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Pero, por otro lado... Sucede que te prometen un gran éxito a largo plazo, en el cual no crees ya desde el principio, tan diferente es del resto de las ofertas del destino, y si de vez en cuanto piensas en él, es como quien dice para mimar a tu fantasía, pero cuando, por fin, un día cualquiera en que sopla viento del oeste, llega la noticia —destruyendo simple, instantánea y decisivamente toda esperanza de ella—, te asombra de repente descubrir que aunque no lo creías, habías vivido con el sueño todo este tiempo, sin advertir su presencia constante y cercana, y este sueño se ha hecho tan enorme e independiente que no puedes eliminarlo de tu vida sin practicar un agujero en esta vida. Así Fiodor, contra toda lógica y sin atreverse a imaginar su realización, vivía con el sueño familiar del regreso de su padre, sueño que había embellecido misteriosamente su vida, la había elevado, en cierto modo, sobre el nivel de las vidas circundantes, y capacitado para ver toda clase de cosas interesantes y remotas, del mismo modo que, cuando era niño, su padre solía levantarle por los codos para que pudiese ver qué había de interesante al otro lado de una cerca.

Después del primer atardecer, cuando renovó su esperanza y se convenció de que la misma esperanza alentaba en su hijo, Elisaveta Pavlovna no volvió a referirse a ello con palabras, pero, como de costumbre, existía implícita en todas sus conversaciones, especialmente porque no conversaban mucho en voz alta: con frecuencia, tras varios minutos de animado silencio, Fiodor comprendía de improviso que todo el rato ambos sabían muy bien qué contenía este lenguaje doble, casi sub-gramíneo, que emergía en una sola corriente, como una palabra comprendida por los dos. Y a veces jugaban así: sentados de lado, imaginaban en silencio que cada uno daba el mismo paseo por Leshino, salían del parque, tomaban el sendero que bordeaba el campo (había un río a la izquierda, detrás de los alisos), cruzaban el umbroso cementerio donde cruces manchadas de sol medían algo terriblemente grande con sus brazos y donde resultaba un poco embarazoso arrancar las frambuesas, cruzaban el río, iban otra vez hacia arriba, a través del bosque, hasta una nueva curva del río, hasta el Pont des Vaches y más allá, por entre los pinos y a lo largo del Chemin du Pendu —apodos familiares que no ofendían sus oídos rusos porque habían sido inventados cuando sus abuelos eran niños. Y de pronto, en medio de este paseo silencioso dado por dos mentes, usando, según las reglas del juego, el patrón de un paso humano (podrían haber volado sobre todas sus propiedades en un solo instante), ambos se detenían y decían hasta dónde habían llegado, y cuando resultaba, como ocurría a menudo, que ninguno de los dos había adelantado al otro, habían hecho un alto en el mismo soto, la misma sonrisa aparecía en la madre y el hijo y brillaba a través de su común lágrima.

Muy pronto reanudaron el ritmo interno de la comunicación, porque había muy pocas novedades que no —supieran ya gracias a las cartas. Ella le contó con todo lujo de detalles la reciente boda de Tania, que estaría en Bélgica hasta enero con un marido que Fiodor aún no conocía, caballero agradable, silencioso, muy cortés y del todo insignificante «que trabajaba en el campo de la radio»; y le contó que cuando regresaran, ella se trasladaría a vivir con ellos a un piso nuevo de una casa enorme próxima a una de las puertas de París: estaba contenta de dejar el hotel pequeño de escalera empinada y oscura, donde vivía con Tania en una habitación diminuta pero de muchos rincones, totalmente ocupada por un espejo y visitada por chinches de diverso calibre —desde bebés rosados y transparentes hasta adultos marrones y correosos—, que primero se congregaban tras el calendario de pared que ostentaba un paisaje ruso de Levitán, y luego más cerca del campo de acción, en el bolsillo interior del empapelado roto, directamente sobre la cama de matrimonio; pero la agradable perspectiva de un nuevo hogar no estaba exenta de temor: profesaba cierta antipatía a su yerno y había algo forzado en la alegre y exagerada felicidad de Tania —«Verás, no es del todo de nuestra clase», confesó, subrayando sus palabras con una tensión en las mandíbulas y una mirada baja; pero aquello no era todo, y además Fiodor ya sabía algo de otro hombre a quien Tania amaba sin que ése le correspondiera.

Salían con frecuencia; como siempre, Elisaveta Pavlovna parecía buscar algo, recorriendo velozmente el mundo con una mirada ligera de sus ojos resplandecientes. Las vacaciones alemanas resultaron húmedas, los charcos daban a las aceras el aspecto de estar llenas de agujeros, las luces de los árboles navideños ardían, opacas, en los escaparates, y aquí y allí, en las esquinas de las calles, un Santa Claus comercial con abrigo rojo y mirada hambrienta distribuía volantes. Un malvado había tenido la idea de colocar en el escaparate de unos almacenes maniquíes esquiadores sobre nieve artificial bajo la Estrella de Belén. Una vez vieron un modesto desfile comunista chapoteando en el barro —con banderas mojadas—; la mayoría de los manifestantes parecían maltratados por la vida, algunos eran jorobados, otros cojos o enfermos, y había muchas mujeres de aspecto humilde y varios reposados burgueses de poca monta. Fiodor y su madre fueron a echar una ojeada a la casa de apartamentos donde los tres habían vivido durante dos años, pero el portero ya no era el mismo, el antiguo propietario había muerto, extraños visillos pendían tras las familiares ventanas, y ya no quedaba nada que sus corazones pudieran reconocer. Fueron a un cine donde proyectaban una película rusa que mostraba con especial complacencia los goterones de sudor que rodaban por las caras de los obreros de una fábrica, mientras el dueño de la fábrica fumaba todo el tiempo un cigarro. Y, por supuesto, la llevó a ver a madame Chernyshevski.

