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Se dirigía a una lección, llegaba tarde, como de costumbre, y también como de costumbre le invadía un odio vago, maligno y profundo hacia la torpe lentitud del medio de transporte menos dotado de todos, hacia las calles familiares sin remedio y feas sin remedio que se deslizaban al otro lado de la ventanilla húmeda, y más que nada, hacia los pies, costados y cuellos de los pasajeros nativos. Su corazón sabía que también podía incluir entre ellos a individuos auténticos, completamente humanos, de pasiones altruistas, tristezas puras e incluso recuerdos que brillarían durante toda su vida, pero por alguna causa tenía la impresión de que todos estos ojos fríos y resbaladizos, que le miraban como si llevase un tesoro ilegal (lo cual, esencialmente, era cierto respecto a su don), sólo podían pertenecer a brujas maliciosas y buhoneros pervertidos. La opinión rusa de que el alemán es vulgar en grupos reducidos y en grupos numerosos, insoportablemente vulgar, era, estaba convencido, una opinión indigna de un artista; pero a pesar de ello le acometió un temblor, y solamente el sombrío cobrador, de ojos inquietos y con un parche en el dedo, buscando eterna y laboriosamente un equilibrio y lugar para pasar entre las convulsas sacudidas del coche y el apretado número de pasajeros que iban de pie, parecía por su aspecto exterior, si no un ser humano, por lo menos el pariente pobre de un ser humano. En la segunda parada, un hombre flaco que llevaba un abrigo corto de cuello de piel de zorro, un sombrero verde y polainas raídas, se sentó enfrente de Fiodor. Al acomodarse le rozó con la rodilla y con la esquina de una voluminosa cartera con asa de cuero, y este detalle trivial convirtió su irritación en una especie de puro furor, por lo que miró fijamente al recién llegado, leyó sus facciones, concentró instantáneamente en él todo su pecaminoso odio (hacia esta pobre nación, lastimosa y moribunda) y supo con precisión por qué le odiaba: por aquella frente estrecha, por aquellos ojos pálidos por Vollmilchy Extrastark, lo cual comportaba la legal existencia de lo diluido y lo artificial; por su burlón sistema de ademanes (amenazando a los niños, no como nosotros —con un dedo tieso, perpetuo recordatorio del Juicio divino—, sino con un dígito horizontal, imitando a un palo); por su afición a las vallas, las hileras, la mediocridad; por el culto a la oficina; por el hecho de que si escuchas su voz interna (o cualquier conversación en la calle), oirás inevitablemente cifras, dinero; por un humor de retrete y tosca risa; por la gordura de los traseros de ambos sexos, aunque el resto del sujeto no sea grueso; por la falta de delicadeza; por la visibilidad de la limpieza —el brillo de los fondos de las sartenes en la cocina y la bárbara suciedad de los cuartos de baño; por su debilidad por los trucos sucios, por buscar trucos sucios, por el abominable objeto pegado cuidadosamente a las barandillas de los jardines públicos; por el gato ajeno ensartado vivo como venganza de un vecino, con un alambre minuciosamente retorcido en un extremo; por su crueldad en todo, satisfecha de sí misma, considerada natural; por la amabilidad inesperada y entusiasta con que cinco transeúntes te ayudan a recoger del suelo unos cuartos de penique; por... De este modo enumeró los puntos de su parcial acusación, mirando al hombre que tenía delante —hasta que éste se sacó del bolsillo un ejemplar del periódico de Vasiliev y tosió a gusto con entonación rusa.

