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—Sí, admito que tiene una sensibilidad latina para lo azuclass="underline" lividus. Lyov Tolstoi, por otro lado, prefería los matices violetas y la dicha de caminar descalzo con los grajos sobre la tierra rica y oscura de los campos arados.

—Pero ya hemos pasado a la primera fila. No me diga que no puede encontrar puntos débiles incluso en ella. En historias tales como «Tempestad de nieve».

—Deje en paz a Pushkin: es la reserva de oro de nuestra literatura. Y ahí está la canasta de Chejov, que contiene alimentos suficientes para años venideros, y un cachorro llorón y una botella de vino de Crimea.

—Espere, volvamos a los antepasados. ¿Gogol? Creo que podemos aceptar su «organismo entero». ¿Turguenev? ¿Dostoyevski?

—El manicomio convertido en Belén —eso es Dostoyevski. «Con una reserva», como dice nuestro amigo Mortus. En los «Karamazov» hay una marca circular dejada por una copa de vino húmeda en una mesa al aire libre. Vale la pena recordarlo si se utiliza el enfoque de usted.

—Pero no me diga que todo es bueno en Turguenev. ¿Recuerda esos ineptos tête-à-têtes en glorietas de acacias? ¿Los gruñidos y estremecimientos de Bazarov? ¿Su excitación nada convincente a propósito de aquellas ranas? Y en general, no sé si usted puede soportar la particular entonación de los puntos suspensivos de Turguenev al final de una «frase que se extingue» y los finales sentimentales de sus capítulos. ¿O deberíamos perdonar todos sus pecados por el resplandor gris de las sedas negras de madame Odintsev y las patas traseras estiradas de algunas de sus frases llenas de gracia, aquellas posturas de conejo adoptadas en el descanso por sus lebreles?

—Mi padre solía encontrar toda clase de errores en las escenas de caza y descripciones de la naturaleza de Turguenev y Tolstoi, y en cuanto al desgraciado Aksakov, no discutamos siquiera sus lamentables deslices en este terreno.

—Ahora que hemos apartado los cadáveres, tal vez podríamos pasar a los poetas. Veamos. A propósito, hablando de cadáveres, ¿se le ha ocurrido alguna vez que en el poema corto más famoso de Lermontov el «cadáver familiar» del final es extremadamente gracioso? Lo que de verdad quería decir era «cadáver del hombre que ella conoció un día». El conocimiento póstumo es injustificado y carece de sentido.

—Últimamente es Tiutchev quien comparte más a menudo mi dormitorio.

—Respetable invitado. ¿Y qué opina usted de los yambos de Nekrasov —o no le gusta?

—Oh, sí. En sus mejores versos hay un tañido de guitarra, un sollozo y un suspiro que Fet, por ejemplo, artista más refinado, no posee.

—Tengo la impresión de que la debilidad secreta de Fet es su racionalismo y su insistencia en la antítesis. —No se le ha escapado a usted, ¿verdad?

—Nuestros necios escritores de la escuela de intención social le criticaron por razones equivocadas. No, yo puedo perdonárselo todo por «tintineó en el prado entenebrecido», por «lágrimas de rocío extasiado que derramó la noche», por la mariposa que «respira» y agita las alas.

—Y así pasamos al siglo siguiente: cuidado con el escalón. Usted y yo empezamos a entusiasmarnos por la poesía en nuestra adolescencia, ¿verdad? Refresque mi memoria —¿cómo era?— «cómo palpitan los bordes de las nubes»... ¡Pobre y querido Balmont!

—O, iluminadas por Blok, «Nubes de solaz quimérico». Oh, pero habría sido un crimen ser exigente en esto. En aquellos días mi mente aceptaba extática, agradecida y completamente, sin críticas mordaces, a los cinco poetas cuyos nombres empezaban con «B» —los cinco sentidos de la nueva poesía rusa.

—Me gustaría saber cuál de los cinco representa al gusto. Sí, sí, ya sé —hay aforismos que, como los aviones, sólo se sostienen mientras están en movimiento. Pero hablábamos del amanecer. ¿Cómo empezó para usted?

—Cuando mis ojos se abrieron al alfabeto. Lo siento, esto suena a pretensión, pero lo cierto es que he padecido desde la infancia la más intensa y elaborada audition coloree.

—De modo que usted también, como Rimbaud, podría haber...

