El último acto tocaba a su conclusión. El dios de la risa abandonó imperceptiblemente a Fiodor, quien miraba con abstracción el brillo de su zapato. A la fría orilla desde la barca. El derecho le apretaba más que el izquierdo. Koncheyev hojeaba las últimas páginas del álbum con la boca entreabierta. «Zanaves(telón)», exclamó Busch, acercando la última sílaba en lugar de la primera.
Vasiliev anunció que habría un descanso. La mayor parte del auditorio tenía un aspecto ajado y lánguido, como después de una noche en un vagón de tercera clase. Busch había enrollado el manuscrito hasta formar un tubo grueso y ahora, desde un rincón lejano, le parecía oír en el estruendo de voces constantes oleadas de admiración; Liubov Markovna le ofreció un poco de té y entonces su rostro voluntarioso adoptó una expresión indefensa y suave, y, lamiéndose los labios con fruición, se inclinó hacia el vaso que le habían ofrecido. Fiodor observó esto desde lejos con cierta sensación de pasmo, mientras oía lo siguiente a sus espaldas:
—¡Le ruego que me dé una explicación! (La voz airada de madame Chernyshevski.)
—Bueno, ya sabe usted que estas cosas ocurren... (Con acento culpable, el jovial Vasiliev.)
—Le pido una explicación.
—Pero, querida señora, ¿qué puedo hacer yo?
—¿Acaso no lo leyó antes? ¿No se lo llevó a la redacción? Creía que usted había dicho que era una obra seria e interesante. Una obra importante.
—Sí, es verdad, fue la primera impresión, después de hojearla —no tomé en consideración cómo sonaría —¡me engañaron! En realidad es desconcertante. Pero acerqúese a él, Alexandra Yakovlevna, dígale algo.
El abogado agarró a Fiodor por el hombro.
—Usted es la persona que estoy buscando. Se me ha ocurrido de improviso que aquí hay algo para usted. Fue a verme un cliente mío —necesita una traducción alemana de unos documentos para un caso de divorcio, ¿comprende? Los alemanes que le llevan el asunto tienen en la oficina una chica rusa, pero al parecer ella sólo puede hacer una parte, y necesitan a alguien que la ayude con el resto. ¿Lo haría usted? Escuche, déme su número de teléfono. Gemacht.
—Señoras y caballeros, tomen asiento, por favor —resonó la voz de Vasiliev—. Ahora discutiremos la obra que se ha leído. Los que deseen participar, firmen aquí.
En aquel momento Fiodor vio que Koncheyev, agachándose y con la mano detrás de la solapa, daba un tortuoso rodeo hacia la salida. Fiodor le siguió, casi olvidándose de su revista. En la antesala se les unió el viejo Stupishin; se trasladaba con frecuencia de una habitación alquilada a otra, pero vivía siempre tan lejos del centro que estos cambios, importantes y complicados para él, a los demás se les antojaban sucesos de un mundo etéreo, situado más allá del horizonte de los problemas humanos. Se rodeó el cuello con una exigua bufanda de rayas grises y la sostuvo con la barbilla a la manera rusa, mientras, también a la manera rusa, se ponía el abrigo mediante varias sacudidas dorsales.
—Vaya, nos ha deleitado, ciertamente —dijo mientras bajaban, acompañados por la criada, que llevaba la llave de la puerta.
—Confieso que no he escuchado con mucha atención —comentó Koncheyev.
Stupishin se fue a esperar un raro y casi legendario tranvía, mientras Godunov-Cherdyntsev y Koncheyev se alejaron en la dirección opuesta, para caminar hasta la esquina.
—Qué tiempo tan desagradable —observó Godunov-Cherdyntsev.
—Sí, hace mucho frío —convino Koncheyev.
—Abominable. ¿Y en qué parte vive usted?
—En Charlottenburg.
—Vaya, vaya, eso está muy lejos. ¿Va a pie?
—Oh, sí, a pie. Creo que aquí debo...