Esto es maravilloso, pensó Fiodor, casi sonriendo de alegría. ¡Qué inteligente, qué graciosamente taimada y qué esencialmente buena es la vida! Ahora descubrió en las facciones del lector del periódico una suavidad tan propia de sus paisanos —en los rabillos de los ojos, en las grandes ventajas de la nariz, en el bigote de corte ruso —que se le antojó extraño e incomprensible a la vez, que alguien pudiera equivocarse. Su mente se había animado por este inesperado respiro y tomado ya un giro diferente. El alumno a quien iba a visitar era un viejo judío escasamente educado, pero exigente, que el año anterior había concebido el súbito deseo de aprender a «charlar en francés», lo cual le parecía al anciano más factible y más apropiado para su edad, carácter y experiencia de la vida que el árido estudio de la gramática de una lengua. Invariablemente, gimiendo y mezclando multitud de palabras rusas y alemanas con un pellizco de francés, describía al principio de la lección su cansancio tras el trabajo del día (era director de una importante fábrica de papel), y de estas prolongadas lamentaciones pasaba a una discusión —¡en francés!—, hundiéndose inmediatamente hasta las orejas en una oscuridad impenetrable, sobre política internacional, y de esto esperaba milagros: que todo este material deshilvanado, viscoso y aburrido, comparable al transporte de piedras por una carretera desdibujada, se convirtiera de pronto en un lenguaje de filigrana. Privado totalmente de la capacidad de recordar palabras (y gustándole hablar de esto no como un defecto sino como una interesante característica de su naturaleza), no sólo no aprendía nada sino que incluso logró en un año de estudio olvidar las pocas frases francesas que sabía al conocerle Fiodor, y sobre cuya base el anciano había pensado construir, en tres o cuatro sesiones, su propio París portátil, ligero y animado. Por desgracia, el tiempo pasaba infructuosamente, con lo que se demostraba la inutilidad del esfuerzo y la imposibilidad del sueño —y entonces el profesor resultó inexperto y se perdió totalmente cuando el pobre director de fábrica necesitó con urgencia una información exacta (¿cómo es en francés «cilindro para grabar en el papel la marca de agua»?), pero, por delicadeza, renunció en seguida a una contestación, y ambos se sintieron momentáneamente avergonzados, como el adolescente y la doncella de un antiguo idilio que se tocan sin darse cuenta. Poco a poco se fue haciendo insoportable. Como el alumno se refería con creciente desánimo al cansancio de su cerebro y aplazaba las lecciones una y otra vez (¡la voz celestial de su secretaria por teléfono era la melodía de la felicidad!), le parecía a Fiodor que el hombre se había convencido finalmente de la ineptitud de su maestro, pero prolongaba el mutuo tormento por piedad de sus pantalones gastados y continuaría haciéndolo hasta la tumba.

Y ahora, sentado en el tranvía, vio con claridad inefable que dentro de siete u ocho minutos entraría en el conocido estudio, amueblado con bestial lujo berlinés, se instalaría en el profundo sillón de cuero junto a la baja mesa de metal, ante una caja de cigarrillos abierta en su honor y una lámpara en forma de globo terrestre, encendería un cigarrillo, cruzaría las piernas con afectada desenvoltura y se enfrentaría a la mirada angustiada y sumisa de su imposible alumno, oiría claramente su suspiro y el inevitable «Nu, voui» con que entreveraba sus respuestas; pero, de pronto, el alma de Fiodor, la desagradable sensación de retraso cedió el lugar a la decisión rotunda y excesivamente alegre de no aparecer para la lección —bajar en la próxima parada y volver a casa y al libro a medio leer, a sus inquietudes espirituales, a la niebla feliz en que flotaba su verdadera vida, al trabajo dichoso, complejo y devoto que le ocupaba desde hacía ya casi un año. Sabía que hoy le pagarían varias lecciones, sabía que de no ser así tendría que volver a fumar y comer al fiado, pero estaba completamente reconciliado con esto a cambio de aquel ocio enérgico (todo está aquí, en esta combinación), a cambio de la excelsa holgazanería que se estaba permitiendo. Y no era la primera vez que se la permitía. Tímido y exigente, viviendo siempre cuesta arriba, gastaba todas sus fuerzas en la persecución de los innumerables seres que surgían en su interior, como al amanecer en una arboleda mitológica, ya no podía forzarse a convivir con la gente ni por dinero ni por placer, y por ello era pobre y solitario. Y, como si desafiara al destino vulgar, era agradable recordar que en verano no había acudido a una fiesta dada en una «villa residencial» solamente porque los Chernyshevski le habían indicado que asistiría un hombre que «tal vez podría ayudarle»; o que el otoño anterior no había encontrado tiempo para ponerse al habla con una oficina de divorcios que necesitaba un traductor —porque estaba componiendo un drama en verso, porque el abogado que le prometió este ingreso era inoportuno y estúpido, porque, finalmente, lo pospuso demasiado y después fue incapaz de decidirse.

