amantes de la poesía, en algunas ocasiones le seguían con aquella mirada especial que resbala como una golondrina por el espejo del corazón del poeta, sentía en su interior la sacudida de un orgullo profundo y estimulante; era el heraldo de su fama futura; pero había también otra fama terrena —el eco fiel del pasado: le enorgullecía la atención de sus jóvenes coetáneos, pero no le halagaba menos la curiosidad de las personas entradas en años, que veían en él al hijo del gran explorador, valiente y excéntrico, que había descubierto animales nuevos en el Tibet, el macizo del Pamir y otras tierras azules.
«Escuche —dijo madame Chernyshevski con su radiante sonrisa—, quiero presentarle a...» Le presentó a un tal Skvortsov, recientemente escapado de Moscú; era un sujeto amable y tenía arrugas parecidas a rayos en torno a los ojos, la nariz en forma de pera, la barba escasa y una mujer vivaz, juvenil, melodiosamente habladora, que llevaba un chal de seda —en resumen, una pareja del tipo más o menos académico que tan familiar le resultaba a Fiodor a través del recuerdo de la gente que solía rodear a su padre. Skvortsov, en términos corteses y correctos, empezó a expresar su asombro por la total falta de información en el extranjero sobre las circunstancias de la muerte de Konstantin Kirillovich: «Nosotros pensábamos —intervino su esposa —que en la patria era de esperar que no se supiera nada.» «Sí —continuó Skvortsov—, recuerdo con terrible claridad que un día asistí a una cena en honor del padre de usted, y Kozlov —Piotr Kuzmich—, el explorador, observó ingeniosamente que Godunov-Cherdyntsev consideraba el Asia central como su coto de caza privado. Sí... esto pasó hace mucho tiempo, no creo que usted hubiera nacido aún.»
En este momento Fiodor advirtió de repente que maiame Chernyshevski le dirigía una mirada triste, significativa y cargada de compasión. Interrumpiendo bruscamente a Skvortsov, empezó a interrogarle, sin mucho interés, acerca de Rusia. «¿Cómo decírselo...? —replicó este último—. Verá, ocurre lo siguiente...»
«¡Hola, hola, querido Fiodor Konstantinovich!» Un grueso abogado que parecía una tortuga sobrealimentada gritó esta frase por encima de la cabeza de Fiodor, aunque ya le estrechaba la mano mientras se abría camino entre la gente, y ahora ya estaba saludando a otra persona. Entonces Vasiliev se levantó de su asiento y, apoyándose un momento en la mesa, con los dedos abiertos, en una posición característica de tenderos y oradores, anunció que se abría la reunión. «El señor Busch —añadió —nos leerá ahora su nueva tragedia filosófica.»
Hermán Ivanovich Busch, caballero de Riga, simpático, tímido, macizo y entrado en años, con una cabeza parecida a la de Beethoven, se sentó ante una mesita de estilo Imperio, emitió un sonido gutural y desdobló su manuscrito; sus manos temblaban perceptiblemente y continuaron temblando durante toda la lectura.
Se vio desde el principio que el camino conducía al desastre. El acento burlesco y los extravagantes solecismos del caballero de Riga eran incompatibles con la oscuridad de su significado. Cuando, ya en el prólogo, apareció un «compañero solitario» ( odinokyi sputniken vez de odinokyi putnik, viajero solitario) recorriendo aquel camino, Fiodor aún confiaba inútilmente en que fuera una paradoja metafísica y no un lapso traidor. El Jefe de la Guardia Municipal, al no admitir al viajero, repitió varias veces que «no pasaría más allá» (que debía rimar con «batalla»). La ciudad era costera (el compañero solitario venía del interior) y en ella se divertía la tripulación de un barco griego. Esta conversación se desarrollaba en la Calle del Pecado:
PROSTITUTA PRIMERA
Todo es agua. Así lo dice mi cliente Thales.
PROSTITUTA SEGUNDA
Todo es aire, según me ha dicho el joven Anaxímenes.
