Tres días antes de la marcha de su madre tuvo lugar en una gran sala de actos bien conocida.por los rusos de Berlín y que pertenecía a una sociedad de dentistas, a juzgar por los retratos de venerables odontólogos que miraban desde las paredes, una velada literaria abierta en que también tomó parte Fiodor Konstantinovich. Había acudido poca gente y hacía frío; junto a las puertas merodeaban, fumando, los mismos representantes de la intelectualidad rusa local que había visto mil veces y, como de costumbre, al ver un rostro conocido y amable, Fiodor se apresuraba a ir a su encuentro con sincero placer, que se convertía en aburrimiento tras el primer arranque de conversación. Elisaveta Pavlovna estaba acompañada en la primera fila por madame Chernyshevski, y por el hecho de que su madre volvía la cabeza de un lado a otro mientras se arreglaba el peinado, Fiodor, que paseaba por el vestíbulo, concluyó que le interesaba muy poco la compañía de su vecina. Por fin dio comienzo el programa. El primero en leer fue un escritor de fama que en su tiempo había aparecido en todas las críticas rusas, anciano de cabellos grises y rostro afeitado, que recordaba algo a una abubilla, con ojos demasiado bondadosos para la literatura; con una voz de inflexión corriente leyó un relato sobre la vida de San Petersburgo en vísperas de la revolución, que incluía a una vampiresa que aspiraba éter, elegantes espías, champaña, Rasputin y puestas de sol apocalípticamente apopléticas sobre el Neva. Después un tal Kron, que escribía bajo el seudónimo de Rostislav Strannyy(Rostislav el Extraño), les deleitó con una larga historia sobre una romántica aventura en la ciudad de los cien ojos, bajo cielos desconocidos; por consideración a la belleza había colocado los epítetos después de los nombres, los verbos también se habían escapado Dios sabe dónde y por alguna razón repetía una docena de veces la palabra storoshko, «cautelosamente». («Ella, cautelosamente, dejó caer una sonrisa»; «Los castaños florecieron, cautelosamente».) Después del descanso afluyeron los poetas: un joven alto, de cara muy pequeña, otro, más bien bajo, pero con una gran nariz, una dama entrada en años que llevaba gafas, otra, más joven, otro —y, finalmente, Koncheyev, que en contraste con la triunfante precisión y refinamiento de los demás, murmuró sus versos en voz baja y cansada; pero había, independientemente, tal música en ellos, era tal el abismo de significado de los versos oscuros en apariencia, tan convincentes eran los sonidos y de modo tan inesperado, de las mismas palabras que rimaba cualquier poeta surgía, jugaba y se desvanecía, sin saciar jamás la sed, una perfección única que no tenía parecido con las palabras ni las necesitaba, que por primera vez en toda la velada el aplauso no fue fingido. El último en aparecer fue Godunov-Cherndyntsev. De los poemas escritos durante el verano, leyó los que tanto gustaban a Elisaveta Pavlovna —sobre Rusia:
Los abedules amarillos, mudos en el cielo azul...
y sobre Berlín, empezando con la estrofa:
Aquí está todo en lamentable estado; la luna, incluso, es demasiado tosca aunque, dice el rumor, viene directa de Hamburgo, donde hacen estas cosas... y el que la conmovía más que ninguno, aunque no se le ocurría conectarlo con el recuerdo de una mujer joven, muerta hacía mucho tiempo, a quien Fiodor amó a las dieciséis años:
Una noche, entre el crepúsculo y el río, en el viejo puente estábamos tú y yo. «¿Olvidarás algún día —pregunté —ese vencejo que acaba de pasar?» Y tú respondiste, muy seria: «¡Jamás!» ¡Y qué sollozos nos hicieron temblar, y qué grito, en su vuelo, emitió la vida!
Hasta la muerte, hasta mañana, hasta siempre,
tú y yo una noche en el viejo puente.
Pero se hacía tarde, mucha gente se movía ya hacia la salida, una dama se estaba poniendo el abrigo de espaldas al estrado, los aplausos fueron escasos... La noche húmeda brillaba en la calle, con un viento huracanado: nunca, nunca llegaremos a casa. Pero, no obstante, llegó un tranvía, y colgado de una correa, en el pasillo, al lado de su madre sentada junto a la ventana, Fiodor pensó con repentina aversión en los versos que había escrito aquel día, en las fisuras de las palabras, por donde se escapaba la poesía, y al mismo tiempo con altiva y gozosa alegría, con impaciencia apasionada, ya estaba buscando la creación de algo nuevo, algo todavía desconocido, genuino, que correspondiera plenamente al don que sentía en su interior como una carga.
La víspera de la marcha se quedaron hasta muy tarde en la habitación de Fiodor, ella, en el sillón, iba zurciendo con facilidad y destreza (cuando antes no sabía siquiera coser un botón) sus lastimosas prendas, mientras él, en el sofá, se mordía las uñas y leía un libro grueso y deteriorado; antes, en su adolescencia, había pasado de largo algunas páginas —«Angelo», «Viaje a Arzrum»—, pero en los últimos tiempos era precisamente en ellas donde encontraba un placer especial. Acababa de llegar a las palabras: «La frontera tenía algo misterioso para mí; viajar era mi sueño favorito desde la infancia», cuando de pronto sintió una punzada dulce y potente. Sin comprenderlo todavía, dejó el libro a un lado y alargó a tientas la mano hacia una caja de cigarrillos de manufactura doméstica. En aquel momento su madre, sin levantar la cabeza, observó: «¡Imagínate qué se me ha ocurrido recordar! Esas graciosas rimas sobre polillas y mariposas que él y tú compusisteis juntos mientras íbamos de paseo, ¿te acuerdas? ''Tu franja azul, Catócala, se ve a través de su párpado gris."» «Sí —contestó Fiodor—, algunas eran verdaderas epopeyas: "Una hoja muerta no es más blanquecina que una arbórea recién nacido."» ¡Qué sorpresa fue! Su padre acababa de traer de sus viajes el primer espécimen, hallado durante la marcha inicial a través de Siberia —aún no había tenido tiempo de describirlo—, y el primer día después de su regreso, en el parque de Leshino, a dos pasos de la casa, sin pensar para nada en lepidópteros, mientras paseaba con su mujer e hijos, tiraba una pelota de tenis para los foxterriers, se recreaba en su vuelta, en el tiempo apacible y en la salud y alegría de su familia, pero al mismo tiempo observaba inconscientemente con el ojo experimentado del cazador hasta el último insecto de su camino, señaló repentinamente a Fiodor con la punta del bastón una gorda polilla Epicnoptera, de un gris rojizo, de la clase que imita a las hojas, que colgaba dormida de un tallo bajo de un arbusto; estuvo a punto de seguir caminando (los miembros de esta especie se parecían mucho), pero de pronto se puso en cuclillas, arrugó la frente, inspeccionó su hallazgo y exclamó con voz jubilosa: «¡Vaya, es increíble! ¡No tendría que haber ido tan lejos!» «Yo siempre lo he dicho», intercaló su mujer con una carcajada. El peludo y pequeño monstruo que tenía en la mano pertenecía a la nueva especie que acababa de traer —¡y ahora aparecía aquí, en la provincia de San Petersburgo, cuya fauna había sido tan bien investigada! Pero, como ocurre a menudo, el ímpetu de la poderosa coincidencia no se detuvo aquí, fue capaz de una nueva fase: sólo unos días más tarde su padre se enteró de que esta nueva polilla había sido incluida entre los especímenes de San Petersburgo por un colega suyo, y Fiodor lloró toda la noche: ¡se habían adelantado a su padre!)