Se abrió camino hasta la plataforma del coche. Entonces el viento le azotó cruelmente, por lo que Fiodor se apretó el cinturón del impermeable y se ajustó la bufanda, pero ya había perdido la pequeña cantidad de calor acumulada en el tranvía. Ya no nevaba, pero nadie sabía adonde había ido la nieve; sólo quedaba una humedad ubicua, puesta de manifiesto tanto por el silbido de los neumáticos de los coches como por la aguda y tenaz tortura en las orejas, el fastidioso chillido de las bocinas, la oscuridad del día, que temblaba de frío, de tristeza, de asco hacia sí mismo, el especial tono amarillento de los escaparates ya iluminados, los reflejos y refracciones, las luces líquidas y toda este enfermizo derroche de luz eléctrica. El tranvía llegó a la plaza, frenó casi dolorosamente y se detuvo, pero era sólo una parada intermedia, porque enfrente, junto a la isla de piedra atestada de gente que esperaba para subir, había otros dos tranvías parados, ambos con coches acoplados, y esta aglomeración inerte era asimismo prueba de la desastrosa imperfección del mundo en que Fiodor continuaba residiendo. No pudo soportarlo más, bajó de un salto y alcanzó en dos pasos el cuadrado resbaladizo de otra línea de tranvías con la cual, jugando sucio, podía volver a su propio distrito con el mismo billete —que servía para un trasbordo pero nunca para un viaje de vuelta; pero el honrado cálculo oficial de que un pasajero sólo podía viajar en una dirección se veía burlado en ciertos casos por el hecho de que, si se conocían los itinerarios, era posible convertir imperceptiblemente en un arco un viaje de ida, volviendo al origen de la línea. Este inteligente sistema (muestra evidente de cierto fallo puramente alemán en la planificación de itinerarios de tranvía) era muy del agrado de Fiodor; sin embargo, por distracción, por incapacidad de apreciar una ventaja material durante cualquier período de tiempo, y por estar pensando ya en otra cosa, pagó automáticamente otro billete que había esperado ahorrarse. E incluso así el engaño prosperó, incluso así fue la compañía de transportes urbanos y no él quien perdió dinero, y además una suma mucho, mucho mayor de lo que cabía esperar (¡el precio de un billete del Nord Express!): después de cruzar la plaza y entrar en una calle transversal, se dirigió a la parada del tranvía a través de una espesura de abetos, pequeña, a primera vista, que estaban a la venta por ser ya vísperas de Navidad; entre ellos formaban una especie de reducida avenida; haciendo oscilar los brazos mientras caminaba, rozó las agujas húmedas con las yemas de los dedos, pero pronto la minúscula avenida se ensanchó, el sol lo invadió todo y él emergió en una terraza de jardín sobre cuya arena suave y rojiza se podían distinguir las notas distintivas de un día de verano: las marcas de las patas del perro, las huellas punteadas de un aguzanieves, la raya Dunlop de la bicicleta de Tania, que se dividía en dos olas al llegar a la curva, y el hueco de un tacón donde, con un mudo y ligero movimiento que tal vez contuvo un cuarto de pirueta, había bajado de ella y empezado a andar, sosteniendo el manillar con una mano. Una vieja casa de madera del estilo llamado «abietáceo», pintada de color verde pálido, al igual que las tuberías de desagüe, con dibujos tallados bajo el tejado y un alto cimiento de piedra (en cuya masilla gris uno podía imaginarse que veía las grupas redondas y rosadas de caballos emparedados), una casa grande, resistente y extraordinariamente expresiva, con balcones al nivel de las ramas y verandas decoradas con cristales preciosos, se adelantó para recibirle entre una nube de golondrinas, con todos los toldos extendidos, el pararrayos hendiendo el cielo azul y las blancas y brillantes nubes abriéndose en un abrazo infinito. Sentados en los escalones de piedra del porche principal, iluminada de frente por el sol, están: su padre, recién llegado, evidentemente, de un rato de natación, envuelta la cabeza en una toalla peluda que esconde —¡y cómo le gustaría verlos! —sus cabellos oscuros, con hebras grises, que terminan en una punta sobre la frente; su madre, toda de blanco, mira frente a ella y abraza juvenilmente las rodillas; a su lado, Tania, con una blusa amplia y el extremo de su trenza negra sobre el cuello y la raya de sus cabellos inclinada, sostiene en los brazos a un foxterriercuya boca está abierta en una ancha sonrisa a causa del calor; más arriba, Yvonna Ivanovna, que por alguna razón no ha salido bien y tiene las facciones desdibujadas, mientras el talle esbelto, el cinturón y la cadena del reloj son claramente visibles; a un lado, más abajo, reclinado y con la cabeza apoyada en la falda de la joven de cara redonda (cinta de terciopelo en el cuello, lazos de seda) que daba a Tania lecciones de música, el hermano de su padre, fornido médico militar, bromista y muy guapo; todavía más abajo, dos colegiales ceñudos y desabridos, primos de Fiodor: uno con gorra de colegial, el otro sin ella —y este último caería muerto siete años después en la batalla de Melitopol; al fondo, en la arena, exactamente en la misma actitud que su madre —el propio Fiodor, tal como era entonces, aunque había cambiado poco desde aquella época, dientes blancos, cejas negras, cabellos cortos, desabrochada la camisa. No recordaba quién la había tomado, pero esta fotografía descolorida, efímera y en general insignificante (había muchas más y mejores), que ni siquiera servía para sacar copias, era la única que se había salvado, por un milagro, y se había convertido así en inestimable; llegó a París entre los objetos personales de su madre y ésta se la llevó a él, a Berlín, en las pasadas Navidades; porque ahora, cuando elegía un regalo para su hijo, no se guiaba por lo que era más valioso sino por aquello de lo que más le costaba separarse.