PROSTITUTA TERCERA
Todo son números. Mi calvo Pitágoras no puede equivocarse.
PROSTITUTA CUARTA
Heráclito, al acariciarme murmura: «Todo es fuego.»
COMPAÑERO SOLITARIO (entrando) Todo es destino.
Había además dos coros, uno de los cuales conseguía representar de algún modo las olas de De Broglie y la lógica de la historia, mientras el otro coro, el bueno, discutía con él. «Marinero Primero, Marinero Segundo, Marinero Tercero», continuó Busch, enumerando a los personajes con su nerviosa voz de baio ribeteada de humedad. También aparecían tres vendedoras de flores: «Mujer de los lirios», «Mujer de las violetas» y «Mujer de diferentes flores». De repente algo cedió: en el auditorio empezó a haber pequeños corrimientos de tierra.
Al poco rato se formaron por toda la habitación ciertas líneas eléctricas de diversas direcciones —una red de miradas intercambiadas entre tres o cuatro, luego cinco o seis, y después diez personas, que representaban a un tercio de los presentes. Lenta y cautelosamente, Koncheyev sacó un gran volumen del estante junto al que estaba sentado (Fiodor observó que era un álbum de miniaturas persas), y dándole vueltas con la misma lentitud, empezó a mirarlo con ojos miopes. Madame Chernyshevski tenía una expresión dolida y asombrada, pero obedeciendo a su ética secreta, ligada en cierto modo al recuerdo de su hijo, se obligaba a escuchar. Busch leía con rapidez, sus mandíbulas relucientes giraban, la herradura de su corbata negra lanzaba destellos, mientras, bajo la mesa, mantenía los pies torcidos hacia dentro —ya medida que el estúpido simbolismo de la tragedia se hacía cada vez más profundo, más complicado y menos comprensible, la hilaridad contenida con dolor y subterráneamente incontenible necesitaba una salida con desesperación creciente, y muchos se estaban ya inclinando, con miedo a mirar, y cuando en la plaza empezó el Baile de los Enmascarados, alguien —fue Getz— tosió, y junto con la tos se oyó un jadeo adicional, y entonces Getz se cubrió la cara con las manos y al cabo de un rato emergió de nuevo con una expresión de insensata vivacidad y la calva húmeda, mientras Tamara se había echado simplemente en el diván y se contorsionaba como en los dolores del parto, y Fiodor, que carecía de protección, derramaba torrentes de lágrimas, torturado por el obligado silencio de lo que ocurría en su interior. De forma inesperada, Vasiliev se removió en su silla tan laboriosamente que una pata se partió en dos con un crujido y Vasiliev se tambaleó con una expresión cambiada, pero no se cayó, y este suceso, nada gracioso por sí mismo, sirvió de pretexto para que una explosión elemental y orgiástica interrumpiera la lectura, y mientras Vasiliev trasladaba su mole a otra silla, Hermán Ivanovich Busch, frunció su magnífico pero estéril ceño, anotó algo en el manuscrito con un resto de lápiz, y en el alivio de la calma una mujer sin identificar pronunció algo en un gemido aislado y final, pero Busch ya continuaba:
MUJER DE LOS LIRIOS
Hoy estás muy inquieta por algo, hermana.
MUJER DE DIFERENTES FLORES
Sí, el divino me ha dicho que mi hija se casará con el transeúnte de ayer.
HIJA
Oh, ni siquiera me fijé en él.
MUJER DE LOS LIRIOS
Y él no se fijó en ella.
«¡Bravo, bravo!», terció el coro, como en el Parlamento británico. De nuevo hubo una ligera conmoción: un paquete de cigarrillos vacío, en que el obeso abogado había escrito algo, inició un viaje por toda la habitación, y todo el mundo siguió las etapas de este viaje; lo escrito debía ser extremadamente gracioso, pero nadie lo leyó, sino que lo pasó dócilmente de mano en mano, pues iba destinado a Fiodor, y cuando por fin llegó a su poder, leyó lo siguiente: Después quiero discutir con usted un pequeño negocio.