La presentación no fue un éxito completo. Madame Chernyshevski recibió a su invitada con una ternura melancólica destinada a expresar que la experiencia del dolor las había unido larga e íntimamente; pero lo que más interesaba a Elisaveta Pavlovna era qué pensaba la otra de los versos de Fiodor y por qué no escribía a nadie sobre ellos. «¿Puedo abrazarla antes de que se vaya?», inquirió madame Chernyshevski, poniéndose anticipadamente de puntillas —era bastante más baja que Elisaveta Pavlovna, quien se inclinó hacia ella con una sonrisa inocente y radiante que destruyó por completo el significado del abrazo. «No importa, hay que ser valiente —dijo la dama, y les acompañó hasta el descansillo, al tiempo que se cubría el mentón con el peludo chal que la envolvía—. Hay que ser valiente; yo he aprendido a serlo tanto que podría dar lecciones de resistencia, pero creo que usted también ha pasado con honores por esta escuela.»

«¿Sabes una cosa? —observó Elisaveta Pavlovna mientras bajaba ligera pero cautelosamente las escaleras, sin volverse a mirar a su hijo—. Creo que compraré tabaco y papel para cigarrillos, de otro modo resultan muy caros —y añadió inmediatamente, con la misma voz—: Dios mío, qué lástima me inspira.» Y, en efecto, era imposible no apiadarse de madame Chernyshevski. Hacía tres meses que su marido estaba internado en un instituto para enfermos mentales, «un semimanicomio», como bromeaba él mismo en sus momentos de lucidez. Fiodor no le había visitado desde octubre, y una sola vez. En una sala bien amueblada encontró a un Chernyshevski más gordo, más sonrosado, afeitado a la perfección y completamente loco, calzado con zapatillas de goma y cubierto con una capa impermeable con capucha. «¡Cómo! ¿Está usted muerto?», fue lo primero que preguntó, más descontento que sorprendido. En su calidad de «Presidente de la Sociedad para la Lucha con el Otro Mundo», inventaba continuamente métodos para evitar la infiltración de fantasmas (su médico, que empleaba un nuevo sistema de «connivencia lógica», no se oponía a ello), y ahora, basándose probablemente en su cualidad no conductora en otra esfera, estaba probando la goma, pero era evidente que los resultados habían sido casi siempre negativos hasta ahora, porque cuando Fiodor fue a coger una silla que estaba algo apartada, Chernyshevski dijo con irritación: «Déjela, ya ve que hay dos sentados en ella», y este «dos» y la tiesa capa que soltaba agua a cada movimiento, y la presencia silenciosa del enfermero, como si se tratara de una visita en la cárcel, y toda la conversación del paciente se le antojaron a Fiodor una vulgarización caricaturesca, insoportable, de aquel estado de ánimo complejo, transparente y todavía noble, aunque demente a medias, en que Chernyshevski se había comunicado recientemente con su difunto hijo. Con las inflexiones de comedia vulgar que antes reservaba para las bromas —pero que ahora usaba en serio—, se embarcó en prolongadas lamentaciones, por algún motivo todas en alemán, sobre el hecho de que la gente gastara dinero en inventar cañones antiaéreos y gases venenosos y no le importara otra lucha millones de veces más importante. Fiodor tenía en la sien un arañazo ya cicatrizado —aquella mañana se había dado un golpe contra el radiador al recuperar apresuradamente el tapón de un tubo de pasta dentífrica que había rodado hasta allí. De pronto, Chernyshevski interrumpió su discurso, señaló el arañazo con aprensión y ansiedad: «Was haben Sie da?», preguntó con una mueca de dolor, y en seguida sonrió de modo desagradable y, con enfado y agitación crecientes, empezó a decir que no podían tomarle el pelo —había reconocido al instante, dijo, un reciente suicidio. El enfermero se acercó a Fiodor y le pidió que se marchara. Y mientras caminaba por el jardín de fúnebre exuberancia, junto a arriates donde florecían dalias de color carmesí, en un sueño bienaventurado y un reposo eterno, en dirección al banco donde le esperaba madame Chernyshevski (quien no entraba nunca a ver a su marido, pero pasaba días enteros en la inmediata proximidad del edificio, preocupada, activa, siempre con paquetes) —caminando por la abigarrada grava, entre arbustos de mirto que se antojaban muebles, y tomando por paranoicos a los visitantes con quienes se cruzaba, el trastornado Fiodor no dejaba de reflexionar sobre el hecho de que la desgracia de los Chernyshevski parecía ser una variación burlona del tema de su propio pesar bañado en esperanza, y hasta mucho después no comprendió todo el refinamiento del corolario y todo el equilibrio irreprochable con que estos sonidos colaterales habían sido incluidos en su propia vida.