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Había pasado dos semanas con él, después de una separación de tres años, y en el primer momento en que, empolvada hasta adquirir una palidez de muerte, con guantes negros y medias negras y un viejo abrigo de piel de foca, la vio descender los peldaños metálicos del vagón, mirando con igual rapidez primero a él y luego a lo que pisaba, y entonces, con el rostro convulso por el dolor de la felicidad, le abrazó, gemía de dicha y le besó en cualquier parte —la oreja, el cuello—, a Fiodor le pareció que la belleza de todo cuanto le inspiraba orgullo había palidecido, pero cuando su visión se ajustó al crepúsculo del presente, tan diferente al principio de la luz de la memoria, que ya se alejaba, volvió a reconocer en ella todo cuanto había amado: el puro contorno de su rostro, que se estrechaba hacia la barbilla, el juego veleidoso de aquellos ojos cautivadores, verdes, marrones y amarillos, bajo las cejas de terciopelo, el paso largo y ligero, la avidez con que encendió un cigarrillo en el taxi, la atención con que miró de pronto —nada confusa, sin embargo, por la excitación del encuentro, como le hubiese ocurrido a cualquier otra persona —la grotesca escena que ambos advirtieron: un motorista imperturbable cargado con un busto de Wagner en el sidecar; y cuando se aproximaban a la casa, la luz del pasado ya había alcanzado al presente, lo había empapado hasta el punto de saturación, y todo volvió a ser lo que fuera en este mismo Berlín tres años antes, como fuera una vez en Rusia, como había sido y sería para siempre.

Encontraron una habitación libre en casa de Frau Stoboy, y allí, la primera tarde (un neceser abierto, anillos sobre el lavabo de mármol), tendida en el sofá y mientras comía con su habitual rapidez las uvas, de las cuales no podía prescindir un solo día, habló de lo que mencionaba constantemente desde hacía casi nueve años, repitió una vez más —sombríamente, con incoherencia, con vergüenza, desviando la mirada, como si confesara algo secreto y terrible, que cada día estaba más convencida de que el padre de Fiodor vivía, que su luto era ridículo, que la vaga noticia de su muerte nadie la había confirmado, que estaba en algún lugar del Tíbet, en China, prisionero, en la cárcel, en una desesperada situación de molestias y privaciones, que convalecía de una larguísima enfermedad— y que de repente, abriría la puerta con estrépito y pisando con fuerza el umbral, entraría en la habitación. Y estas palabras hicieron que Fiodor se sintiera en un grado todavía mayor que antes feliz y asustado al mismo tiempo. Acostumbrado a la fuerza, después de tantos años, a considerar muerto a su padre, intuía algo grotesco en la posibilidad de su vuelta. ¿Era admisible que la vida pudiera realizar no sólo milagros, sino milagros necesariamente desprovistos (de otro modo no podrían soportarse) del menor indicio de lo sobrenatural? El milagro de su regreso consistiría en su naturaleza terrena, en su compatibilidad con la razón, en la rápida introducción de un suceso increíble en la sucesión aceptada y comprensible de los días ordinarios; pero cuanto más crecía con los años la necesidad de tal naturalidad, tanto más difícil resultaba para la vida el hecho de admitirla, y ahora lo que le alarmaba no era simplemente imaginar un fantasma, sino imaginar uno que no sería temible. Había días en que a Fiodor se le antojaba que de improviso, en la calle (en Berlín hay pequeños callejones sin salida donde al atardecer el alma parece disolverse), le abordaría un anciano de setenta años, vestido con harapos de cuento de hadas, con barba hasta los ojos, que le haría un guiño y diría, como había sido su costumbre: «¡Hola, hijo!» Su padre se le aparecía a menudo en sueños, como recién llegado de unos monstruosos trabajos forzados, donde había sufrido torturas físicas que estaba prohibido mencionar, y ahora, con ropa interior limpia —era imposible pensar en el cuerpo que había debajo—, una expresión nada característica de malhumor desagradable y momentáneo, la frente sudorosa y los dientes apenas visibles, estaba sentado a la mesa en el círculo de su familia enmudecida. Pero cuando, superando la sensación de falsedad del mismo estilo impuesto al destino, se obligaba a imaginar la llegada de su padre vivo, entrado en años pero indudablemente el suyo, y la explicación más completa y más convincente posible de su silenciosa ausencia, se sentía sobrecogido, no de felicidad, sino de un terror enfermizo —que, sin embargo, desaparecía en seguida y daba paso a un sentimiento de armonía satisfecha cuando situaba este encuentro más allá del límite de la vida terrena.