—Sí, usted tuerce a la derecha y yo voy recto.
Se despidieron. «¡Brr, vaya viento!»
—Espere, espere un momento —le acompañaré hasta su casa. Seguramente usted es trasnochador como yo y no tengo que explicarle el oscuro hechizo de los paseos sobre piedra. ¿De modo que no ha escuchado a nuestro pobre conferenciante?
—Sólo al principio, y luego sólo a medias. Sin embargo, no creo que fuera tan malo.
—Estaba examinando miniaturas persas de un libro. ¿Se ha fijado en una —¡un parecido asombroso! —de la colección de la Biblioteca Pública de San Petersburgo —obra, creo, de Riza Abbasi, que tendrá unos trescientos años? El hombre arrodillado que lucha con las crías de los dragones, de nariz grande, mostachos —¡Stalin!
—Sí, creo que ésa es la mejor de todas. A propósito, he leído su muy notable colección de poesías. De hecho, claro, no son más que los modelos de sus novelas futuras.
—Sí, algún día escribiré prosa en que «el pensamiento y la música estén unidos como los pliegues de la vida en el sueño».
—Gracias por tan cortés cita. Siente un amor genuino por la literatura, ¿verdad?
—Creo que sí. Verá, tal como yo lo veo, sólo hay dos clases de libros: para la cabecera y la papelera. O amo fervientemente a un escritor, o le desecho por completo.
—Un poco severo, ¿no? Y algo peligroso. No olvide que toda la literatura rusa es la literatura de un solo siglo y, después de las supresiones más indulgentes, no ocupa más de tres mil a tres mil quinientas páginas impresas, y sólo la mitad de esto es digno de la estantería, y apenas de la mesilla de noche. Ante tal escasez cuantitativa, hemos de resignarnos al hecho de que nuestro Pegaso es moteado, a que no todo es malo en un mal escritor, ni todo bueno en uno bueno.
—Tal vez pueda darme algunos ejemtslos para que yo se los rerute.
—Ciertamente: si usted abre Goncharov, o...
—¡Alto ahí! No me diga que tiene una palabra amable para Oblomov—aquel primer «Ilych» que fue la ruina de Rusia —y el goce de quienes critican la sociedad. ¿O acaso quiere discutir las miserables condiciones higiénicas de las seducciones victorianas? ¿Crinolina y húmedo banco de jardín? ¿O tal vez el estilo? ¿Qué me dice de su «Precipicio», cuando Rayski aparece en momentos de meditación con «una rosada humedad brillando entre sus labios»? Lo cual me recuerda en cierto modo a los protagonistas de Pisemski, cada uno de los cuales, bajo la tensión de una emoción violenta, ¡«se da masaje al corazón con la mano»!
—Aquí voy a acorralarle. ¿No hay cosas buenas en el mismo Pisemski? Por ejemplo, esos lacayos que durante el baile juegan a pelota con la bota de terciopelo de una dama, horriblemente gastada y llena de barro. ¡Aja! Y puesto que hablamos de autores de segunda categoría, ¿qué opina de Leskov?
—Bien, veamos... En su estilo surgen divertidos anglicismos como «eto byla durnaya veshch» (fue una mala cosa) en lugar del sencillo «plokjo délo». En cuanto a la complicada distorción de sus retruécanos —No, perdóneme, no los encuentro divertidos. Y su verbosidad— ¡Dios mío! Su «Soboryane» podría condensarse fácilmente en dos feuffletons de periódico. Y no sé quiénes son peores —sus virtuosos británicos o sus virtuosos clérigos.
—Y no obstante... ¿y su imagen de Jesús, «el espiritual galileo, frío y bondadoso, con una túnica del color de la ciruela madura»? ¿O su descripción del bostezo de un perro, con «su azulado paladar como untado de pomada»? ¿O aquel rayo que de noche ilumina nítidamente la habitación, hasta el óxido de magnesio que queda en una cuchara de plata?