—Escrito no un mero soneto sino un voluminoso opus, con tonos auditivos que él jamás soñó. Por ejemplo, las diversas y numerosas «a» de las cuatro lenguas que hablo difieren para mí en matiz, que va desde el negro lacado al gris astilloso —como distintas clases de madera. Le recomiendo mi «m» de franela rosa. No sé si usted recuerda el algodón aislante que se quitaba en primavera junto con las ventanas para tormentas. Pues bien, eso es mi «y» rusa, o mejor «yu», tan desaliñada e insulsa que las palabras se avergüenzan de empezar con ella. Si tuviera a mano algunas pinturas, mezclaría para usted el siena quemado y el sepia, a fin de imitar el color del sonido «en» de la gutapercha; y apreciaría mis radiantes «s» si yo pudiera verter en sus manos juntas algunos de los zafiros luminosos que toqué siendo niño, temblando, y sin comprender por qué mi madre, vestida para un baile, sollozando incontrolablemente, dejaba caer sus tesoros celestiales desde su abismo a la palma de su mano, y luego al terciopelo negro de sus estuches, y de pronto lo cerraba todo bajo llave y no iba a ninguna parte, a pesar de la apasionada persuasión de su hermano, que no cesaba de pasear por todas las habitaciones, dando capirotazos a los muebles y encogiendo las charreteras, y si uno apartaba ligeramente la cortina de la ventana lateral del mirador, podía ver, a lo largo de la orilla del río, fachadas en la negrura azulada de la noche, la magia inmóvil de una iluminación imperial, el fulgor siniestro de monogramas de diamantes, bombillas coloreadas de diseños en corona...

—En suma, Buschstaben von Feuer... letras de fuego. Sí, ya conozco lo que sigue. ¿Quieres que sea yo quien termine este cuento trivial y emotivo? Su deleite en cualquier poesía que encontraba. A los diez años ya escribía dramas, y a los quince, elegías —y todas sobre crepúsculos, crepúsculos... La «incógnita» de Blok, que «pasó lentamente entre los borrachos». A propósito, ¿quién era ella?

—Una casada joven. Duró algo menos de dos años, hasta mi huida de Rusia. Era hermosa y dulce —ya sabe, de ojos grandes y manos ligeramente huesudas —y de algún modo he permanecido fiel a ella hasta el día de hoy. Su afición a la poesía se limitaba a letras de canciones gitanas, adoraba el póquer y murió de tifus... —Dios sabe dónde, Dios sabe cómo.

—¿Y ahora? ¿Diría usted que vale la pena seguir escribiendo poesías?

—¡Oh, decididamente! Hasta el fin. Soy feliz incluso en este momento, pese al dolor degradante de mis pies comprimidos. A decir verdad, siento de nuevo aquella turbulencia, aquella excitación... Volveré a pasar toda la noche...

—Demuéstremelo. Veamos cómo funciona: Es con esto, que la lenta y negra barca... No, intentémoslo de nuevo: A través de la nieve que cae sobre el agua jamás helada... Sigamos intentándolo: Bajo la nieve lenta y vertical, con un tiempo gris que cabalga sobre el Leteo, en la estación habitual, con esto saltaré algún día a la orilla. Ya está mejor, pero tenga cuidado de no derrochar la excitación.

—Oh, no se preocupe. Lo que quiero decir es que es imposible no ser feliz con esta sensación cosquilleante en la piel de tu frente...

—... como por un exceso de vinagre en remolachas picadas. ¿Sabe qué acaba de ocurrírseme? Aquel río no es el Leteo sino la laguna Estigia. No importa. Prosigamos. Y ahora una rama torcida se acerca a la barca, y Carente, en la oscuridad, la alcanza con el bichero, la atrapa, y muy...

—...lentamente la corteza gira, la corteza silenciosa. ¡A casa, a casa! Esta noche quiero componer con la pluma en la mano. ¡Qué luna! Qué olor negro de hojas y tierra viene de detrás de aquella cerca.

—Y qué lástima que nadie haya oído el brillante coloquio que tanto me hubiera gustado sostener con usted.

No importa, no será desperdiciado. Estoy contento de que haya ocurrido así. ¿A quién le importa que en realidad nos separásemos en la primera esquina, y que yo haya recitado un diálogo ficticio conmigo mismo, tal como me lo ha suministrado un manual de aprenda por sí mismo inspiración literaria?